Los retratistas de una Nueva York que dice adiós

Todo el que se establece en Nueva York siente fascinación o al menos cierto apego por los rincones más añejos de la ciudad. Ese Old New York que te susurra que es posible seguir incólume ante la fuerza centrífuga de la Gran Manzana. Locales que se erigen como heroicas resistencias ante el proceso gentrificador y que los fotógrafos Karla y James Murray llevan 30 años retratando. Salen a diario cámara en mano a la captura de negocios de barrio con encanto e historia, con escaparates dignos de figurar en lo que acabó siendo una exitosa saga de libros. Store Front: The Disappearing Face of New York, el primer volumen, se publicó en 2008 y se convirtió en un clásico instantáneo para muchos neoyorquinos. En 2012 editaron otro libro con fotos en horario nocturno (titulado New York Nights) y, por petición popular, en 2015 llegó una secuela oficial del primer título. Por no hablar de sus miles de seguidores en Instagram y en YouTube.

Esta pareja de fotógrafos autodidactas decidió allá por los años noventa que la vida era demasiado corta como para tener tres trabajos mal pagados y se dedicó en cuerpo y alma a su afición por la imagen. “Pasamos, literalmente, 24 horas al día juntos, y eso nos ha unido mucho”, explica Karla, la más habladora del dúo. Empezaron tomando instantáneas de grafitis, pero con la persecución y casi desaparición del género se dieron cuenta de que los letreros de algunos negocios, como el ultramarinos Ralph’s del número 95 de la calle Chambers o el restaurante de pastrami Carnegie Deli, en el 854 de la Séptima Avenida, eran también dignos de ser considerados arte urbano. “Empezamos sintiendo una mera admiración visual y, además, como no teníamos dinero, fotografiábamos solo aquello que era gratis: el escaparate”, explica James. “Luego descubrimos que los dueños y los empleados de esos locales tenían historias más interesantes que sus propias vitrinas”, añade Karla. Y poco a poco cayeron en la cuenta de que el verdadero valor de aquellos lugares era el peso que tenían como elementos de cohesión en el barrio. Así pasaron de retratistas a historiadores y, tras el efecto devastador de la pandemia sobre el pequeño negocio, ahora son “prácticamente activistas”, como ellos mismos reconocen, dada la visibilidad que su trabajo ha dado a estos locales, incluidos ahora en los tours de turistas alternativos o en la rutina de neoyorquinos con ansias de autenticidad. “Hasta hace dos años, siempre decía que la esencia de Nueva York era capaz de sobrevivir a todo. Pero la pandemia ha acelerado tanto las cosas y se ha llevado tantos negocios por delante que dudo de mis propias palabras, aunque quiero creer que algunos locales se han devaluado y eso dará nuevas oportunidades a gente que antes no podía montar un negocio”, reflexiona Karla.

La charcutería del Bronx D. D’Auria, abierta en 1938, acabó cerrando por falta de continuidad en el negocio familiar.
La charcutería del Bronx D. D’Auria, abierta en 1938, acabó cerrando por falta de continuidad en el negocio familiar. Karla y James Murray

Gracias a este trabalenguas de ser el escaparate desde el que descubrir los escaparates con más encanto de la ciudad, Karla y James son ahora, junto con su inseparable perro Hudson, verdaderas instituciones en Manhattan. Sobre todo en el East Village, el barrio donde se concentra la mayor parte de sus “musas” y en el que nos citaron para la entrevista. Se decidieron por la calle 11 en la esquina con la Primera Avenida por el combo que forman la minúscula tienda de alimentación italiana Russo’s, abierta en 1908 y con una vitrina a rebosar de quesos y jamones de Parma, y el restaurante-pastelería Veniero’s, que tiene unos globos dorados celebrando su 127º aniversario que casi tapan los panetones, cannolis y tartas de queso italianas que albergan en su interior. Cuenta Karla que en Russo’s hacen la mozzarella en el sótano y que es ya la cuarta generación de la misma familia siciliana la que lo regenta. En Veniero’s recuerda que, gracias a este negocio, la electricidad llegó a esta zona del East Village, pues fue el dueño quien recogió firmas entre sus decenas de clientes habituales para conseguirlo. Ya en el presente, uno de los empleados interrumpe la entrevista para agradecer a Karla y a James que, en el momento más duro de la pandemia, una foto de su establecimiento en el Instagram de la pareja reactivó las ventas de manera milagrosa.

