Los hombres de Putin: así tomaron el Kremlin los herederos del KGB


1. El nuevo hombre fuerte

A última hora de la tarde del 4 de septiembre de 1999, un coche bomba destrozó un bloque de pisos de la ciudad daguestaní de Buinaksk y acabó con la vida de 64 personas, la mayoría familiares de militares rusos. La explosión se veía como una respuesta a la escalada en la lucha armada con los rebeldes chechenos, que habían lanzado una nueva incursión en Daguestán ese mismo fin de semana, apoderándose de varias localidades apenas un día después de que Putin, el recién nombrado primer ministro, hubiera declarado la victoria de las fuerzas federales en Daguestán. Aquello parecía otro giro trágico de los acontecimientos en la serie de escaramuzas esporádicas en las que Rusia se había visto obligada a participar desde que Yeltsin había iniciado una guerra con los separatistas chechenos en 1994. Cuando, solo cuatro días después, otro atentado con bomba destruyó la sección central de otro bloque de pisos en un soñoliento suburbio de clase obrera del sureste de Moscú, causando la muerte a 94 personas mientras dormían en sus camas, la lucha militar de Rusia en el Cáucaso pareció alcanzar nuevas y mortíferas cotas. En un principio, los investigadores dijeron que la deflagración podía deberse a una explosión de gas natural. Algunas de las familias que vivían en el edificio tenían algo que ver con la república separatista de Chechenia. ¿Cómo podía tener algo que ver aquella explosión con la lejana lucha militar? Pero uno tras otro, sin aportar ninguna prueba, varios funcionarios empezaron a denunciar la deflagración como un atentado con bomba perpetrado por terroristas chechenos. Los agentes de los servicios de emergencias apenas habían terminado de sacar los últimos cuerpos calcinados de entre los escombros de lo que había sido el número 19 de la calle Gurianova cuando, cuatro noches después, otra explosión desintegró por completo un edificio residencial de nueve plantas de la Kashirskoye Shosse, al sur de Moscú. Murieron 119 personas. Al parecer, los únicos rastros de vida humana encontrados fueron unos juguetes flotando en charcos de barro.

El pánico se extendió por Moscú. Desde que, hacía aproximadamente un decenio, se había iniciado la guerra intermitente contra los separatistas rebeldes del sur, no había precedentes de que estos hubieran actuado en el corazón de la capital. Mientras crecía el miedo y la sensación de emergencia nacional, los escándalos financieros que rodeaban a la familia Yeltsin se alejaban de las portadas de los periódicos, y Vladímir Putin pasaba a un primer plano. Ese fue el momento decisivo en el que Putin tomó las riendas de Yeltsin. De pronto, él era el comandante en jefe del país y dirigía una campaña estridente de ataques aéreos contra Chechenia para vengar los atentados.

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Lo que ocurrió ese otoño, con una cifra total de fallecidos que superaba los 300, al tiempo que el Kremlin desplegaba una calculada campaña de imagen, se ha convertido en el enigma más mortífero y central del ascenso al poder de Putin. ¿Es posible que los hombres de la seguridad de Putin hubieran atacado con bombas a su propio pueblo en el cínico intento de generar una crisis que asegurase su llegada a la presidencia? Se trata de una pregunta que se ha planteado a menudo, pero las respuestas han sido escasas. Todas las personas que se implicaron seriamente en la investigación del caso han muerto o fueron detenidas inesperadamente. Pero lo cierto es que sin las explosiones y la campaña militar concertada que siguió resulta imposible imaginar que Putin hubiera congregado los apoyos para desafiar seriamente a Primakov y Luzhkov. La familia Yeltsin habría seguido atrapada en las investigaciones de Mabetex (la constructora suiza involucrada en el escándalo de corrupción que acabó con Yeltsin) y el Banco de Nueva York, y Putin, por asociación, en tanto que sucesor escogido por Yeltsin, se habría hundido con ellos. Ahora, en cambio, oportunamente, aparecía como alguien seguro de sí mismo y preparado. Era el héroe de acción que había lanzado ataques aéreos contra la capital chechena, Grozni. (…) Los índices de aprobación de Putin pasaban del 31% en agosto al 75% a finales de noviembre. Si había un plan, la Operación Sucesor, como más tarde llegó a conocerse, funcionaba: se había formado una gran mayoría pro-Putin. (…)

