Los servicios secretos regionales de Alemania someten a vigilancia al movimiento escéptico con las medidas anticovid


Hay un país en el mundo en el que no ha habido confinamiento, no hay obligación de llevar mascarilla por la calle, no se han colapsado los servicios sanitarios, la cifra de muertos se ha mantenido relativamente baja, la escuela funciona con normalidad y han llovido millones de dinero público para sufragar los estragos de la covid-19. Es también el país donde decenas de miles de personas se manifiestan contra las restricciones que ha supuesto en sus vidas la pandemia. Bienvenidos a Alemania.

Stephan Bergmann es uno de los rostros visibles de Querdenken (pensamiento lateral), el movimiento nacido en Stuttgart que logra sacar a decenas de miles de personas a la calle. Hace dos meses, en una manifestación, le entrevistaron en una televisión web y el vídeo se hizo viral. Desde entonces, este experto en sanación con piedras y tambores arenga a las masas desde los escenarios y ejerce de portavoz de la organización.

Explica que Querdenken es una organización paraguas, que opera con grupos descentralizados en el país y que tienen millones de seguidores. Protestan por “la restricción masiva de derechos fundamentales como el de manifestación. Para protestar, hemos tenido que acudir a los tribunales”, dice Bergmann, en alusión a la autorización de última hora para la gran marcha de Berlín. Destaca la ruina económica que la pandemia ha supuesto para los artistas o los organizadores de eventos y se opone a la obligación de llevar mascarilla, que en Alemania se aplica en lugares cerrados. “Debe ser una decisión individual”.

Como él, unos 38.000 coviescépticos —un millón según los organizadores— salieron a la calle en Berlín hace una semana y el calendario anuncia nuevas convocatorias. Es un grupo heterogéneo en el que participan contrarios a las vacunas, hippies, libertarios, conspiranoicos y ultraderechistas. Niegan que el virus sea para tanto, rechazan las vacunas y declaran la guerra a la mascarilla. Beben de fuentes científicas alternativas y anteponen sus derechos individuales a cualquier decisión política y colectiva. Junto a una mayoría pacífica que proclama la paz, el amor y los derechos fundamentales como religión, desfila la ultraderecha alemana en pleno, decidida a aprovechar la oportunidad desestabilizadora única que les brinda la pandemia.

Partidos y grupos neonazis fueron los protagonistas del amago de tomar el edificio del Parlamento hace una semana, logrando la alarmante foto que buscaban y la condena en tromba de toda la clase política alemana. Un día antes, la canciller, Angela Merkel, se mostraba consciente de un malestar muy minoritario, pero con un potencial explosivo. “El virus supone una imposición para nuestra democracia”.

Lo cierto es que cunde un cierto desconcierto entre la clase política y también académica en torno a las movilizaciones. “Puede que una parte no esté politizada, pero son un síntoma de los tiempos de incertidumbre en los que vivimos y buscan respuestas en las conspiraciones”, interpreta Hans Vorländer, director del Centro para la Investigación Constitucional y Democrática de la Universidad de Dresde, quien habla de gente “muy empoderada, que siente que la pandemia no existe y que se niega a que restrinjan sus derechos individuales”.

Los que salen a la calle no dejan de ser una minoría muy ruidosa en un país donde las encuestas confirman que la inmensa mayoría (casi el 90%) apoya las medidas del Gobierno. El alemán medio les trata con desdén y les han colgado la etiqueta de “covidiotas”, contra la que se han rebelado ante la justicia. La fiscalía de Berlín ha dicho, sin embargo, que sí, que la libertad de expresión permite ese apelativo también en boca de Saskia Esken, la líder de la socialdemocracia que la utilizó.

Parte de la explicación radica en que Alemania es víctima de la paradoja del éxito, o de la prevención como la llaman los especialistas. Porque para muchos alemanes, el virus invisible sigue siendo algo lejano. Muy presente en los medios de comunicación, pero sin presencia real en sus vidas. “¿Conoces a alguien que lo haya tenido?”, es una pregunta que en seguida espetan los manifestantes. En España, la respuesta sería obvia, pero en Alemania, mucho menos.

Un estudio reciente de More in Common indica que apenas un 11% de los alemanes conoce a alguien contagiado, frente por ejemplo al 39% de los británicos. Aquí, la combinación de un buen sistema de salud, una buena gestión y pedagogía política y tal vez cierta suerte han logrado que el virus haya estado hasta cierto punto controlado y que la cifra de víctimas mortales —9.324 en un país de 83 millones de habitantes— sea comparativamente baja. “¿En qué otro país preferiría estar esta gente?”, se preguntaba esta semana Jens Spahn, el ministro de Sanidad, abucheado en actos públicos. El éxito es a la vez su condena.

Esta semana, en una de las manifestaciones más reducidas en Berlín, Harald Wilfer, un profesor jubilado que llegó desde Darmstadt, en el oeste del país, protestaba como los demás, a cara descubierta. Explicaba que lleva toda la semana en la capital de protesta en protesta porque “nos restringen el derecho de opinión y manifestación”. Hacer semejante afirmación en público, mientras se manifiesta, no le parece en sí misma una contradicción. “La policía podría pararte”, dice en alusión a la nueva norma regional que obliga a llevar la mascarilla en las manifestaciones de más de 100 personas. Vestido con un panamá y con un fular de colores al cuello, Wilfer lo deja claro: “Yo no tengo mascarilla. Cuando entro en el metro, me cubro con el pañuelo”.

Respuestas simples

Jan Rathje, experto en ultraderecha de la fundación Amadeu Antonio, explica que los que se manifiestan “leen mucho de biología, pero no entienden cómo funciona la sociedad ni las contradicciones propias de una democracia. Quieren respuestas inmediatas y abrazan como verdad absoluta la información que reciben. Tratan de explicar la pandemia de un modo muy simple. No entienden que para salvar a la gente es necesario recortar derechos”. Rathje sostiene que el nexo entre la ultraderecha y los manifestantes pacíficos es “el enemigo común, las élites que quieren imponer su voluntad”.

También participa en las protestas Claudia Rosa, de 52 años, que verbaliza otro de los temores más escuchados. “Tememos que nos obliguen a vacunarnos contra el así llamado coronavirus. No sabemos el efecto secundario de una vacuna que se ha fabricado muy rápido. Esta es una enfermedad que no es mortal para todos. No se puede encerrar a toda la sociedad porque unos pocos la tengan. Esto no había pasado nunca”.

Rosa dice que saldrá a la calle cada día, hasta que el Gobierno “se haga responsable de lo que nos han hecho. Hay gente con depresiones. Hacemos que los niños enfermen con la mascarilla”. Rosa dice que son “gente pacífica”, que quieren “amor” y que ella nunca antes había participado en manifestaciones. Siempre había sido de izquierdas, aunque ahora asegura estar desconcertada y no sabría a quién votar. Sus nuevas creencias, confiesa, le han costado la ruptura con familiares y amigos. “Hay mucha gente que todavía no se da cuenta”, dice convencida de que ella sí ha visto la luz.


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