“Por supuesto que las vidas negras importan. ¿Acaso pensamos que solo lo hacen nuestros pequeños culos blancos? ¡No!”. Estas declaraciones de Dolly Parton a la revista Billboard este pasado verano despertaron una nueva tormenta en el seno de la música country. Como vivimos en una época en la que las palabras hablan con más fuerza que las acciones, inmediatamente se armó una campaña para boicotear a Parton. La cantante, que durante su carrera ha logrado colocar 25 temas en lo más alto de las listas estadounidenses y 44 álbumes en el top 10 y que actualmente emplea a más de 4.000 personas, se convirtió en la última víctima de una sociedad, la estadounidense, tan polarizada en los últimos años, que incluso un remanso de paz y orden como la música country vive hoy en un constante estado de alerta.
Salieron muchos más en defensa de Dolly que con intención de cancelarla. En el seno del género, espacios de referencia como el blog Saving Country Music advirtieron que no era nada nuevo que Dolly hiciera declaraciones de este tipo, pues tiene un historial de palabras y acciones en defensa de los derechos de la comunidad LGTBI y de las minorías raciales. Parton siempre ha sido una adelantada en el tiempo. No por nada esta pasada semana ha publicado, A Holly Dolly Christmas, su nuevo álbum navideño.
El argumento que sostenían desde ese portal era que la música country había sufrido otro nuevo ataque desde el exterior. Se culpaba al sito especializado en música alternativa Consequence Of Sound de dar una imagen de Parton cercana al marxismo, cuando ella jamás había ido más allá de declarar lo obvio. No es que hubiese pedido retirar los fondos a la policía estadounidense ni nada especialmente radical. De hecho, esos mismos medios supuestamente progresistas que ahora jaleaban a la autora de Jolene, meses antes habían dudado de su pedigrí liberal cuando en otra entrevista Parton confesó no terminar de entender por qué tantos artistas se declaraban bisexuales o pansexuales. “Creo que exageran. Quieren solo ser parte de ese movimiento y que la gente piense que son muy libres y todo eso. Pero, bueno, no sé cómo se sienten en realidad, solo sé cómo me siento yo”. Al día siguiente, Parton negó los rumores que apuntaban a que mantenía una relación sentimental con su amiga Judy Ogle. “Esas cosas las comentan las personas que son incapaces de tener una bonita relación con una mujer. No soy gay, pero tengo muchos amigos gays y acepto a todo el mundo como es”.
En el siglo XXI, el country ha sufrido múltiples intentos de abrir el género a otras músicas e incluso a nuevas tendencias. Se ha flirteado con el pop, incluso con el hip hop y el r’n’b. Pero todo lo que han aportado de modernidad artistas como Lil Nas X o Kacey Musgraves no ha sido acompañado por un discurso ni remotamente igual de actual. El motivo que más ocasiones se menciona es que el poder en el country sigue en manos de una élite conservadora, siempre dispuesta a llamar la atención, cuando no directamente boicotear a los artistas que se atrevan a salirse de cierto canon.
Una superestrella como Taylor Swift también empezó su carrera en el circuito de country, al que debe parte de su fulgurante ascenso en la última década, por lo que no quiso hablar de política hasta 2018, cuando se opuso por primera vez al Partido Republicano y a Donald Trump, tras su criticado silencio durante la campaña que le condujo al poder. El presidente respondió diciendo que la música de Swift le gustaba “un 25% menos”, mientras sus seguidores le dirigían duros ataques en las redes. Dos años más tarde, la cantante abraza sin complejos la causa LGTBIQ y algunas de sus canciones recientes, como Betty, incluso levantan sospechas criptolésbicas. En 2003, fueron Dixie Chicks –rebautizadas, desde entonces, como The Chicks– quienes tuvieron la oportunidad de comprobar la ira con la que los poderes fácticos de este mundo responden ante cualquier forma de disenso. Su afirmación durante un concierto en Londres de que se sentían avergonzadas de que el entonces Presidente de EE UU, George W. Bush, hubiera nacido como ellas en Texas, las llevó a ser boicoteadas en todos los estamentos del género. Casi dos décadas después aún es casi imposible escuchar su música en las principales emisoras de country de EE UU.
Hace un par de años fue la emergente estrella Brad Paisley quien fue amenazado, ninguneado y hasta ridiculizado en horario de máxima audiencia. Un corte suyo junto al rapero LL Cool J titulado Accidental racist se hizo viral. En él, el músico abogaba por una mayor apertura, más empatía y la necesidad de un cambio urgente en el seno del country y, ya puestos, de la sociedad. Se le tachó de no tener ni idea de prácticamente nada. Meses más tarde, tuvo lugar la más agitada gala de premios de la CMA (Country Music Association), tras varios escándalos de acoso sexual en el seno de la industria y aún sin haberse repuesto del tiroteo que tuvo lugar en Las Vegas durante el Route 91 Harvest Music, un festival de country, en el que un loco se subió al piso 32 del Mandalay Bay Resort y disparó sobre la multitud asesinando a 58 personas. Keith Urban presentó sobre el escenario su tema Female, escrito como celebración de la mujer tras la llegada del Me Too a Nashville y aledaños. Así describió NPR (la radio pública estadounidense) la canción: “Se alinea con la inmensa mayoría del discurso político y social del country de esta década. La norma general es hablar bajito y de forma diplomática”.
El partido republicano siempre ha tratado de hacerse con el discurso de la música country. Pero la forma en que el género siempre ha tratado la realidad de EE UU puede tanto entenderse desde la óptica conservadora como desde la más progresista. Todas esas historia de perdedores, desarraigados, pobreza extrema, familias disfuncionales y violencia son susceptibles de ser canibalizadas desde el individualismo tanto como desde la empatía o incluso la solidaridad de clase. Pero lo cierto es que Trump tuvo que recurrir a estrellas del género para que actuaran en su investidura tras resultar imposible armar un cartel presentable con artistas adscritos a prácticamente cualquier otro género. Incluso que Garth Brooks, uno de los músicos country más exitosos de los últimos 30 años, actuara en la toma de posesión de Obama en 2008 fue visto con cierta sospecha en el seno del country. Hoy, el artista es criticado por los demócratas por haber estado a punto de participar en un anuncio electoral de Trump y por la derecha por no haber terminado haciéndolo. Algunos aún creen que apoya a Bernie Sanders porque el año pasado se le vio con una camiseta de Barry Sanders, exjugador de los Detroit Lions de la NFL.
El actual presidente no es el único al que el country le ha servido casi como forma de acercarse a la cultura popular, si no consideramos las barbacoas o los campos de tiro cultura popular, claro. Richard Nixon invitó en 1970 a Johnny Cash para que actuara en la Casa Blanca. Los asesores del presidente hicieron saber a Cash que este esperaba que interpretara Welfare Cadillac, un tema que se mofaba de las ayudas a los pobres. Pero Cash, que ya había actuado en la cárcel de Folsom y había hecho las paces –dentro de sus posibilidades – consigo mismo, llegó y tocó What is truth, que contenía estos versos: “Los que llamáis salvajes pronto serán los líderes. Este viejo mundo despertará en un nuevo día y juro solemnemente que será a su manera”. Nixon casi escupe el desayuno.
Por cada alegato patriótico como el infame Courtesy of the Red White and Blue de Toby Keith siempre habrá una Loretta Lynn cantándole las cuarenta a su marido o escribiendo sin prejuicios sobre anticonceptivos. El problema ha sido y es que se ha entendido a Keith como la voz de un género y una cosmovisión y a Lynn solo como la voz de sí misma.