EL PAÍS

Los últimos días de Pompeyo

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Tras casi tres meses en prisión, Pompeyo González ha vuelto a casa, a la soledad de su piso de 40 metros cuadrados, como tantos otros jubilados. Y ahora que la justicia considera que no hay indicios de reincidir, y en vista de que sus actos no causaron ningún daño de gravedad, es posible ver lo trágico y lo cómico de su historia.

Un buen día, el anciano Pompeyo decidió enviar seis rudimentarios sobres con una pequeña cantidad de contenido incendiario. Los destinatarios fueron la fábrica española de armamento, una base militar de relevancia para la OTAN y la UE, el presidente del Gobierno y su ministra de Defensa, la embajada de Ucrania y la de EE UU. Nadie sabía entonces quién estaba detrás, pero sin duda era alguien contrario a que España se involucrara militarmente en el conflicto de Ucrania.

Los medios reprodujeron, como es costumbre, el argumentario recién llegado de The New York Times: el ataque habría sido planeado por el Kremlin y ejecutado por el ultraderechista Movimiento Imperial Ruso. Ahí es nada. Pero la investigación no condujo a Moscú, sino a Miranda de Ebro, pueblo de Pompeyo, que no tenía relación con gobierno alguno más allá de haber sido funcionario, y que tiraba más bien para el extremo izquierdo.

Transcurridas dos semanas desde su detención, el FBI insistía en mantener abierta la investigación en busca de otras líneas. Pompeyo les parecía decepcionante, cosa de poco. Sin pasado terrorista, había ejercido toda su vida como enterrador. Como enterrador minorista, de alcance local, nada que ver con Solana o Aznar. A Washington no le gustaba que les molestara un cateto de talla menuda que coleccionaba el periódico Granma, como hace un par de años fue molestada por otros catetos en Afganistán, o antes por unos vietnamitas también de talla menuda, o por los coleccionistas del Granma en la bahía de Cochinos de Cuba. Aunque parece que, al final, The New York Times y el FBI le cogieron el gusto al arquetipo del terrorista local independiente: para desviar la atención sobre la supuesta responsabilidad de EE UU en la detonación del gasoducto NordStream, sacaron a la luz que los saboteadores habrían sido unos particulares en lancha. Igual fueron unos jubilados aficionados al buceo.

El caso es que a diferencia de otros ancianos amantes de las bombas, como Biden, Pompeyo dio con los huesos en la cárcel. Los jueces temían que se fugase a Rusia cual Snowden septuagenario, pues también se le acusaba de ser un peligroso difusor de propaganda: tenía su propio canal de YouTube con dos suscriptores. Al final, Pompeyo fue descrito como un viejo loco cuyos actos no sirvieron para nada más que poner en riesgo a empleados de Correos y de seguridad.

Pero, aunque esto fuese así, el unabomber español tenía una intuición: que el enemigo no es Rusia, ni China, ni está en desiertos remotos o en montañas lejanas. Que, como dijo Lenin, el enemigo es siempre la burguesía propia, el bloque imperialista bajo el que uno vive, el complejo militar-industrial que pesa sobre su país. Y, partiendo de esta idea, el viejo Pompeyo fue el último comunista dispuesto a enviar sobres incendiarios contra la OTAN, mientras que el resto de la izquierda le mandaba fusiles, cañones y tanques, pero envueltos en papel de regalo.


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