2. Los hombres de Putin

Mientras Vladímir Putin avanzaba, solo, por los salones abovedados del Gran Palacio del Kremlin, parecía empequeñecido por lo majestuoso de la ceremonia de toma de posesión presidencial. (…). Era 7 de mayo de 2000, y el kandidat-rezident había llegado al Kremlin. El exagente del KGB que apenas ocho meses antes era uno más de los muchos burócratas sin rostro, estaba a punto de asumir la presidencia de Rusia. El oro que recubría paredes y lámparas era testigo del plan de los hombres del KGB para recuperar el esplendor de la Rusia imperial (…). Nunca hasta entonces se había visto tanto esplendor en una ceremonia de toma de posesión: era la primera vez que los recién restaurados salones del palacio se abrían para una ceremonia de Estado; y nunca, en la historia del país, se había producido un traspaso pacífico de poderes de un presidente a otro. (…)

Ocultos e inadvertidos entre la masa de funcionarios que atestaban el dorado Salón Andréyevski estaban los hombres del KGB que Putin se había traído desde San Petersburgo. En aquellos días, casi nunca se los veía y muy pocas veces se los oía. Pero ellos eran los silovikí que, primero en unión con los altos mandos de Yeltsin, y después por su cuenta, iban a alardear de su fuerza y a hacer notar inequívocamente su presencia. Transcurridos pocos días de la toma de posesión, enviarían un mensaje muy claro de que la década de libertad de la que tan orgulloso se sentía Yeltsin tocaba a su fin.

Entre ellos se encontraban empresarios vinculados al KGB como Yuri Kovalchuk, físico que se había convertido en el mayor accionista del Banco Rossiya, la entidad financiera de San Petersburgo creada por el Partido Comunista en el ocaso de la Unión Soviética. También estaba Gennadi Timchenko, que supuestamente había sido un agente del KGB que había trabajado estrechamente con Putin para controlar las exportaciones de crudo de la ciudad. Aquellos hombres se habían curtido en las despiadadas luchas por el dinero de la economía de San Petersburgo, y ahora se sentían sedientos de las riquezas que Moscú podía ofrecerles. También oculta entre la multitud sin rostro estaba la red de aliados poco conocidos con la que Putin primero había trabajado en el KGB de Leningrado y a los que había llevado consigo como sus delegados tras su nombramiento como director del FSB en julio de 1998. Eran pocos los que les habían prestado atención.

Sechin, de pronto, anotó algo en un pedazo de papel. Me dijo: ‘Y traiga…’, mostrando lo anotado: 10.000 dólares.

Andréi Korchagin, empresario ruso.

Entre ellos se encontraba Nikolái Pátrushev, un retorcido y experimentado agente (…). Pátrushev había sustituido a Putin como director del FSB en el momento en que este fue nombrado primer ministro, y se mantendría en ese puesto durante la totalidad de los dos primeros mandatos presidenciales de Putin. Había ocupado cargos de máxima responsabilidad en el FSB de Moscú desde 1994, mucho antes de que Putin iniciara su ascenso. Un año mayor que este, había trabajado con él en la división de contraespionaje del KGB de Leningrado a finales de la década de 1970. Cuando Putin fue nombrado vicealcalde por Sobchak (exalcalde de la ciudad rusa), Pátrushev dirigía la división de contrabando de la recién creada FSB, justo en el momento en que el grupo de exagentes de Putin en el KGB empezaba a apoderarse del principal canal de contrabando de productos de la ciudad: la Flota del Mar Báltico y el estratégico puerto marítimo. Pátrushev fue trasladado pronto a Moscú, donde ascendió rápidamente a lo más alto del FSB. Bebedor, procedente del KGB, combinaba una ética fuertemente capitalista de acumulación de riqueza con una visión ambiciosa para la restauración del imperio ruso. (…)

Pero tal vez la persona más cercana al nuevo presidente era Ígor Sechin. Ocho años más joven que él, lo había seguido como su sombra desde su nombramiento como vicealcalde. Le había hecho de secretario, apostado como un centinela tras un atril en la antesala que daba al despacho de Putin en la sede de Smolny, ejerciendo de implacable portero ante todos. Controlaba el acceso a Putin y a todos los documentos que este leía. Todo el que necesitara la firma de Putin para iniciar un negocio debía tratar antes con Sechin. Cuando un empresario de San Petersburgo requirió la firma de Putin para establecer una empresa mixta con una compañía comercializadora holandesa de productos derivados del carbón y del petróleo, sus amigos le organizaron un encuentro con Putin. Después de tratar el asunto, este le comunicó al empresario que fuera a ver a Sechin, con estas palabras: “Él le dirá qué documentos debe traer y yo los firmaré”. “Salí del despacho y fui a ver a Sechin sin pensar en quién era”, recordaba Andréi Korchagin, el empresario. “A mí me extrañó que se tratara de un hombre, y no de una chica, aquellos puestos normalmente los ocupaban mujeres. En aquella época despreciábamos a los funcionarios. Empezamos a hablar de los documentos que iba a necesitar, y entonces Sechin, de pronto, anotó algo en un pedazo de papel. Me dijo: ‘Y traiga…’, mostrándome lo que había anotado: 10.000 dólares. Yo me puse furioso y le contesté: ‘Pero ¿qué es esto? ¿Se ha vuelto loco?’. Pero él me dijo: ‘Así es como hacemos los negocios aquí’. Yo le indiqué adónde podía irse, pero no hubo manera: nunca llegamos a registrar el negocio. En aquella época, las cosas eran muy distintas. Yo no tenía ni idea de quién era Sechin. Así era como recolectaban sobornos menores”.

