AFTER OFFICE
Dénmelo ahora y lo destruiré con mis propias manos. Harry Mulisch
¿Quién me mandó meterme aquí?
Me siento completamente fuera de lugar, por más que este living bien podría ser el de la casa de mis padres: el juego de sillones de respaldo bajo retapizado de manera periódica aunque salga muy caro porque se sabe que los muebles nuevos vienen cada vez peor; las lámparas de pie repartidas de manera estratégica por la sala para crear un efecto acogedor que la estridente araña colgando del centro exacto del techo amenaza todo el tiempo con destruir; el piso de parqué oscuro adornado con alfombras de estilos distintos y no necesariamente compatibles; el pequeño hogar empotrado en una esquina que hace décadas no se llena de leños pero que nadie decide tampoco convertir a gas; las cortinas siempre corridas para que no se vea desde la calle y este olor a casa de familia alemana que parece emanar de los libros escritos en ese idioma que se alinean sobre los estantes del amplio aparador donde también se guarda la vajilla para los días de fiesta, esas sí a celebrarse en fechas distintas que en mi familia: absolutamente todo podría estar, de hecho sigue estando, en la casa donde me crie junto a mis hermanos, a tan pocas cuadras de distancia que haría a tiempo de salir corriendo, comentárselo a mi padre y volver antes de que la dueña de casa reaparezca con las tazas de porcelana hechas casi en Alemania (Polonia) acompañadas de unos Spekulatius o unos Brezel comprados en Renania, la panadería alemana donde trabajé de joven a las órdenes de un pastelero muy gordo y bastante nazi.
Se me ocurre lo de correr a contarle a mi padre porque fue él quien de alguna manera me impulsó a escribir el libro que me trajo a su vez hasta este chalet casi vecino al que solo le estaría faltando una mezuzá en la puerta para ser el de él. El impulso nació del odio descontrolado que mi padre sentía por Adolf Eichmann, muy superior al que le despertaban los demás jerarcas nazis, incluido el otro Adolf, al que tal vez influenciado por Chaplin consideraba un personaje grotesco, indigno hasta de desdén. Cada tanto me repetía que Eichmann era la única persona en el mundo que de no haber estado muerta él hubiera querido asesinar con sus propias manos. Unas manos, conviene aclarar, con las que no podía ni ahogar a los gatitos que caían en el jardín de nuestra casa tras ser rechazados por sus madres y que por eso pasaban a engrosar nuestro zoológico casero hasta que les encontrábamos nuevo dueño.
Nunca entendí del todo el rencor específico por ese hombrecito gris, que además había sido juzgado y colgado, cuando había tantos que escaparon al debido castigo, además de ser mucho más atractivos como genios del mal. Tal vez tuviera que ver con que mi padre es arquitecto y a Eichmann lo apodaban así, el arquitecto del holocausto, o quizá porque vivió sus últimos años en Argentina, aunque de esos había muchos otros también.
Para averiguar el origen de los sentimientos de mi padre, quién sabe si no para poder compartirlos, se me ocurrió en algún momento investigar y escribir sobre los años que el genocida pasó en Argentina. Cuando le comenté mi intención, mi padre me dijo que no lo hiciera, que esa lacra humana no merecía que nadie se ocupara de ella, mucho menos el nieto de una sobreviviente de sus crímenes. Como seguí firme en mi propósito, me amenazó con que si decía algo bueno de Eichmann en mi libro, una sola cosa, no me dirigiría nunca más la palabra.
No volvimos a hablar del tema, y yo realmente dejé el proyecto en suspenso, asustado por posibles represalias familiares, hasta que en un asado de domingo, de la nada, porque mi padre ni siquiera bebe, me hizo una confesión que me dejó helado, por su banalidad atroz: siempre había querido saber, me dijo, qué vino tomó Eichmann antes de subirse al patíbulo. ¿Se lo podría averiguar si escribía la novela? Tras pensarlo a fondo, continuó, había llegado a la conclusión de que así como fueron judíos quienes encontraron y ajusticiaron al que en su opinión era el mayor criminal de todos los tiempos, quizá no fuera del todo paradójico ni errado que también fuera un judío el que se encargara de capturar al personaje y condenarlo a la ficción.
Ahora que terminé con mi cometido, o con el de mi padre, salí a caminar por el barrio, a despejar la mente, aunque con la vaga idea de recorrer los escenarios de la novela, que estuve evitando todo este tiempo, al igual que las películas sobre el tema, para no contaminármelos de presente. Nada más difícil de entender que el pasado cuando ocurre en el mismo lugar que nuestra vida actual, incluido el pasado propio. Si pudiéramos cambiar de cuerpo creo que nos costaría menos percibir cuánto hemos envejecido.
