La votación para elegir al presidente de la República de Italia ha mostrado en su sexta votación lo mejor y lo peor de la política italiana. El viernes 28 de enero hubo traiciones en el seno de los partidos y una enorme irresponsabilidad institucional, que lastimó la imagen de grandes cargos como la presidenta del Senado, Elisabetta Casellati, arrojada egoístamente por Salvini a la hoguera de una votación para la que no tenía apoyos. Pero también, como sucede casi siempre, se logró mantener abierta la puerta de una negociación in extremis, que permita salvar los muebles en un momento profundamente delicado para Italia. Aunque sea volviendo a la casilla de salida de este proceso y destapando una carta: pedir a Sergio Mattarella que repita en el cargo, optar por el primer ministro, Mario Draghi, o elegir a la jefa de los servicios secretos, Elisabetta Belloni.
La repetición del actual jefe de Estado al frente del cargo, apoyada ayer por una votación masiva (336 votos) en la que la derecha se abstuvo, sería una tabla de salvación para todos. Es la única carta que permite poner el contador a cero. Nadie saldría demasiado trasquilado y se aplazaría así la decisión hasta dentro de, al menos, dos años. Sería ya cuando haya un nuevo Ejecutivo, tras unas elecciones legislativas, fijadas para 2023. Y el propio Draghi, con algunos rasguños, podría volver a tener posibilidades de ocupar esa plaza. El entorno de Mattarella ha hecho saber estos días que no tiene ninguna intención de repetir y que no ha tenido ningún contacto con los partidos. Pero también ha admitido en otras ocasiones que si la situación en Italia fuera crítica, no tendría más remedio que aceptar. Al menos, tal y como hizo su predecesor, Giorgio Napolitano, hasta que se celebrasen las próximas elecciones legislativas y el Parlamento estuviera en condiciones de crear una mayoría más nítida.
La otra opción, con una producción mucho más complicada, es la de Draghi. El actual primer ministro no ha ocultado su interés estos días por convertirse en el nuevo jefe del estado. Ayer se reunió con Matteo Salvini, líder de la Liga, y conversó con los otros líderes. Su elección, sin embargo, implica tener un plan listo para sustituirle y conformar un nuevo Ejecutivo que preservase la unidad del último año para avanzar en las reformas que necesita Italia y afrontar los proyectos para los que el país recibirá más de 200.000 millones de euros de la UE. El problema es que el propio Draghi estaría implicado en ese proceso de remodelación ministerial, retorciendo algunas páginas de la Constitución y convirtiendo por unas horas a Italia en una república presidencialista.
Las otras posibilidades que se barajaban ayer, aunque de un perfil y peso mucho menor, eran la del expresidente de la Cámara de Diputados Pier Ferdinando Casini; y, sobre todo, la de la actual jefa de los servicios secretos, Elisabetta Belloni. Esta última, diplomática de gran experiencia y capaz de generar un amplio consenso, era la preferida a última hora de ayer por la derecha. De hecho, el propio Salvini dijo que estaba trabajando para que la persona elegida fuera “una mujer”, sin referirse directamente a ella.
La votación del 28 de enero (la quinta) fue un drama para Salvini, que había propuesto a Casellati, la presidenta del Senado. La política de Forza Italia es por jerarquía institucional también la segunda figura del Estado, algo que aconsejaría no quemarla en una votación perdida de antemano. Pero Salvini se empeñó en una idea divisiva (la izquierda ni siquiera votó) y el resultado que obtuvo, más allá de liquidar esa candidatura, mostró las grietas que hay en la coalición de centroderecha, que ni siquiera logró apoyar unida a Casellati (obtuvo 382 votos de los alrededor de 450 que conforman los parlamentarios de Forza Italia, Hermanos de Italia y la Liga). Es decir, unos 70 parlamentarios de los suyos —incluso de Forza Italia, su propio partido— ni siquiera la votaron.
No es la primera vez que Salvini sobreestima sus habilidades. En agosto de 2019, con un mojito en la mano en un chiringuito de playa, provocó una crisis de gobierno que liquidó todas sus posibilidades de ser primer ministro y de continuar dentro del Ejecutivo del que era vicepresidente. Mucho menos poderoso que entonces, ha intentado en esta elección del presidente de la República convertirse en un líder fiable, aglutinar a toda la coalición y erigirse en el kingmaker de la votación. El problema es que ha logrado solo convertir la Cámara de Diputados en una versión invernal de aquel chiringuito, llamado Papeete, dividiendo a la coalición y entregando al bloque progresista la delantera en la fase definitiva de la votación.
Salvini sale vivo de esta partida solo porque su partido no funciona como la mayoría y nadie pedirá ahora su cabeza. Pero una parte importante de su formación, la de los empresarios del norte, quería desde el comienzo a Draghi en el palacio del Quirinal, y el líder de la Liga desoyó ese insistente coro. Le pasarán la factura. También una gran parte de las filas de la resquebrajada coalición de centroderecha, que cada vez más reconocen en Giorgia Meloni, líder de Hermanos de Italia, a la única capaz de tomar decisiones políticas inteligentes.
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