Los Románov, en guerra contra un ‘influencer’ que dice ser uno de los suyos

El zar Nicolás II y su esposa, Alejandra Fiódorovna, rodeados de sus hijos María, Tatiana, Olga, Anastasia (de izquierda a derecha) y Alekséi (abajo), en 1913.
El zar Nicolás II y su esposa, Alejandra Fiódorovna, rodeados de sus hijos María, Tatiana, Olga, Anastasia (de izquierda a derecha) y Alekséi (abajo), en 1913.Getty

“Los disparos acabaron con la vida de Nikolái Románov. Ya no está y por mucho que los abades oren por su salud, no resucitará”. Un relato lapidario en forma de editorial en el diario Pravda (La verdad) anunció el 19 de julio de 1918 el fusilamiento del zar por parte de los bolcheviques. “Nicolás II era esencialmente una figura miserable”, remarca el barroco texto, “un símbolo de un régimen bestial de sangre y violencia contra el pueblo, un régimen de látigo, palo, horca, tortura, libertinaje refinado, verborrea religiosa, aventuras militares y paz hipócrita”, que lucía una corona “manchada de sangre obrera”. El artículo, destacado en el número 149º del diario fundado por Vladimir Lenin y que fue la publicación oficial del Partido Comunista de la URSS, no dedicó ni una línea al resto de miembros de la familia Románov, también fusilados aquella madrugada del tumultuoso verano de 1918. Un escueto panfleto distribuido en algunas ciudades y presumiblemente editado según las instrucciones de las autoridades mencionó algo más tarde que la zarina, Alejandra Fiódorovna, y el zarévich Alekséi habían sido trasladados a un lugar seguro. Era falso.

Nikolái Aleksándrovich Románov fue ejecutado en la madrugada del 17 de julio de 1918 en Yekaterimburgo. El último zar de Rusia, de 50 años, que había abdicado en 1917 y que permanecía bajo custodia de los bolcheviques; su esposa, la zarina Alejandra (46); las grandes duquesas Olga (22), Tatiana (21), María (19) y Anastasia (17) y el zarévich Alekséi (13) también fueron asesinados en la casa del ingeniero Nikolái Ipátiev, en la que habían estado recluidos durante semanas; y con ellos el médico de la familia, el cocinero, un ayudante de cámara y una doncella. Allí, en el sótano de la casona amarilla erigida en un promontorio con una visión clave de la ciudad de los Urales, el bolchevique Yákov Yurovski les leyó la sentencia de muerte y acto seguido un escuadrón abrió fuego.

Fue una carnicería, explica el historiador Serguéi Sokolov en las escalinatas de la Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada, levantada hoy donde estaba la casa de Ipátiev. El sótano era pequeño, las víctimas se agolpaban unas encima de otras. Las grandes duquesas habían cosido sus joyas en el corsé, para poder llevarlas con seguridad cuando fuesen rescatadas por el antiguo ejército zarista (llamado Movimiento Blanco tras la Revolución de Octubre) y los diamantes y piedras preciosas las protegieron en parte de las balas. Fueron rematadas a bayonetazos.

El escuadrón bolchevique transportó entonces los cuerpos hasta la mina de Ganina Yama, a unos 16 kilómetros de Yekaterimburgo. Sin embargo, no resultó ser lo suficientemente profunda. Así que la noche siguiente, volvieron a por los cadáveres y buscaron otro lugar. En un punto del camino, el camión se averió y el escuadrón bolchevique terminó por cargar los cuerpos y enterrarlos en dos puntos distintos de un bosque de los Urales. Nunca se ha podido determinar con evidencia documental, según Sokolov, si la decisión de ejecutar a los Románov fue de Lenin y las autoridades de Moscú o si se tomó en el soviet local, ante el avance del Ejército Blanco.

Hoy, más de un siglo después de aquella ominosa noche de verano, la saga de misterio, asesinatos y mitos sigue viva. La iglesia ortodoxa, con una enorme influencia en Rusia, no reconoce que los restos hallados muchos años después sean de la familia Románov. Y el caso sigue abierto. Las averiguaciones sobre los restos mortales de Nicolás II y su familia ocupan ya una treintena de volúmenes en una investigación oficial, a los que hace unas semanas se añadió un capítulo más cuando el comité ruso encargado determinó, tras efectuar nuevos análisis de ADN, que las evidencias encontradas en 2007 en un segundo punto de aquel bosque pertenecen al zarévich Alekséi y a la gran duquesa María. La seguridad de que sean ellos, precisa una nota del comité de investigación, es del 99,9%. La jerarquía ortodoxa sigue inamovible. Con el beneplácito del presidente ruso, Vladímir Putin, abrieron hace años su propia investigación.