El primer objetivo de mi caminata era Chacabuco 4261, la casa en la que más tiempo vivieron los Eichmann durante su estadía en el país. A fines de los cincuenta, el agente que envió el Mossad para corroborar los datos que les había hecho llegar Lothar Hermann, el judío ciego padre de Silvia, desestimó la pista por considerar esta parte de Olivos como un barrio demasiado pobre para que se escondiera un jerarca nazi. El chalet estaba aún en pie, con su parte delantera y la trasera, a la que parecía que le hubieran agregado un segundo piso y un garaje. En el terreno de al lado habían construido un complejo de departamentos de dos cuerpos, espantoso y fuera de sitio, pero el resto de la cuadra seguía siendo de casas más o menos bajas. En la esquina con Paraná, una calle muy transitada por desembocar en lo que hoy es la inmensa autopista Panamericana, había un negocio de frenos y embragues, frente al que me pregunté si no sería la continuación del taller de motocicletas en el que había trabajado Dieter Eichmann en el momento del secuestro de su padre.
Tuve que refrenar mi instinto periodístico para no tocar el timbre de la casa y pedir que me dejaran pasar. No salí a seguir investigando, me recordé, sino a clausurar de una vez todo este pasado horrible visitando sus ruinas. Nada hubiera ganado, por lo demás, viendo el interior totalmente modificado de una vivienda como cualquier otra, salvo por el inquilino que se alojó en ella hace sesenta años. Había leído por ahí que a la casa de lo que ahora es Garibaldi 6067 en San Fernando iban buses cargados de turistas y que cuando la demolieron, a principios de este siglo, el lugar se llenó de curiosos. Aunque es cierto que la casa era la misma, no debe haber nada más diferente al San Fernando de aquella época que el San Fernando actual. A la vez, en la página de Wikipedia lo único que se dice de esa zona específica de San Fernando es que allí vivió el criminal de guerra Adolf Eichmann, como si nunca hubiera ocurrido otra cosa digna de mención. Y lo más triste, a riesgo de sobreestimar a nuestra nueva Enciclopedia Británica, es que probablemente sea cierto.
Pero más allá de las casas, lo que sentí caminando por estas calles fue que la presencia de Eichmann y de todos los nazis que se vinieron en la misma época había cambiado la geografía en su parte más sutil: el aire. Saber que aquí vivió ese asesino de masas había dejado la atmósfera enrarecida para siempre, como una nube tóxica que se expandiera hasta abarcar, aunque diluida, el país entero. La misma nube que cubre Alemania desde que terminó la guerra y empezó el trabajo de olvidarla, la misma nube que cubre Occidente y que no se termina de diluir, ni siquiera con la ayuda de más nubes holocáusticas. Esa era otra de las razones por la que no quería recorrer la parte parda del barrio, me di cuenta en ese momento: una vez finalizado el recorrido, yo debía seguir viviendo aquí. Se supone que la caja de vidrio en la que exhibieron a Eichmann en Jerusalén no buscaba cuidarlo de un eventual ataque sino que nadie en la sala tuviera que respirar el mismo oxígeno, una idea tan precisa del rechazo físico que genera la presencia de ese genocida, aun cuando ya no esté de cuerpo presente, que casi da igual que no sea más que un mito.
Ponerme patético tampoco era parte del plan peripatético, así que seguí mi nazi tour hacia la mansión de Mengele en Virrey Vertiz 970, con la idea de pasar antes por Monasterio 1429, que era donde al parecer guardaban por un rato a los inmigrantes legalmente ilegales ni bien llegaban, en su mayoría después de haberse escondido en monasterios italianos de verdad. Me quedé de este lado de la avenida Maipú para antes darme una vuelta por La Casona de Valentín Vergara 2547, donde ahora funcionaba una residencia geriátrica pero que a principios de los cincuenta había albergado la editorial Dürer, epicentro intelectual del nazismo trasnochado mediante Der Weg, esa revista que parecía escrita en los años treinta y que no era más antisemita solo porque no les alcanzaba el presupuesto para hacerla de más páginas.