3. El fin de Jodorkovski (y de todos los demás)

Para Putin, la venta de una participación mayoritaria en Yukos Sibneft a ExxonMobil era algo absolutamente impensable. No podía aprobar de ninguna manera la venta del control de las reservas estratégicas rusas a Estados Unidos. Aquello era algo que iba en contra de todo lo que los hombres del KGB defendían en su apuesta por recuperar el poderío imperial ruso. (…) Jodorkovski, desafiante, se encontraba recorriendo Siberia en un viaje de negocios cuando ocurrió. Los fiscales lo habían citado a declarar el día anterior, pero él estaba lejos de Moscú. Poco antes del amanecer, la mañana del sábado 25 de octubre de 2003, su jet privado había aterrizado en una pista de Novosibirsk cuando un comando armado del FSB subió a bordo por la fuerza. Jodorkovski estaba en su lujoso compartimento cuando irrumpieron al grito de “¡FSB! ¡Dejen las armas en el suelo! ¡No se muevan o dispararemos!”. Lo detuvieron acusado de fraude a gran escala y evasión fiscal, y esa misma noche ya durmió en la célebre cárcel moscovita de Matrosskaya Tishina. Ese fue el momento a partir del cual el rumbo político y económico de Rusia se alejó irrevocablemente de una integración internacional liderada por Occidente y emprendió un camino propio que se encaminaba a la colisión con ese Occidente. Fue el punto de no retorno para el grupo de hombres de la seguridad, partidario del estatalismo, que había presionado y maquinado, y que había acabado por convencer a Putin de que no había ninguna otra manera de garantizar el resurgimiento del Estado ruso… y su propio peso en las finanzas. Pero se trataba de un territorio sin cartografiar tanto para ellos como para el país. (…) Era el hombre más rico del país, el defensor más destacado de la economía de mercado, la persona que había estado a punto de conseguir el trato del siglo: la venta de su empresa por 25.000 millones de dólares, apenas siete años después de haberla adquirido por 300 millones. Si podían abatirlo a él, acabarían con cualquiera de ellos.

4. El Kremlin lo controla todo

El poder judicial no era un poder judicial, sino un brazo del Kremlin. Y lo mismo podía decirse del Parlamento, de las elecciones y de la oligarquía. Los hombres del KGB lo controlaban todo. Era un sistema fantasma de derechos fantasma, tanto para los individuos como para las empresas. Todo aquel que contrariara al Kremlin podía ser encarcelado en cualquier momento con acusaciones amañadas o falseadas. Los derechos de propiedad dependían del vasallaje al Kremlin. En un sistema en el que el robo era omnipresente, en el que la propiedad se dividía constantemente con un mero gesto o un soborno a la persona adecuada del Kremlin o las fuerzas del orden, los hombres de Putin contaban con información comprometedora de todo el mundo. El país había regresado a la época de los informantes. Todo el mundo grababa a los demás. Se sabía que todo estaba pinchado. En diciembre de 2017, el ministro de Desarrollo Económico, Alexéi Uliukaev, pillado en cámara recibiendo un soborno de dos millones de dólares de Sechin en una operación-trampa para apartarlo como rival político orquestada por el propio Sechin, fue condenado a ocho años de cárcel. (…) “Hoy en día, pueden hacer desaparecer a cualquiera”, comentó otro magnate. “A oligarcas, a ministros. Los hermanos Magomedov eran superoligarcas y ahora nadie sabe dónde están”.

Todo el mundo era rehén del sistema, incluidas personalidades influyentes de la era Yeltsin que habían propiciado la llegada al poder de los hombres de la seguridad de Putin. (…) Entre todos, Putin y sus hombres de la seguridad eran los más atrapados en el sistema. Después de todo lo que habían hecho para afianzarse en el poder, no podían confiar en nadie, ni siquiera en los miembros de su propio círculo, mientras que Putin, eliminando con firmeza a todos los políticos rivales y concentrando el poder en sus propias manos, se había encerrado hasta tal punto que prácticamente ya no tenía salida.

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