Los rostros como espejo de una época


Las palabras terminan con frecuencia quedándose cortas. Tienen que definir a veces situaciones angustiosas, cargadas de dolor y de incertidumbre, que al final se escapan y se meten en el ruido de un mundo saturado de mensajes. No es que no digan lo que quieren decir: simplemente no alcanzan a desprenderse de un contexto al que ya se le ha otorgado un significado previo. He perdido mi vida, han dicho muchos de los que han visto que la lava del volcán de Cumbre Vieja devoraba cuanto habían construido a lo largo de los años. Me fui con un atado de cuatro prendas de ropa, explicaban algunos refugiados afganos que escaparon de los talibanes, no sé qué será de mí. Y es verdad: de pronto la naturaleza o la historia arramblaron con lo que había, lo destruyeron, extirparon de raíz lo que era una promesa, un proyecto, un futuro.

Estos días se puede ver en Madrid, en la Fundación Mapfre, una exposición de Judith Joy Ross. Se ha dedicado desde 1979 a hacer sobre todo retratos y su obra alcanza a explorar esas zonas que a las palabras les cuesta llegar. Basta acercarse un poco a cada una de sus fotografías para escuchar la intensidad de los desgarros que asoman en los rostros y las miradas, y en la actitud entera, de aquellos que se pusieron delante de su cámara. Judith Joy Ross trabajaba con una que era muy aparatosa, de 8×10 pulgadas. Con ella se acercó a todo tipo de personas: supo hacerlo con tal sutileza y persuasión que consiguió que transmitieran realmente lo que llevaban dentro. Ya fueran los adolescentes de Eurana Park, los miembros del Congreso de Estados Unidos durante los escándalos que estallaron en la época de Reagan por la venta de armas a Irán y a la Contra nicaragüense, los visitantes del Monumento a los Veteranos de Vietnam, los ciudadanos que acuden a votar a una iglesia local, los reservistas que se preparan para ir al golfo Pérsico, los habitantes de la ciudad de Easton, en Pensilvania, el Estado donde Judith Joy Ross nació en 1942. Llegaba con su cámara de fuelle y el trípode de madera, y no pasaba desapercibida. Trataba con los que iba a fotografiar, los iba convenciendo, los dejaba ser ellos mismos. Y los atrapaba.

En esos retratos hay de todo: afán de dominio, inseguridad, miedo, perplejidad, buena disposición, inocencia, desolación. Quizá por las resonancias que sigue produciendo aquella guerra, los rostros que Judith Joy Ross capturó de aquellos que visitaban el Monumento a los Veteranos de Vietnam resultan hoy particularmente reveladores por lo que tienen de íntimo desconcierto por unas muertes provocadas por una campaña militar que terminó siendo una monumental chapuza.

En la biografía que el escritor y periodista George Packer ha escrito del diplomático estadounidense Richard Holbrooke hay una observación que viene bien traer a cuento cuando uno está delante de las personas que retrató Judith Joy Ross en ese monumento a los que estuvieron en Vietnam. “Este ha sido siempre el punto flaco de nuestro Servicio Diplomático: los otros países”, escribe Packer. “Es difícil que los estadounidenses lleguen a interesarse en verdad por ellos; de hecho, cuanto más se interesa un diplomático por un país, peores son sus perspectivas profesionales”. Y aun así, sin saber gran cosa, montan una guerra. Judith Joy Ross enseña a través de unos rostros su radical sinsentido.

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