El açai es el último grito entre los que presumen de comer sano. La baya que crece en lo alto de palmeras en aldeas como Punã en la Amazonia profunda triunfa en medio mundo. Contiene antioxidantes, nutre y da energía. Convertido en un denso líquido de color púrpura, los aldeanos de Punã (Brasil) lo toman a diario y de mil maneras. Con pescados como el pirarucú, con pollo. Mezclado con fariña de mandioca crocante. De postre, con o sin azúcar. Algunos con sal. “Lo cogíamos para comer en el día porque se estropea rápido”, cuenta Ariel de Souza, 23 años. Un edificio centenario de la fiebre del caucho recién rehabilitado preside el pueblito a orillas del río Amazonas.
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Es uno de los lugares más remotos del planeta. Lugar peculiar, con cultivos familiares en medio de la exuberante vegetación, jornadas de sol a sol, hogares con dieta monótona, escasas posesiones y televisiones grandes, donde al atardecer las niñas también juegan al fútbol y los adolescentes tienen Instagram.
El açai era un alimento de subsistencia hasta que llegó lo que De Souza llama “la revolución”: la electricidad, el frigorífico. Aquello le dio otra vida al alimento y a estas aldeas ribereñas que fueron creadas por los brasileños de otras regiones que vinieron a trabajar en el caucho a finales de XIX. “Siempre fue puro sustento, pero hace unos años el açai se convirtió en un negocio”, cuenta su vecino Rocima Fração, de 46 años.
Cuando dice negocio no está pensando en los puestos de açai que brotan por medio mundo. Se refiere a algo bastante modesto, pero que ha traído una prosperidad desconocida a los agricultores de este conjunto de casitas de madera a donde llegaron la escuela secundaria y el wifi.
Ahora producen açai para venderlo en otras aldeas a orillas del río Amazonas o incluso en la ciudad. Tefé —la más cercana— queda a una hora en lancha ahora que la mayor crecida en 120 años permite tomar atajos; llegar a Manaos son dos noches y un día de navegación aguas abajo. Los ríos son el equivalente a las carreteras en un paisaje embriagador que convierte el traslado de productos o personas en un infierno. Las puestas de sol cortan la respiración, si bien esta bellísima inmensidad camufla importantes rutas del narcotráfico. Aunque al ojo acostumbrado a la ciudad le pueda parecer que poco ha cambiado por aquí en los últimos siglos, los lugareños mencionan especies de animales que ya no ven, playas fluviales cada vez más amplias en temporada seca y grandes crecidas en la de lluvias.
La salud del planeta depende en buena medida de las 150 familias de Punã (una aldea inmensa comparada con sus vecinas), otras comunidades ribereñas y los indígenas que viven en Amazonia porque juegan un papel esencial en la preservación de la mayor selva tropical del mundo.
Fraçao recuerda los tiempos en que el kilo de açai se pagaba a seis centavos. “¿Te acuerdas?”, le dice a otro vecino que apunta: “Cuando empecé eran 12 centavos”. Suena como si hablaran de sus antepasados, de una vida que no conocieran. Ahora se vende a cinco reales el kilo (0,80 euros). Pero todo está regulado para que el negocio sea ecológicamente sostenible. Los vecinos se han aliado con la Fundação Amazônia Sustentável (FAS) para sortear a los intermediarios que reducen los beneficios de los productores de açai, pirarucú o fariña de mandioca (tan imprescindible en la dieta como el pan en España o las tortillas en México). FAS, que invitó a este diario a Punã, tiene proyectos diversos en más de 500 aldeas. Entre ellos, impulsar negocios sostenibles que contribuyan a mantener la selva en pie y mejoren la vida de quienes la cuidan.
Otro de los negocios locales, un pescado llamado pirarucú, protagoniza una de las mejores historias de éxito de la Amazonia. Estaba a punto de extinguirse cuando la llegada de las lanchas a motor disparó la pesca. Una alianza entre ciencia y tradición logró darle la vuelta hasta el punto de convertirlo en una delicatessen que está en las cartas de algunos sofisticados restaurantes de Río de Janeiro o São Paulo y en el extranjero. Y su suave piel, convertida en bonitos bolsos en tiendas chic que presumen de apoyar la sostenibilidad.
Un investigador de la reserva natural de Mamirauá, que se atisba en el horizonte, en la orilla de enfrente, descubrió que los locales tenían un eficaz método ancestral para contar estos peces gigantes de escamas rojizas que, cosa rara, salen a respirar cada 20 minutos. Ese instante les basta a los pescadores tradicionales para contarlos y saber si son crías o adultos, explica Pedro Nassar, del Instituto Mamirauá. El conteo tradicional, de altísima precisión, sirve de base para unas cuotas que han logrado la supervivencia de una especie al borde de la extinción.
