Debió ser en la primavera de 1974, pero no me atrevo a asegurarlo. Hacía sol y calor. Como cada día, los becarios y naturalistas que vivíamos en Doñana estábamos almorzando en el comedor del vetusto Palacio, en una larga mesa común. Aunque no lo recuerdo con exactitud, supongo que allí andarían Laura y Javier, Matilde y Juan, Luis García y Huberto Kowalski, a más de Isabel y yo mismo. Seguramente era fin de semana, pues nos acompañaba Javier, hermano de Isabel llegado de visita desde Cádiz, donde hacía el servicio militar. Por aquel entonces faltaba mucho para que se inventaran internet, los teléfonos móviles y la fibra óptica, mas en el Palacio echábamos en falta facilidades descubiertas tiempo atrás: no había electricidad, ni línea telefónica, a menudo se averiaba el agua caliente y cuando llovía había que entrar y salir por un camino de arena parcialmente inundado de más de once kilómetros.
En aquellas circunstancias conformábamos con los caseros, guardas y sus familias, una pequeña comunidad bien avenida, con esas puntuales tensiones derivadas de incidencias minúsculas que caracterizan la convivencia en aislamiento. Y hablábamos siempre de bichos. Así que aquella tarde podíamos estar charlando de los pollos recién nacidos del águila imperial, del lince que se había cruzado ante unos turistas o, quizás, de la carraca avistada por Kowalski o del mugido de avetoro que creía haber oído Luis al amanecer. El caso es que llegó un coche, lo que no era frecuente, e inmediatamente irrumpieron en el comedor, dando grandes voces, Camoyán y Pepe Peces: “¡Dejad de comer y venid a ayudarnos, todos fuera!”. Nos molestó su exigencia, una de esas naderías que acabo de mencionar. “Calma, esperad a que terminemos, ¿qué tripa se os ha roto?”. En vano invocaron órdenes de Valverde, el director que los enviaba, pero todo cambió de repente cuando, desesperados, gritaron: “¡Traemos un esturión vivo”!
Era un animal espléndido, con su morro alargado, la cola asimétrica, la pequeña boca precedida de llamativos barbillones en situación ventral, y esas placas laterales características que le daban un aire prehistórico
Camoyán era Antonio Camoyán Pérez, médico devenido en portentoso fotógrafo de la naturaleza; había volcado gran parte de su vida en Doñana, que le debe mucho, y jamás dijo que no a cualquier petición de ayuda. Y Pepe Peces era José Antonio Hernando Casal, joven becario que entonces empezaba su tesis doctoral sobre los peces de las marismas del Guadalquivir, y que más tarde haría casi toda su carrera académica en la Universidad de Cádiz. La mención al esturión nos hizo dejarlo todo y salir atropelladamente al exterior, con la comida en la boca. Ninguno habíamos visto jamás un esturión con vida. Atravesado en el portamaletas del coche, que tenía los asientos traseros abatidos, y envuelto en toallas y mantas empapadas, nos pareció enorme, tan largo como una persona, si no más. Era un animal espléndido, con su morro alargado, la cola asimétrica, la pequeña boca precedida de llamativos barbillones en situación ventral, y esas placas laterales características que le daban un aire prehistórico. No sabíamos si respiraba, y aunque lo llevamos con prisa hasta el agua, en el lucio frente al Palacio, murió en poco tiempo.
Los esturiones habían sido comunes en el Guadalquivir. Son peces anádromos, lo que significa que, aunque pasen gran parte de su vida en el mar, especialmente en su juventud, remontan los ríos para reproducirse. Además, a diferencia de los salmones que, agotados, no sobreviven a la freza, los esturiones suelen retornar al mar tras la puesta y pueden criar varios años seguidos. Hallazgos prehistóricos han mostrado que estuvieron presentes en todos los grandes ríos peninsulares, pero su decadencia y extinción en el Guadalquivir están particularmente bien documentadas. Se cuenta que su carne se vendía ahumada y que en tiempos pasados sus huevas, el famoso caviar, eran consumidas por los monjes de la Cartuja sevillana. En 1931, sin embargo, se cerró la presa de Alcalá del Río, apenas aguas arriba de Sevilla capital y por debajo de los lechos de grava donde frezaban los esturiones, que se tornaron inalcanzables para ellos. Casi simultáneamente, quizás por casualidad, la familia Ybarra abrió en Coria del Río una factoría para producir caviar, en parte destinado a la exportación. Contrataron para los aspectos técnicos a un experto de origen ruso llamado Teodoro Classen, que introdujo nuevas técnicas de pesca y registró minuciosamente toda la información sobre las capturas.
La modernidad se había confabulado contra los esturiones. Los anguleros del estuario capturaban miles de alevines en sus redes de cuchara. Por su parte, los pescadores industriales de la factoría calaban el espinel, una ristra con cientos de grandes anzuelos tendida de un lado a otro del río, a ras del fondo, donde las pesadas hembras cargadas de huevos quedaban prendidas en su viaje río arriba. Los ejemplares que, aun con ello, lograban remontar, se amontonaban bajo la presa de Alcalá del Río y eran capturados con redes cuando trataban febrilmente de frezar en un lugar inadecuado. El declive poblacional era inevitable. Poco antes de la Guerra Civil se recibían en la factoría de Coria casi 400 animales en un año, en 1961 fueron 49, y en 1968 solo 4. La fábrica de caviar cerró en 1970 constatando “la falta de entrada de pescado en el río”, tras haber procesado aproximadamente 4.000 esturiones en su historia.
El ejemplar moribundo que llegó a Doñana en 1974 procedía de Alcalá del Río y fue uno de los últimos de su estirpe en el Guadalquivir. Valverde había dado aviso a sus contactos ribereños para que le guardaran cualquier esturión capturado vivo, pensando en la potencial cría en cautividad (de hecho, recibió otro que llegó a vivir varios meses en una alberca en Sierra Morena). Enfermo, ordenó a Camoyán y Pepe Peces que lo transportaran al Coto, donde nos enervaron con su inopinada entrada al comedor. