Díganme que me calle si ya lo han oído antes: dos años después de que un presidente demócrata tomara posesión del cargo e impulsara ambiciosas políticas en el Congreso, los republicanos han recuperado el control de la Cámara de Representantes. No tienen los votos necesarios para revocar los logros del presidente, pero una peculiaridad de la legislación estadounidense —que exige una segunda votación del Congreso para autorizar el endeudamiento resultante de una legislación sobre gastos e impuestos ya aprobada— parece darles la oportunidad de hacer chantaje y amenazar con provocar una crisis financiera si no se cumplen sus exigencias.
Sin embargo, en realidad no lo han oído antes. Es verdad que hay algunas similitudes con la crisis del techo de deuda de 2011, pero también hay enormes diferencias. La opinión de la élite ha cambiado. La obsesión con la deuda que se apoderó de las personas muy serias hace una docena y pico de años ha desaparecido. Los demócratas también parecen estar hechos de una pasta más dura y mucho más decididos a resistir a la extorsión. Pero la diferencia más importante es que, en esta ocasión, los republicanos no están haciendo demandas coherentes. No está claro en absoluto qué quieren, si es que quieren algo, a cambio de no hacer saltar por los aires la economía. En este momento, son chantajistas sin causa.
Algunos de los informes que he visto sobre el freno al endeudamiento afirman que los republicanos no logran ponerse de acuerdo sobre qué gastos deberían recortarse. Esto podría dar la impresión de que en el Partido Republicano existen facciones con diferentes prioridades. Pero, que yo sepa, ningún miembro influyente propone nada que pueda suponer una dentellada significativa al déficit presupuestario, y mucho menos conseguir el presupuesto equilibrado que Kevin McCarthy prometió como parte del acuerdo que lo hizo presidente de la Cámara de Representantes.
Como siempre, el hecho fundamental en materia de presupuesto es que el Gobierno federal es, básicamente, una compañía aseguradora con un ejército. La Seguridad Social, Medicare, Medicaid y las fuerzas armadas dominan el gasto, y es imposible hacer gran cosa con los déficits a menos que se aumenten los impuestos —lo cual es evidente que no está en el guion del Partido Republicano— o se hagan recortes importantes en esas partidas.
En el pasado, los republicanos intentaron introducir modificaciones en los programas que componen la red de seguridad que, a efectos prácticos, habrían equivalido a grandes recortes. George W. Bush trató de privatizar la Seguridad Social. Su partido estuvo a punto de llegar a un acuerdo con el presidente Barack Obama que habría reducido los ajustes de la Seguridad Social al coste de la vida y aumentado la edad de acceso a Medicare. En 2017, Paul Ryan, entonces portavoz de la Cámara de Representantes, declaró que “soñaba” con recortar Medicaid desde su época de universitario.
Pero el Partido Republicano se ha vuelto mucho más cauteloso. McCarthy ya ha declarado que los recortes a la Seguridad Social y a Medicare “no están sobre el tapete”. Si su partido alguna vez se decide a hacer propuestas concretas, descubrirá que Medicaid, que cubre todavía a más estadounidenses que Medicare, también tiene una enorme popularidad, incluso entre los republicanos. La cautela política tampoco es la única razón por la que los líderes republicanos se han vuelto reacios a atacar la red de seguridad. Las bases del partido también han perdido interés en los recortes del gasto y han dirigido su atención a las guerras culturales. Como señalaba hace poco Nate Cohn, a principios de 2021 muchos más republicanos declaraban haber oído hablar de la decisión de dejar de publicar algunos de los libros infantiles del Dr. Seuss que sobre los 1,9 billones de dólares del proyecto de ley de gasto de Joe Biden.
Inevitablemente, hay republicanos que intentan hacer del presupuesto una cuestión de guerra cultural, afirmando que podrían ahorrarse grandes sumas si se eliminara el gasto relacionado con la acción woke (contra las desigualdades por motivo de raza, género u orientación sexual). Pero, ¿de qué gasto están hablando? He intentado encontrar ejemplos de desembolsos federales que los conservadores consideren pertenecientes a la mencionada categoría, teniendo en mente que las fundaciones y los políticos de derechas tienen importantes incentivos para encontrar grandes partidas que suenen escandalosas. La verdad es que los resultados de mi búsqueda fueron bochornosos. Por ejemplo, los gastos enumerados en un informe de la Fundación Heritage que arremetía contra los “fondos asignados a los concienciados” ascendían a un total de 19 millones de dólares, menos de lo que el Gobierno federal gasta cada dos minutos.
Así que la conclusión sobre la crisis de la deuda es que no hay conclusión: los republicanos denuncian el exceso de gasto, pero no saben qué gastos quieren recortar. Incluso si los demócratas estuvieran dispuestos a ceder a la extorsión, que no lo están, no se puede pagar a un chantajista que no pide nada concreto. Por desgracia, la vacuidad de la postura fiscal republicana no es garantía de que vayamos a evitar una crisis de deuda. En todo caso, puede hacer más probable que ocurra. Puede que en Magalandia —la tierra del Make America Great Again— escaseen las ideas políticas, pero abunda el nihilismo. Los republicanos no saben qué políticas quieren, pero lo que quieren ciertamente es ver fracasar a Biden.
Hasta ahora, la estrategia del Gobierno parece consistir en sacar a los republicanos de su escondite, obligarlos a proponer recortes concretos del gasto, y luego verlos retroceder frente a la airada reacción de la opinión pública. También hay, supongo y espero, planes de contingencia para evitar la crisis si esta estrategia falla. Pero es difícil no preocuparse. Que un partido político esté dispuesto a prender fuego a todo si no se sale con la suya es peligroso; y es todavía más peligroso cuando lo único que quiere ese partido es ver cómo arde todo.
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