“El pirarucú es 100% orgánico, se alimenta de frutos silvestres”, recalca Raimon Rodrigues, un hombretón de 28 años que preside la asociación de vecinos de la reserva de Mamirauá. “El margen de error en el recuento es entre 2% y 5% y podemos pescar el 30% de los adultos para dejar stock”, cuenta. Su padre era pescador; él estudió en la ciudad, pero regresó a la aldea. Y ahora defiende los intereses de los suyos, incluidos unos 1.100 pescadores de pirarucú, que pueden pescar todo el año para sus familias, pero solo durante tres meses para el comercio. Planean comprar un barco con congelador.
Estos productos son una vía para generar renta por vías lícitas en una región remota donde el Estado está poco presente y los negocios ilegales son lucrativos. Cada familia saca casi 2.000 reales (320 euros, 390 dólares) por cosecha de açai, casi 3.000 reales con la fariña y 3.700 reales con el pirarucú. Pero el camino desde este rincón amazónico hasta el cliente es tortuoso y está plagado de voraces intermediarios. “Queremos que os hagáis ricos aquí, que prosperéis, es como si estuvierais sentados sobre una gran mina de oro”, les dice Virgilio Viana, de 60 años, el superintendente de la FAS a varias decenas de vecinos de Punã que son los alumnos del primer curso de técnico en gestión sostenible que la organización impulsa con el Gobierno estatal de Amazonas. Aunque los aldeanos están vacunados, todos llevan mascarilla como mandan estos tiempos de pandemia.
La idea es que alumbren proyectos que les permitan prosperar en la tierra de sus antepasados, frenar el éxodo a la ciudad que tanto atrae. Cuentan aquí los adolescentes que bañarse en un arroyo es el gran plan del fin de semana. Entre los alumnos, muchos chavales recién salidos de la escuela pero también adultos valientes como Luciane do Nascimento. Con 34 años, ocho hijos y dos nietos, está entusiasmada con retomar los estudios. Dice que “cultivar sin deforestar es más trabajoso, pero se puede hacer”. La tala ilegal y los delitos ambientales vienen de antaño, pero se han disparado desde que el presidente Jair Bolsonaro llegó al poder. Para él, el medio ambiente es un impedimento para sacar provecho a las riquezas naturales y sacar a Amazonia de la pobreza.
Francisca Miguel, simpática, con carisma y siempre con las gafas torcidas, tiene 63 años. Creció en los tiempos en que los barcos que atracaban en la aldea eran de vapor. Recuerda bien cuando alguien le habló por primera vez de sostenibilidad. Fue cuando hace unos años llegó al pueblo una pequeña paga a los aldeanos a cambio de no deforestar. “Desde entonces no lo hago”, dice solemne. Ese dinero ayuda a pagar las cuentas, pero su gran logro fue concienciar a los lugareños. Poco a poco cala la idea de que “la selva es más valiosa en pie que destruida”. Un eslogan que Viana alumbró antes de crear la FAS, cuando era secretario de Medio Ambiente y Desarrollo Sostenible de Amazonas. Una frase que los ecologistas, la cooperación internacional y hasta algunos productores de soja han adoptado.
Cuando doña Francisca era pequeña, el caucho ya era historia, pero el patrón todavía se enriquecía a costa de mantener a los aldeanos semiesclavizados. No a ella, que fue criada como sirvienta por la familia del señor Gama, que tenía el monopolio de la compraventa de todo lo que salía y entraba en Punã. Expulsaba de la aldea a quien comerciara a sus espaldas. Después de décadas de dejarse la espalda recolectando mandioca y las manos amasándola en fariña para educar a ocho hijos, doña Francisca aún batalla contra esos intermediarios que compran su producción barata y la venden cara a la clientela.
Ella y sus vecinos están embarcados en mil proyectos para que sus negocios sostenibles les den más dinero. Aunque su marido insiste en que se jubile, no tiene ninguna intención de hacerlo. “Si no hago la fariña, enfermo”, dice mientras agita el cedazo. Dedica todas sus energías a adaptarse a las normas de producción que exige el sello de denominación de origen que le daría “más valor añadido” a la producción que la aldea empaqueta y vende con su propia marca.
Viana apuesta por ofrecer nuevos horizontes a los brasileños de Amazonia. “A menudo la visión externa, desde el sur de Brasil o desde el extranjero, es que la deforestación es una cuestión de policías, cuando lo que yo creo que es necesitamos cuidar de las personas que cuidan la selva tropical. Ese es otro eslogan que inventé. No sirve invertir en bioeconomía si no tienen agua potable o hay prostitución infantil”.
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