Camino a lo que en materia cerebral ya era un vejestorio en los años cincuenta me crucé con la calle Libertad y decidí ver por fuera el búnker donde Eichmann cedió a la vanidad del libro propio. La casa con el número 2755, mucho más importante que la de los Eichmann, tenía plantado delante un palo borracho; de haberlo sabido lo habría puesto en la novela, no solo por el nombre sino por el tronco lleno de pinchos, un árbol entre ridículo e inhóspito, muy simbólico de la residencia que custodiaba. Me encendí un cigarrillo (volví a fumar mientras escribía la novela) sin saber muy bien qué pensar ante ese sitio cargado de historia, cuando del interior salió una señora y me preguntó qué andaba buscando, menos desconfiada que curiosa.
—¿Sabía que su casa es célebre? —le dije, entendiendo su inquietud ante mis merodeos.
—Lo sé, mis suegros se la compraron a Sassen.
Era una señora de unos setenta años, tal vez un poco más, muy flaca y bastante alta, de ojos claros, tupida cabellera entrecana y una nariz incongruentemente ancha en el rostro de pajarito, como si se hubiera hecho una cirugía para agrandarla en lugar de estilizarla. Llevaba puesta una bata de seda fucsia y pantuflas de gamuza, pero se notaba que debajo estaba vestida de calle, con pantalones de lino beige y una camisa estampada.
—¿Lo conoció?
—¿A Sassen? Creo que sí, pero no me acuerdo. Y usted por qué…
—Estoy escribiendo un libro sobre Eichmann.
—Ah, ¿quiere pasar?
La invitación me agarró desprevenido, desprevenidamente la acepté y aquí estoy entonces, esperando que Gertrudis, según dijo que se llamaba, vuelva de la cocina con el café que me ofreció para que yo pudiera acompañar mi cigarrillo, y de paso fumarse uno ella también. Somos pocos los fumadores que vamos quedando y el solo hecho de compartir el vicio genera una confianza mutua que de otro modo podría tardar años en establecerse.
—¿Me dijo entonces que está escribiendo un libro sobre Eichmann? —Reaparece con la bandeja de plata que imaginé y las tazas de porcelana que imaginé, aunque acompañadas no de Brezel sino de cuadraditos de Apfelstrudel, por supuesto que de la panadería Renania.
—Ya lo terminé, gracias a Dios. O al Diablo, en este caso.
—Eichmann vivía por esta zona. Mi marido, que en paz descanse, decía que de chico lo había visto más de una vez caminando por la calle.
—¿Su marido era alemán? —pregunto ingenuamente, dándole a la palabra el matiz inverso al que le daría un alemán preguntándome lo mismo a mí.
—No, argentino. Yo también. Nuestros padres eran alemanes, o sea, de él, el padre era austriaco y la madre, alemana. Los míos eran ambos alemanes.
Le convido al fin el cigarrillo que se ganó en buena ley, aunque intuyendo que lo debe tener prohibido y que me está usando de excusa para hacer algo que si entra algún hijo, suponiendo que tenga, me lo echará en cara a mí.
—Yo leí un libro sobre Eichmann —dice, degustando con tal fruición el tabaco que me tiento y procedo a encenderme otro—. Sobre cómo lo atraparon los del Mossad. Un libro apasionante, se lee como una novela.
Le pregunto cuál, no me sabe decir y le comento que hay tres libros escritos por exagentes israelíes. El primero en aparecer fue el del jefe del operativo, Isser Har’el, publicado en 1975 y basado en buena parte en el testimonio de Peter Malkin, que fue el que atrapó físicamente a Eichmann y que sacó su propio libro en 1990. Siete años más tarde salió, por último, la versión de Zvi Aharoni, que en realidad se llamaba Hermann Arndt, había nacido en Frankfurt (Oder) y fue el que interrogó a Eichmann. Gertrudis me dice que no se acuerda del autor pero que lo que más le impresionó fue la parte en que Eichmann les reza en hebreo a los del Mossad para demostrarles que es un amigo de los judíos, por lo que me veo en la obligación de decirle que eso lo dice Har’el, que no estuvo en el operativo, porque se lo contó Peter Malkin, que inventa la mitad de las cosas, empezando por la fantasía de que estuvo hablando con Eichmann mientras lo cuidaba, cuando lo cierto es que no tenían ninguna lengua en común.
—Lamento tener que informarle que eso que recuerda nunca ocurrió, lo mismo que varias otras cosas que se relatan en el libro.
—Lo de que lo llevaron al baño y cada vez que, bueno, que soltaba un gas pedía perdón, ¿tampoco es cierto?
—¿A usted qué le parece?
—Qué cosa —dice, decepcionada de que el libro que se leía como una novela resultara efectivamente una novela.