Solo un par de cruces de acero, varias coronas de flores y una pequeña placa indican que, en medio de la hierba, a unos pasos de un camino de tierra descuidado llamado Vieja Carretera Kaptikovskaya, estuviese enterrada durante años la familia imperial rusa. El lugar donde los bolcheviques arrojaron finalmente sus cuerpos en dos fosas, alejadas unos metros una de otra, está desierto. Apenas recibe visitantes. Sin embargo, a unos kilómetros, en la mina de Ganina Yama, donde durante muchos años se pensó que se habían esparcido sus cenizas, se ha erigido un complejo religioso con varias iglesias, un monasterio y memoriales en honor a la familia imperial asesinada que recibe miles de visitantes cada año. Es aquí donde los Románov ascendieron a las alturas, considera Alekséi Arsenov, uno de los portavoces del monasterio de los Portadores de la Santa Pasión, frente a la antigua mina, en la que ahora se alzan enormes retratos en blanco y negro de los zares y sus hijos.

El caso ha acarreado un gran polémica desde hace décadas. En 1979, un geólogo y un dramaturgo soviéticos tuvieron acceso al antiguo diario de Yákov Yurovski, el jefe del escuadrón de bolcheviques que ejecutó a la familia y, siguiendo sus instrucciones, hallaron la primera de las fosas. “Se asustaron tanto que terminaron por devolver dos de los cráneos allí donde los había encontrado y depositaron también una cruz de madera tallada. Tenían pánico a las represalias”, explica Nikolái Neuimin, jefe del departamento de Historia de la Dinastía Románov del Museo de Arqueología de los Urales.

En aquellos años, la ejecución de la familia Románov era un enorme tabú, explica Sokolov, profesor asociado del departamento de Historia de la Universidad Federal de los Urales. “Durante años, el escuadrón bolchevique presumió de su hazaña. La casa Ipátiev, donde la familia fue ejecutada, se llegó a tomar como una especie de museo y aquel lugar era una etapa casi obligatoria para las escuelas y la gente del partido en visita a Yekaterimburgo durante los años veinte. Después, en la década de los treinta, se hizo el silencio y el tema del asesinato de los Románov junto a sus sirvientes, miembros del pueblo, se volvió extremadamente delicado”, señala el profesor.

Finalmente, en 1991, durante la época de la perestroika y la apertura de la URSS, un equipo de especialistas de Yekaterimburgo recibió permiso para investigar el caso y halló y desenterró la primera de las dos fosas cerca de la vieja carretera de arena de los Urales. En ese equipo estaba Neuimin, que muestra otros objetos encontrados en las tumbas: un pedazo de vestido, un cordón… Solo localizaron la primera de las dos fosas: los restos de nueve personas, que fueron analizados en Rusia y otros países, incluso con ayuda de la NASA.

Pero faltaban evidencias respecto a dos de los ejecutados. Y eso alimentó los mitos y leyendas que planeaban desde hacía décadas de que una de las hijas del zar, tal vez con el zarévich, había escapado, explica Neuimin. En 2007, se halló la segunda fosa con los restos que, de nuevo, han sido confirmados por el comité de investigación ruso.

Explicación plausible

La inmensa mayoría de expertos del caso remarca que los investigadores han reunido una gran cantidad de pruebas y una explicación plausible sobre lo que le ocurrió a la familia. Para la iglesia ortodoxa, no es suficiente. “La investigación aún no está terminada”, remarca el arcipreste de la Iglesia de la Sangre, Maxim Menyailo. “Cuando los investigadores presenten todas sus pesquisas y entreguen el material a la iglesia, el patriarca lo revisará y decidirá. La iglesia casi nunca se guía por peritajes sino que quiere ver un signo espiritual, que en ocasiones se presenta cuando canoniza a los santos. Ese presagio es lo que siempre falta a la gente. Nunca bastará con los resultados puramente científicos”, añade el religioso en uno de los salones del museo de los Románov, junto a la Iglesia sobre la Sangre Derramada, donde se exponen decenas de iconos de la familia zarista. Uno de ellos incluso ha viajado al espacio con uno de los cosmonautas rusos, como explica Tatiana Romanyuk, directora del Museo de la Familia Real de Yekaterimburgo.

Hace dos décadas, Nicolás II, su familia y el médico que fue asesinado junto a ellos fueron canonizados por su “humildad, paciencia y mansedumbre” durante su encarcelamiento y ejecución. Son “portadores de la pasión”, una fórmula que identifica a los creyentes que, como Cristo, soportaron el sufrimiento y la muerte a manos de enemigos políticos. Excepto Alekséi y María, están enterrados en San Petersburgo.

Los pocos descendientes que quedan de la familia real rusa también se han mostrado cautos con el caso, reabierto una y otra vez. La duquesa María, actual cabeza de la casa imperial, no tomará ninguna decisión referente al reconocimiento de los restos del zarévich y la gran duquesa María mientras la iglesia ortodoxa no se pronuncie al respecto, precisa Alexandr Zakátov, representante de la casa imperial Románov.

“Cualquier análisis genético da una probabilidad de un 99,999999%, pero no es 100%. Y la iglesia solo puede reconocerlo cuando no haya ni un mínimo atisbo de duda. Teológicamente, con esa probabilidad siempre hay una posibilidad y peligro”, resalta el arcipreste Maxim Menyailo. “La pregunta principal no es sobre el reconocimiento de los restos sino sobre si la sociedad ha entendido qué ocurrió cuando asesinaron a la familia del zar, cómo un régimen revolucionario usurpador cometió un execrable crimen”.


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