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Los escándalos de Johnson y de la familia real hunden al Reino Unido en una crisis institucional

Isabel II recibe a Boris Johnson en el Palacio de Buckingham el 24 de julio de 2019.

Las dos instituciones que han controlado durante más tiempo las riendas del Reino Unido han demostrado esta semana que son capaces de desplegar la crueldad de una máquina trituradora cuando se trata de asegurar su propia supervivencia. El Partido Conservador comienza a debatir cómo deshacerse de Boris Johnson —y que no parezca un accidente, sino una ejecución—, abochornado por el escándalo que no cesa de las fiestas prohibidas en Downing Street, ajenas a las restricciones sociales impuestas por la pandemia al resto del país. Al mismo tiempo, el Palacio de Buckingham ha borrado al príncipe Andrés, con precisión de photoshop, de la vida pública y de la imagen de la familia real. Isabel II es consciente de que la acusación de abuso sexual a una menor vertida contra su hijo favorito puede erosionar a la institución monárquica mucho más que 100 chascarrillos sobre Meghan Markle, el príncipe Enrique y sus continuas cuitas con el resto de miembros de la Casa de Windsor.

El Reino Unido comienza a despertar de la resaca de un Brexit, que prometió un futuro brillante que no ha acabado de llegar, y de una pandemia cuya gestión estuvo plagada de errores, hasta el punto de alcanzar el macabro récord de ser el país europeo con más muertes por covid. El comienzo de 2022 tiene aroma de naufragio, y los británicos están sumidos en una profunda desconfianza hacia sus centenarias instituciones democráticas.

Clement Attlee irradió toda su vida una gran elegancia moral y estética. Aquel primer ministro laborista que, en apenas seis años y desde las ruinas de un país devastado por la Segunda Guerra Mundial, asentó las bases del moderno estado del bienestar británico, se ganó la vida en sus últimos años escribiendo artículos de prensa en los que analizaba, con inteligencia y ternura, el carácter y la personalidad de sus colegas políticos contemporáneos. “Hay un hecho incuestionable en la política: si un hombre se dedica a ella el tiempo suficiente, acaba revelando quién es. Y no solo obtiene lo que merece, sino que encuentra en su destino el reflejo de sus propias fortalezas y debilidades”, escribió Attlee en una tribuna llamada, acertadamente, Flaws at the Top (Errores en el mando, pero también imperfecciones, fallos o defectos).

Pocos británicos se habrán sorprendido estos días al descubrir el descontrol ético —y etílico— de Downing Street bajo el mandato de Johnson. Lo verdaderamente hiriente para muchos de ellos ha sido más bien darse cuenta de que el político que tanto les hacía reír, posiblemente, de quien se estaba riendo era de ellos. “En cierto sentido, este asunto se ha convertido en algo personal. Todo el mundo recuerda lo que estaba sucediendo en su propia vida cuando, aparentemente, Downing Street era una fiesta continua. El sentimiento es de traición íntima”, reflexiona para EL PAÍS Fintan O’Toole, el escritor irlandés que con más acierto ha diseccionado la rodada cuesta abajo de un Reino Unido entregado a Johnson y a los euroescépticos. “Es algo que han sentido siempre los más cercanos a él, y que ahora experimenta toda la ciudadanía. No puedo comprar la idea de que todo esto amainará cuando la pandemia desaparezca. No es cuestión de si Johnson se va o no se va, sino de cuándo lo hace”, añade.

Isabel II recibe a Boris Johnson en el Palacio de Buckingham el 24 de julio de 2019.WPA Pool

El equipo de leales de Johnson ha comenzado a trabajar en una estrategia de supervivencia. Operation Save Big Dog (Operación Salvar al Jefazo es la traducción más aproximada) la han bautizado, según el diario The Independent. Es dudoso que tal frivolidad sea el nombre oficial del esfuerzo, pero sirve para dar una idea del autoengaño en que vive un primer ministro que, a todas luces, tiene los días contados.