Vuelve a preguntarme por la mía y le hablo del odio visceral de mi padre por Eichmann, de cómo de ese odio nació mi curiosidad y la idea de escribir el libro, aunque más no fuera para averiguar qué marca de vino había tomado antes de que lo ahorcaran.
—En ese sentido yo también cumplí órdenes —me doy cuenta recién ahora—. No me puedo hacer responsable del resultado más que como cómplice. Lo mío fue Beihilfe zum Wort.*
—¿Sabe alemán?
Pasando a ese idioma le confieso la culpa y el miedo que siento ante lo que opinará mi padre por no haber descrito a Eichmann como el monstruo que pintó el fiscal durante el juicio, ni tampoco como el imbécil que popularizó Hanna Arendt, una mujer tan inteligente que para demostrar su desprecio por el villano de su libro no quiso reconocerle ni una pizca de la aptitud humana que ella más valoraba. Mucho menos me salió como un robot, o sea un imbécil en el sentido neutro del término, aunque sea la tesis del gran Harry Mulisch, que también estuvo en Jerusalén.
—¿Y cómo lo describe entonces?
—No sé. Como un mediocre que llegó lejos.
Un tarado bastante vivo. Un acomplejado con sed de venganza. Un antisemita de manual, aunque sin instrucciones de uso. Un sorete que aprendió a disimular su olor. Un fanático vencido por el egoísmo. Un cínico sentimental. Un valiente de la cobardía. Un pobre tipo rico en malevolencia. Un asesino tímido. Un desafortunado al que la suerte acompañó demasiado tiempo.
Me tiembla el ojo izquierdo y me lo calmo con un dedo, fingiendo que es por el humo del cigarrillo. Desde que la novela entró en el tramo final que empecé a notarme en la cara tics similares a los que tenía Eichmann.
—Para no saber, son un montón de definiciones —me consuela Gertrudis, tomando otro cigarrillo del paquete que dejé adrede sobre la mesa—. Quizá no haya nada que entender.
—No, no, claro que hay mucho para entender —me apresuro a rechazar el escepticismo, convencido como estoy de que si el sueño de la razón cría Eichmanns, su vigilia tiene que poder explicárnoslos—. El problema es que la comprensión no es una constante en casos como estos. No es como saber el punto de ebullición del agua. Tampoco es un progreso bien ordenadito desde la ignorancia hasta la erudición. Lo veo más bien como un vaivén. Hay cosas que no entendemos y después entendemos y más tarde dejamos de entender otra vez y pasa el tiempo y vuelven a parecernos evidentes, siempre de acuerdo a cómo nos vamos desarrollando nosotros mismos.
—Eichmann como un espejo —dice Gertrudis—. Un espejo negro. Muy simbólico.
—Sí, pero cuidado. Los nazis tenían una obsesión con la sangre en términos simbólicos que terminó siendo una obsesión por la sangre en términos bien concretos.
Se hace un silencio concreto que tiene también algo de simbólico. Es como si participaran de él las voces de Sassen y Eichmann y todo el círculo Dürer que de alguna manera siguen flotando entre estas paredes magnetofónicas.
—Hablando de cuestiones simbólicas —digo—, Eichmann le puso a Klement como fecha de nacimiento el 23 de mayo, que fue exactamente el día en que Ben-Gurión le anunció al mundo su captura.
—Ay, no sé —suspira Gertrudis—. A veces siento que lo mejor sería olvidarse un poco de todo eso. Cuénteme su propia historia.
Entiendo al fin que estoy siendo interrogado, recuerdo que vine acá siguiendo la misma ruta que debe haber seguido Eichmann en su momento y siento que debo hacer algo para salir de esta trampa en la que me he metido solito. Sin embargo, hablo.
Le cuento a Gertrudis que también mi familia llegó a este país desde Alemania, aunque en su caso huyendo de los que luego tuvieron que huir, la mayoría a priori y una, la Oma Ella, a posteriori. Para hacer más dramático mi relato, me limito a la historia de la Oma, resaltando que llegó a este lado del mundo el mismo año que Sassen.
—Una de las curiosidades de la historia de mi abuela es que siguió trabajando de enfermera en el hospital judío de Hamburgo hasta bien entrada la guerra y renunció a su puesto cuando un paciente le contó que había oído que su madre ciega estaba en Theresienstadt. Con uno de los últimos trenes que salieron de esa ciudad, cargado con los judíos condecorados de la Primera Guerra Mundial que hasta entonces habían quedado eximidos, la Oma se autodeportó, cumpliendo con su deber de hija a un extremo que hubiera dejado sorprendido al propio rey del cumplimiento del deber.
