Los toros y las redes sociales, entre los mandarines de la moral y el fin de la fiesta

Morante de la Puebla, a la verónica, en la plaza de toros de Murcia.
Morante de la Puebla, a la verónica, en la plaza de toros de Murcia.Toromedia

A nadie se le oculta, incluso entre los propios taurinos, que a la fiesta de los toros —tal como hoy se la conoce— le quedan dos telediarios. Aficionados muy serios, con un gran sentido común en sus cabezas, reconocen con profundo dolor, en público y en privado, algunos lo han hecho en este periódico, que sus nietos no gozarán como ellos de la emoción que puede surgir en la lucha entre un toro y un torero.

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Y ese peligro está ahí a pesar de que la tauromaquia ha demostrado una fortaleza cuasi eclesial a lo largo de su ya larga historia. Ha resistido con gallardía prohibiciones de las más altas instancias terrenales, desde el Papado de Roma hasta la monarquía española, y ha navegado victoriosa entre ácidas controversias intelectuales, saliendo a hombros de la izquierda y la derecha, soportando con estoicismo insultos de toda calaña.

Pero no está nada claro que pueda aguantar los ataques inmisericordes que la fiesta de los toros se inflige a sí misma, y las andanadas que sufre de parte de esa dictadora bienpensante de lo políticamente correcto que lideran las redes sociales y siguen los que están convencidos de su altura moral en este mundo errónea e injustamente dividido entre buenos y malos.

Hace unos días, Twitter cerró una cuenta de un seguidor del torero Morante de la Puebla por fomentar “el placer sádico”, al incluir imágenes de una faena de muleta y el tercio de banderillas de una corrida del diestro sevillano en Algeciras.

Y fueron muchos los antitaurinos que celebraron la decisión mientras el sector, con la excepción de una nota de la Fundación Toro de Lidia, y la afición se lamentaban, una vez más, en la barra del bar. Sorprende, y de qué manera, que una sociedad como la nuestra que venera, como debe ser, la libertad de expresión jalee un puntillazo en el hoyo de las agujas de este derecho fundamental que asiste a todo ser humano.

“Los aficionados a los toros harían cola en un matadero y no en una plaza si fueran refinados sádicos”

Por si esta no fuera razón suficiente, que lo es, Twitter se sitúa por encima de la legalidad española —la fiesta de los toros no es solo una actividad legal, sino que está reconocida por ley como patrimonio cultural―, lo que no parece importar demasiado a los enemigos taurinos, que olvidan que la democracia implica aceptar las decisiones de la soberanía popular aunque, a veces, no coincidan con sus ideas.

Pero hay algo más y más grave: Twitter se erige por su cuenta y riesgo en mandarín de la moral y establece que las imágenes de Morante fomentan “el placer sádico”. ¿Quién es Twitter, por muy empresa extranjera y privada que sea, para establecer que los aficionados a los toros son crueles torturadores que gozan refinadamente con la lidia y muerte de un toro? Y lo que es peor: ¿por qué lo admiten los antis, que se confiesan a los cuatro vientos militantes acérrimos de la libertad de pensamiento?

La fiesta de los toros puede gustar o no, tan respetable es una opinión como la contraria. Lo inadmisible es que quienes se sienten mejores personas por no acudir a una plaza tachen de sadismo el hecho de sentarse en un tendido. Claro que despegarse de la fiesta de los toros es lo que ordena hoy la corrección política: no está bien visto ser taurino.

Paseíllo en la plaza de toros de Valencia en 2017.
Paseíllo en la plaza de toros de Valencia en 2017.Teseo

Está de moda hoy el mascotismo (uno de cada tres españoles concedía en 2014 más importancia a su perro o a su gato que a sus amigos, según un estudio de la Fundación Affinity); los videojuegos, donde nuestros hijos aprenden a matar a otros de mil distintas maneras; las películas y series, en las que la violencia y los más bajos instintos se muestran a flor de piel… Pero los videojuegos están considerados como una sana diversión para niños y mayores, y las imágenes en pantalla son productos de la inspiración artística.

Por cierto, el mascotismo es un gran negocio mundial. En diciembre de 2016, El País Semanal publicaba un informe que decía que “la tendencia a tratar a los animales de compañía como hijos promueve una industria que el año pasado facturó más de 100.000 millones de euros solo en Estados Unidos, Europa, América Latina y Japón; y los europeos gastaron 30.000 millones de euros en sus mascotas, la mitad en comidas, y otro tanto en cuidados, medicinas y servicios”.

¿Existirá alguna relación entre este puñado de millones de euros y la creciente corriente animalista tan de moda en la sociedad moderna? Es verdad, por otra parte, que se ha reducido sensiblemente el número de espectadores asistentes a las plazas de toros, y que esta fiesta ya no figura entre las primeras opciones de ocio, como sucedía en tiempos de nuestros abuelos.

“Si twitter y algunos de sus seguidores tuvieran plena conciencia del concepto de libertad, se ahorrarían el insulto”

Pero se equivoca quien asegure que la causa principal es que quienes se han marchado lo han hecho porque sienten vergüenza ante la lidia y muerte de un toro. Si la sociedad española hubiera alcanzado ese alto nivel de conciencia moral, no admitiría de ningún modo desmanes mucho más serios y perniciosos para el ser humano.

Los toros han perdido público, fundamentalmente, (he aquí un modelo de autodestrucción) porque sus mentores han convertido la emocionante tauromaquia es un espectáculo largo, aburrido, previsible, monótono, rancio y carente de chispa y sorpresas, en el que el protagonista ha dejado de ser un animal guapo, altivo y poderoso, y se ofrece como una caricatura de sí mismo, enfermizo, obediente y lastimoso.

Y aún así sigue siendo el centro de interés de algunos millones de españoles entre los que se mezclan tendencias políticas, niveles económicos y diversidad profesional, y les une la búsqueda de emoción y la pasión por un animal mítico, nacido y criado para la lidia. Si los aficionados a los toros fueran refinados sádicos harían cola en un matadero y no en una plaza de toros.

Si Twitter y algunos de sus seguidores tuvieran plena conciencia del concepto de libertad, se ahorrarían el insulto. Los toros se acabarán, claro que sí, pero no por la causa moral que esgrimen quienes parecen más ocupados en causas animalistas que humanas, sino por la ineptitud de los taurinos y la indiferencia de los aficionados.


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