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Los nuevos campeones dejan su marca en el Mont Ventoux


Los chavales corren como si no hubiera mañana. La frase se repite todos los días. La repiten todas las voces que hablan del Tour de Francia, de la primera semana enloquecida, de ciclismo total, por los hechos diarios de Mathieu van der Poel, el nieto que se fue hacia Tokio; de Wout van Aert, sombra de la sombra del holandés; de Tadej Pogacar, que no calcula y ataca. La frase, quizás, debería ser otra, corren como si no hubiera ayer, que no conocen: la historia no les impone.

La historia la inventan ellos como inventan el ciclismo. Por eso pedalean duro, por esa fe ciega en su valor único, inimitable, en el Ventoux, el monstruo, al que cumpliendo su obligación de aspirantes a héroes, atacan solos, con las manos desnudas, sobre una bicicleta. Hasta que chocan con el tiempo y con el calor que no alivia el viento ligero, cálido, del sur.

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Por mucho que se escriba de ellas, todas las veces que se habla del Ventoux, tan extraño siempre, tan ajeno al paisaje que dominan desde sus casi 2.000m, las piedras no se desgastan, siguen impresionantes, afiladas, amenazantes, promesa de sed y dolor, y reflejan las nubes oscuras, no deslumbran pasado el col de las Tormentas, llegando al monte Sereno, cuando acelera Jonas Vingegaard, escalador danés de gran motor y mayor futuro (24 años). Marcha cuarto en la general, a 5m 30s de Pogacar, quien podría darse el lujo de dejarle ir, de hacer que le persigan sus rivales por el podio. Pero es el Ventoux, es el monstruo. Pogacar, el monstruo humano más temido del ciclismo, no puede mirar para otro lado. Tiene que aceptar el desafío de la montaña. 20 grados que parecen más. Viento y polvareda. El amarillo del esloveno brilla cuando se pega a la rueda del danés de blanco maillot y palidísima cara, tan rubio. Se van los dos solos.

No puede alcanzarles Richard Carapaz, cuyo Ineos ha llevado al pelotón a gran tren toda la etapa, los 170 kilómetros hasta ahí, al tren de campeones como Geraint Thomas, como Richie Porte, como Kwiatkowski, el último en la cadena, que levanta el pie y mira a su espalda el destrozo: rivales hechos papilla. Enric Mas buscando oxígeno (el mallorquín pierde 1m 24s con respecto a los mejores y baja al octavo puesto en la general, a 1m 39s de Vingegaard, el tercero, la línea del podio), Ben O’Connor, Guillaume Martin…

La escabechina es enorme. Uno de los Ineos, Luke Rowe, llega fuera de control; otros siete ciclistas abandonan, víctimas de caídas (Tony Martin) y de agotamiento absoluto.

También, así lo cuenta luego, Pogacar maldice por dentro a los Ineos, que no le han dejado un minuto de respiro, y al calor, que le obliga a abrirse el maillot hasta el ombligo cuando van por el llano provenzal sin aliento, y así una primera ascensión a la luna, donde el viento roba el oxígeno, y así la segunda. No duda y corre tras Vingegaard, tan fresco el danés, y 400 metros más adelante lo lamenta. Se queda seco. Pogacar no puede seguirle. El Tour está vivo, gritan los comentaristas de la tele, el líder se queda. Infravaloran al esloveno, su desarmante calma en mitad de las crisis. “Si me hubiera asustado me habría quedado ahí”, explica luego. “Pero respiré, pensé. Queda poca subida. Después queda un descenso de 17 kilómetros hasta la meta que me favorece. Encontré un ritmo soportable y esperé a Carapaz y Urán. Nos entendimos en los relevos y se acabó el problema”. Por la cima, Pogacar pasa a 38s del danés que ha asumido el liderazgo del Jumbo después de que Roglic comprobara que la voluntad del héroe no puede nada contra el destino. Le alcanza llegando a Malaucène, la meta, y le sprinta. Después le da u n golpecito en la espalda y le felicita: qué buena etapa has hecho, le dice. Y se va al podio, al que asciende después de que toda la afición se hubiera quedado seca de aplausos, tanto aman todos a Wout van Aert, que corre como si no hubiera ayer ni mañana, ni siquiera el tiempo existiera.

Y sabe que no, el mañana es él; el ayer lo llevaba a su lado en la fuga iniciada en la llanura, cuando en los campos de lavanda olorosa y morada se agazapan fotógrafos buscando la foto más original, más única, más repetida del paso del pelotón por los paisajes ocre del Rousillon, senderos de óxido de hierro, muy rojo, y el burdeos y negro del maillot del Ineos devastador que persigue y no deja que el hueco aumente. El ayer es Julien Bernard, hijo de Jeff Bernard, quien no temía al Ventoux y lo derrotó en su gran cronoescalada del 87; el ayer es Froome, cojo y tenaz, que en el Ventoux ha corrido a pie y ha demolido a todos, al gran Nairo del 2015 que llega, con sus lunares rojos, a más de media hora, como el inglés. Y hay más ayeres en el monte calvo, Tom Simpson, Eddy Merckx (el único belga que lo había conquistado antes de Van Aert) y Julio Jiménez, al que ganó en el 65 el abuelo de Van der Poel porque un aficionado para refrescarle le arrojó agua y también el cubo que la contenía, que le dio en el pecho al abulense cuando iba a atacar.

No le importan lo más mínimo a Van Aert, que llama “icónico” al monte, la palabra de ahora. Solo se importa él, la operación de apendicitis que sufrió en mayo, los turistas belgas tan abundantes en la Provenza, su pelea con Van der Poel desde que era niño y los dos lo ganaban todo al ciclocross, las clásicas en las que siempre se buscan, se marcan, se devoran, Flandes, Strade Bianche, Amstel, Milán-San remo, el invierno, la primavera y el verano. El ciclismo total. Al día siguiente de quedar segundo en el tercer sprint de Cavendish, Van Aert, maillot tricolor de campeón belga, asciende hacia las piedras blancas solo, como los héroes de manos desnudas. Derrota al monstruo y se lanza en feliz descenso hasta la meta. Es su cuarta victoria en el Tour. Las otras tres las consiguió al sprint los últimos dos años. También domina las contrarreloj. “Voy mejor cada día”, dice el belga, de 26 años. “¿Ganar algún año el Tour? Mi equipo [el Jumbo de Roglic] tendrá que tener paciencia conmigo. Tendré que perder peso, y los más jóvenes siguen viniendo muy rápido”.

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