He leído con placer Ya sentarás cabeza, de Ignacio Peyró. Meses antes había degustado otra de sus obras, Comimos y bebimos, y ahí empecé a descubrir extrañas afinidades con alguien cuyas ideas quedan bastante alejadas de las mías. No conozco de nada a Peyró, aunque sí conozco, aprecio y respeto a Valentí Puig, a quien más o menos señala como mentor.
Ignacio Peyró trabajó durante años en medios de la derecha más feroz y en Ya sentarás cabeza los retrata con ironía y un punto de ternura. Escribe sobre ciertos tipos esencialmente fascistas, deshonestos y atrabiliarios (he tratado a algunos de ellos y son auténticos facinerosos) sin ocultar su cariño hacia ellos. En esos pasajes me entretenía con el ejercicio mental de la antítesis: yo siento un incómodo aprecio por ciertos tipos estalinistas, deshonestos, atrabiliarios y facinerosos.
Supongo que podría pasármelo muy bien y aprender más de una cosa tomando una o veinte copas con Peyró. Supongo también que, si ambos acudiéramos a la cita acompañados de unos cuantos amigos, la velada terminaría en reyerta. Así son las cosas. Incluso quien hace esfuerzos por librarse del sectarismo sabe quiénes son los suyos y en quiénes malgasta su tolerancia. Todo se resume en aquella pregunta sobre la que Margaret Thatcher construyó su carrera política: “¿Es uno de los nuestros?”
No nos alineamos con “los nuestros” por razones intelectuales. Ni siquiera ideológicas. La afinidad suele florecer en los pantanos más oscuros de nuestro pasado y nuestro carácter. “Los nuestros” constituyen, con frecuencia, nuestra caricatura más desfavorable. Los independentistas razonables (los hay, muchos) son inevitablemente comprensivos con los fascistas de su bando; a la derecha liberal e inteligente (donde sitúo a Peyró) siempre se le escapa algún mimo hacia la ultraderecha más hedionda y cerril; la izquierda que trata de aferrarse a la razón y escapar de la cursilería sabe que el bueno era Kérenski, pero babea ante cualquier Lenin que pase por ahí.
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El problema es que “los nuestros” nos hacen peores. Porque no nos gustan sus formas, pero sentimos una conexión emocional con su fondo. Lo cual constituye una estupidez. En general, y muy concretamente en la política, lo más importante son las formas. El fondo resulta deprimente: la derecha quiere preservar una oligarquía y unos privilegios determinados, y la izquierda lucha por crear otra oligarquía y otros privilegios igualmente determinados. Son las formas (el respeto, el juego limpio, la igualdad ante la ley, la libertad de expresión, esas cosas) las que hacen habitable una sociedad.
Creo que permanezco aproximadamente donde he estado siempre, en una izquierda un poco anticuada, y aborrezco lo que siempre he aborrecido. Vox, por ejemplo. Cabe imaginar que, por la ley de probabilidades, en ese partido haya gente decente. Esa gente sabrá hasta dónde está dispuesta a tragar las mentiras, señalamientos y amenazas de los suyos. Por mi parte, confieso andar un poco harto de los míos.
Puede que sea política y socialmente útil el mecanismo de “los nuestros” y “los otros”. Pero cada día me convencen menos los colectivos, tan propensos a transformarse en jaurías o en grupos cohesionados por la estupidez y la fe ciega. Lo que más me gustó de Peyró es que parece pensar por cuenta propia. Si no es así, disimula muy bien.
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