En el geriátrico, como llamaban los nazis a ese gueto, se encontró efectivamente con su mamá y se dedicó a cuidarla, lo mismo que a sus nuevos pacientes como enfermera. Hasta que llegó el día en que a la madre le tocó el turno de ser deportada a Auschwitz.
—Según me contó la Oma, fue a ver al rabino Beck, jefe espiritual de la ciudadela, y le preguntó qué debía hacer, porque todo el mundo sabía que Auschwitz era la muerte. «Vas a sobrevivir», me dijo la Oma que le dijo Beck, un vaticinio que se hubiera cumplido incluso si no sobrevivía, porque nadie se hubiera enterado nunca de que le había dicho esa barbaridad.
Volvió entonces a subirse a un Transport por voluntad propia, la petisa de veintipocos años que había tenido que huir de su pueblo natal porque los vecinos les hacían la vida imposible y cuya hermana ya había sido deportada y exterminada después de que se la llevaran de la casa de una tía casada con un alemán (también mi abuela decía «alemán» para referirse a los alemanes no judíos). Una vez que llegaron a Auschwitz, Mengele en persona, según su recuerdo (y por qué quitarle el modesto consuelo de haber sido víctima no de un asesino cualquiera sino de uno de renombre mundial), Mengele la separó de su madre, y cuando ella quiso seguirla incluso a la cámara de gas, le dio una patada en la cara que se la desfiguró para siempre. No se la pudo hacer curar, porque sabía que si iba a la enfermería le daban una inyección de la que no se volvía. A favor de la veracidad de su recuerdo, hay que decir que el experimento forzoso de ver cuánto demora en sanar por sí sola una herida de ese tipo solo podría haber sido pergeñado por el perverso que según ella la provocó.
La Oma llegó tan tarde a Auschwitz que no le tatuaron el clásico número en el brazo, pero a cambio no se perdió de participar de la evacuación a pie, una de las tantas marchas de la muerte que ella —para contento de Eichmann y de todos los que creen que el nombre de esas marchas es propaganda mosaica— tuvo la fortuna de sobrevivir. Su último trabajo no remunerado fue apilar cadáveres en el campo de concentración de BergenBelsen, hasta que las fuerzas no le dieron para más y se tiró ella misma en la pila a dejarse morir. Siempre quise saber el nombre del soldado norteamericano que se dio cuenta de que aún respiraba y la salvó.
—Esa es la historia de mi abuela —concluyo, pensando que en realidad es la mía, porque ahora soy el que la cuenta—. Del escritorio de Eichmann salió dos veces la orden para deportar a mi bisabuela y mi abuela la siguió por propia voluntad, para contrarrestar esas órdenes. Y para que yo pueda sentarme hoy acá a relatar lo que realmente pasó, que fue muy distinto a lo que contó Eichmann en este mismo lugar. Dicen que el que ríe último ríe mejor, pero callan que lo mismo le pasa al que llora.
Me pongo de pie, respirando hondo un aire purificado por la presencia casi física de mi abuela, como si su pequeño cuerpo hubiera sobrevivido incluso a su propia muerte, que ocurrió en paz y de puro vieja, y ahora poblara este recinto junto a su enorme espíritu inmortal. Me siento un chamán que ha sido convocado para espantar a los malos espíritus de una casa: nadie merece vivir entre nazis, ni siquiera una posible nazi. Solo me avergüenza tener que secarme la cara, no ser fuerte como la Oma, a la que jamás le vi derramar una lágrima por lo que le tocó vivir.
—Bueno, pero al final —me sonríe Gertrudis, ya de pie, intentando descomprimir la situación, aunque renuente a avanzar hacia la puerta, como un invitado que no se quiere ir— ¿averiguó lo del vino que quería saber su padre?
—Parece ser que se tomó media botella de un tinto seco israelí, de la bodega Carmel, propiedad de la familia Rothschild. —Repito información marca Malkin encontrada en la web, a modo de agradecimiento por la hospitalidad—. La misma familia, incidentalmente, dueña del palacio vienés que los nazis usurparon para instalar la Oficina Central de Emigración Judía, comandada por Eichmann.
—Igual lo que a mí me gustaría saber es si alguien se atrevió a tomar lo que quedó en la botella.
Me paro junto a la puerta, a la que fui yo el que la acompañó a ella más que al revés. Su duda parece ganarle en intrascendencia a la de mi padre, pero en el fondo es bastante simbólica. Así que le contesto concretamente que eso también lo averigüé y que el resto de la botella se la tomó mi abuela, del pico, a nuestra salud.
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