Las fuerzas que juegan en contra de este tipo de negocios, de todas maneras, no siempre son achacables a la pandemia o a la gentrificación. “Es cierto que casi todos los que han sobrevivido lo han logrado porque son dueños del local y no tienen un propietario que les sube el alquiler, pero a veces es tan sencillo como que el charcutero llegó a este país para dar buenos estudios a sus hijos, estos se hacen abogados o doctores, y no quieren dedicarse a hacer salchichas”, explican. Y citan el caso que a punto estuvo de hacerles romper la barrera de su profesionalidad: la charcutería de Little Italy D. D’Auria, creada en 1938 y que tuvo que cerrar por falta de continuidad familiar. “Nos llegamos a plantear hacernos cargo de ella”, recuerda Karla. “Al final pusieron ahí una tienda de móviles y luego un todo a 99 céntimos de dólar que no aportaron nada”.

La Brite Lite Barber Shop era, como todas las barberías de Harlem, un auténtico centro social. Cerró sus puertas en 2012. Estaba en la calle Malcolm X.
La Brite Lite Barber Shop era, como todas las barberías de Harlem, un auténtico centro social. Cerró sus puertas en 2012. Estaba en la calle Malcolm X. Karla y James Murray

A veces, las causas del cierre han sido más atribuibles a las habilidades del negocio: “Hay tiendas que no se han sabido adaptar a los nuevos tiempos y se han ido a pique”, dice Karla. “Con la pandemia, al menos se han puesto al día con la venta por internet. Nosotros intentamos ayudar a los que hacen muy bien sus productos pero no saben cómo promocionarse”, explica. “Hemos visto tiendas que todavía guardan el dinero en una caja de puros”, añade James.

Los Murray son procomunidad pero no antisistema. Tienen toda una maquinaria de mercadotecnia —el bolso de Karla, la sudadera de James y la correa de Hudson llevan su propia marca— y tampoco quieren alinearse en el rentabilísimo negocio de la nostalgia. “No somos nostálgicos y, de hecho, por principios nunca fotografiamos un negocio cerrado. No queríamos que nuestros libros fueran lamentos y, como buen irlandés, si algo muere siempre lo celebraré en un bar, cantando y tocando el violín. Nosotros celebramos una ciudad que siempre se transforma y sigue viva”, explica James. “Ni siquiera nos interesan solo los locales antiguos, sino aquellos que cuidan su aspecto, que respetan o continúan un legado”, añade Karla, poniendo como ejemplo una heladería del East Village llamada Davey’s, inaugurada en 2013, o la pastelería Guadalupana en Flatbush, en Brooklyn, creada en 1997. “Son las nuevas generaciones las que tienen que encargarse ahora de crear este tipo de locales, por eso estamos tan contentos desde que tenemos redes sociales, porque nuestras fotos llegan a ellos con mucha más facilidad”. Eso sí, hacen vídeos en YouTube de más de dos horas y nada de fotos con el móvil. Van con dos cámaras y esperan el tiempo que haga falta para conseguir la luz correcta, la calle despejada y el momento precioso, sea de noche o de día. “Trabajamos muy duro para que esto parezca fácil”, sentencia Karla Murray.

El restaurante de pastrami Katz’s Delicatessen, famoso por la escena del orgasmo fingido de Meg Ryan en Cuando Harry encontró a Sally, también llamó la atención de James y Karla Murray.
El restaurante de pastrami Katz’s Delicatessen, famoso por la escena del orgasmo fingido de Meg Ryan en Cuando Harry encontró a Sally, también llamó la atención de James y Karla Murray.




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