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Los peligros del nacionalismo inmunitario


La vacuna contra la covid-19 ha pulverizado ya todos los récords científicos conocidos. Cuando todavía no se ha cumplido un año de la declaración formal de la pandemia, diez candidatas están ya en el mercado y otras 84 se encuentran en alguna de las tres fases de desarrollo. La frenética carrera por dar con un grupo de vacunas eficaces ha dado paso a un esfuerzo no menos frenético por fabricarlas y hacerlas llegar a los ciudadanos.

Hasta aquí, todo son buenas noticias. El problema surge cuando un grupo de países –los más desarrollados– utilizan su poder económico y político para hacer acopio de un volumen desproporcionado de viales, muy por encima de las necesidades de su población. A finales de noviembre advertíamos de este riesgo, que hoy se confirma. La información recogida por el Global Health Innovation Center de la Universidad de Duke (ver gráfico) muestra cómo Canadá ha adquirido un número de vacunas que multiplica por siete el de su población; el Reino Unido y los EE.UU. casi seis veces más; y la UE y Nueva Zelanda algo más de cuatro.

Mientras tanto, África y otras regiones de ingreso bajo se enfrentan a la perspectiva de un páramo inmunitario que podría extenderse hasta el año 2023.

Las consecuencias de esta desproporción obscena se cuentan, en primer lugar, en vidas humanas. Mientras la vacuna no alcance a los grupos de población más vulnerables de cada país, la enfermedad seguirá cobrándose un precio cuya magnitud solo somos capaces de imaginar. En el caso de los países más pobres, las muertes provocadas por el coronavirus se suman al devastador impacto en otras prioridades sanitarias como las campañas contra la malaria o los programas rutinarios de vacunación contra la neumonía infantil, una enfermedad que antes de esta crisis se llevaba cada año la vida de 800.000 menores de cinco.

Pero existe también un riesgo creciente de que la codicia de los más ricos complique y alargue innecesariamente la inmunidad de grupo y, por tanto, la salida de este agujero. Ninguna normalidad económica y social es posible cuando una parte sustancial del planeta permanece aún expuesta al contagio. Más aún cuando las mutaciones del virus son naturales –como hemos visto en las últimas semanas– y alguna de ellas podría quedar pronto fuera del alcance de las vacunas que ahora tenemos.

La comunidad internacional estableció hace meses un mecanismo eficaz para responder a los desafíos éticos y epidemiológicos de esta vacuna. La denominada Iniciativa COVAX aspira a garantizar la inmunidad de al menos un 20% de la población de todos los países en 2021, desplegando un sistema de ayudas, compras adelantadas de dosis y apoyo logístico a regiones que lo necesitan.

Desgraciadamente, los países ricos han hecho lo que suelen hacer: apoyar enfáticamente COVAX y sus objetivos, financiarla parcialmente y asegurarse a continuación una provisión de viales incompatible con una distribución equitativa de la inmunización. La justificación oficial está relacionada con la incertidumbre sobre la eficacia de los productos, pero la real responde también al radioactivo debate interno. Vaya usted a explicarle a un diputado de Vox que hemos dejado de comprar una vacuna para que la reciba algún muchacho de piel tostada al otro lado del Estrecho. Se le arría la bandera.

La oportunidad ha sido aprovechada por otras potencias para tomar posiciones. Las vacunas de Rusia y China ­–Gamaleya y CoronaVac, que adolecen de una información deficiente y, en el caso de la vacuna china, una eficacia muy por debajo de las demás– están llegando donde no se espera a las producidas por los países occidentales. Los efectos de la “diplomacia de la vacuna” en el tablero geopolítico global son impredecibles y deberían ser tenidas muy en cuenta.

La buena noticia es que, incluso en estas circunstancias, existe la posibilidad de hacer lo correcto. Para empezar, dotar a COVAX de todos los recursos que necesite ahora y en el futuro. Desde las dosis de las vacunas mejor adaptadas a la infraestructura local de conservación hasta la logística para hacerlas llegar a lugares remotos. Estas medidas deben asegurarse de cubrir a cerca de 2.400 millones de personas en países de renta media como los de América Latina, abandonados a un modelo de créditos que no hará más que alimentar la ya insostenible crisis de deuda.

Pero existen otras posibilidades complementarias. Amanda Glassman, vicepresidenta del Center for Global Development y experta en salud global, propone que los países ricos se comprometan a derivar a los más pobres los viales que les sobran. En su opinión, la escasez de vacunas es hoy un problema mucho más acuciante que los recursos para adquirirlas. Y eso enfatiza la importancia de que las regiones más desarrolladas suelten cuerda. Las autoridades canadienses ya han hecho un primer compromiso en este sentido y otros países deberían seguirles pronto.

Cuando se trata de imponer mis derechos a costa de los ajenos, el nacionalismo es siempre una cosa muy fea. En el caso de esta pandemia, se trata además de una estupidez de consecuencias devastadoras.




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