Los higos de Félix


Voy al tianguis de Xixitl, en San Pedro de Cholula, muy cerca de Puebla, a encontrarme con Félix y sus higos. Llevo pidiendo que me los rastreen desde que los probé a principio de enero en el taller de Pan de Fuego, la panadería de Liz Espejo, pura referencia en San Miguel de Cholula. Habían sobrado unos cuantos de la preparación de las roscas de reyes y la liquidé durante la visita. Me engancharon nada más probarlos. Eran higos oscuros, rodeados de un jugo denso y profundo, nacido de una cocción larga en piloncillo, que es como dicen aquí a la panela. Tenían algo más. Parecían rodeados por una capa azucarada que ofrecía resistencia al bocado; la justa para que el higo acabara reventando en la boca. Me trajo recuerdos de la castaña cocida, cuando empieza a cristalizar los baños de almíbar que la llevarán a ser marrón glaçé. Entre pan y pan, Liz me habló de la productora. Se las vendía en uno de esos mercadillos locales que se montan uno o dos días por semana y llaman tianguis, y apunté la referencia.

Doy con Félix y sus higos diez meses después del primer encuentro, en el puesto que ocupa frente al portón de entrada al tianguis. Es una parada grande y los higos solo llenan medio cubo, compartido con unos cuantos trozos de chilacayote que amenazan con deshacerse al sacarlos. Son los últimos cortes y muestran la carne suave, cremosa y potente de una variedad de calabaza de buen tamaño, oblonga y con la piel manchada con tres o cuatro tonos de verde. Sigo dando vueltas por el puesto, alargando el reencuentro con los higos, y paro junto al barreño de la calabaza nixtamalizada, que Félix deja una noche entera en cal viva. Hay menos piloncillo, la cocción fue más corta, el sabor es más franco y la textura más firme que la del chilacayote. Más allá están los chapulines que ha trabajado en casa. Los escoge frescos, mirando que no haya basuras y otros insectos mezclados, y los fríe con ajo y chile. Están realmente buenos. Tratamientos parecidos se aplican a los frutos secos que pueblan el lado contrario del puesto. También vende ciruela de monte. La descubro alargada, entre roja y amarilla, con el hueso grande, la pulpa menguada, textura arenosa cercana a la de la lúcuma, y un sabor ácido y profundo.

El higo es serio, seductor y tan llamativo como lo recordaba. Ha desaparecido el brillo que siempre provoca la sorpresa, pero sigue imponiéndose la certeza: nunca he probado un fruto así y me gustaría seguir teniéndolo cerca. Lleno una bolsa mientras intento sonsacar a Félix. Le dice dulce de higo y me va contando cómo los hace sin darle importancia, aunque se acaba quedando en el nixtamalizado, la cocción en cal que decide la textura. Aprendió a prepararlos en la escuela hace unos diez años, ya de mayor, y doy por hecho que fue en un espacio de capacitación. Hasta entonces vendía hojas de tamal, como antes hizo su madre. Las cultivaban en San Lucas de Tlaxcala y las llevaban a Puebla, pero empezaron a entrar hojas de otros lados, las ventas se resistieron, la vida se le puso difícil y tuvo que reinventarse. Mientras hablamos me hace de guía por los secretos de su despensa, y por algunas cosas más. Le pregunto por sus hijos y me dice que son tres, que se fueron hace muchos años y ya nunca volvió a verlos. Cocinan del otro lado del muro, en Nueva York. “Ya tienen que volver”, reclama. No sé si le pesa más la distancia o la soledad.

Salgo de Xixitl para encontrar más higos, esta vez en forma de jardín. La sorpresa está tanto en el espacio como en el contenido: 70 higueras diferentes, llegadas de otros tantos lugares del mundo, rodeando un laberinto de piedra que representa el origen de la vida. Una locura genial de la ceramista Angélica Moreno en un paraje increíble. De un lado, la cumbre del Popocatépetl escupiendo humo, del otro el Tlachihualtépetl, la base piramidal más grande del mundo. En medio, magia, leyendas y unas cuantas fantasías. Lo conocen como “el jardín de la flor inexistente”.


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