El plan tendría las siguientes fases: Sue Gray, la alta funcionaria encargada de investigar todo el escándalo de las fiestas, emite en pocos días un duro informe, en el que señala el declive de la ética de trabajo de Downing Street. Los “viernes de vino”, la costumbre tan habitual entre el personal y los asesores del Gobierno británico de regar con alcohol el final de la semana de trabajo, se convirtió en una actitud intolerable durante la pandemia. Pero Gray, siempre según los cálculos del plan de escape, evita la sugerencia de posibles actos delictivos. Y evita cualquier juicio de valor sobre el propio Johnson. Comienzan a rodar cabezas. Posiblemente, Martin Reynolds, el secretario privado de Johnson que envió el correo electrónico a más de 100 personas para convocarlas a una de las fiestas; o Jack Doyle, director de Comunicación de Johnson. Y junto a la remodelación de todo el equipo de Downing Street, comienzan a airearse los aparentes logros del Gobierno para salir de la pandemia (el único destacable: sus aciertos en la campaña de vacunación). Se trata de un plan con demasiado voluntarismo, con demasiadas hipótesis, para rescatar a un primer ministro de cuya honestidad duda un 70% de los británicos, según la última encuesta de YouGov. Según ese mismo sondeo, un 63% quiere que Johnson dimita ya.

“Es un hombre muerto. En circunstancias políticas normales ya se habría marchado”, asegura, con el ímpetu políticamente incorrecto que siempre le ha caracterizado, Alastair Campbell, el astuto director de Comunicación del ex primer ministro Tony Blair. “Pero todo lo que ocurre no es normal, porque [Johnnson] ha normalizado la mentira y la corrupción, y ahora tiene a su Gabinete centrado, no en los retos a los que se enfrenta el país, sino en ayudarle a aferrarse al puesto”, denuncia.

La supervivencia del político británico más popular de las últimas décadas ya no depende, sin embargo, de él mismo. Está en manos de los diputados conservadores, abochornados con el espectáculo, que no dudarán ni un minuto en activar una moción de censura interna para derrocarlo si comprueban que puede arrastrarles en su caída. “Hasta un tercio del grupo parlamentario conservador es de nueva hornada. Muchos ocupan escaños de circunscripciones de tradición laborista, que nunca pensaron que podrían ganar. No se imaginaban como diputados, ni se han hecho a los usos y costumbres parlamentarias por culpa del coronavirus”, explica Paul Goodman, exparlamentario conservador y director de la página web ConservativeHome, clave para entender las interioridades del partido. “Se manejan más por sus particulares grupos de WhatsApp que por las órdenes de la dirección del grupo. Son muy difíciles de controlar”, señala Goodman.

La posición de Isabel II

Paradójicamente, los desmanes de Johnson y su equipo han podido ayudar a Isabel II, quien vive su propia crisis institucional por las graves acusaciones de abusos sexuales a una menor a las que se enfrenta su hijo, el príncipe Andrés. La información de que al menos 30 trabajadores de Downing Street, entre funcionarios y asesores, estuvieron bebiendo, bailando y festejando hasta pasada la madrugada, en las horas previas al funeral del esposo de la reina, Felipe de Edimburgo, ha producido en la misma medida un bochorno incontenible hacia el primer ministro y una nueva ola de afecto con la monarca, de 95 años. Los británicos han vuelto a recordar la imagen de la reina, el pasado 17 de abril, sola y pequeña en un banco de la capilla de Windsor, cumpliendo a rajatabla la distancia social que imponía la pandemia mientras velaba el cuerpo de Felipe de Edimburgo.

Pero la institución monárquica vislumbra serios nubarrones en su estabilidad. Desde 2019, después de la desastrosa entrevista del duque de York en la BBC en la que fue incapaz de mostrar arrepentimiento por su turbia relación con el millonario pedófilo estadounidense Jeffrey Epstein, el apoyo entre los más jóvenes (18-24 años) sufre un serio declive. Si en aquel año un 46% de los consultados prefería un monarca y solo un 26% a un jefe de Estado elegido democráticamente, hace seis meses el giro fue radical: solo un 31% aspiraba a que continuase la Monarquía. Un 41% manifestaba sentimientos republicanos.

La humillación sin contemplaciones de despojar a Andrés de títulos militares, patronatos reales o el título de Su Alteza Real, y condenarlo al ostracismo absoluto es más una decisión de futuro que de presente. Carlos de Inglaterra, el heredero directo, y su hijo Guillermo, segundo en línea de sucesión, han sido clave en un movimiento destinado a salvar la institución. Isabel II está ya en otras latitudes. Este año celebrará su Jubileo de Platino. 70 años de reinado. Todo apunta a que la reina deberá decir adiós a su decimocuarto primer ministro. Y encargar la formación de un nuevo Gobierno al decimoquinto.

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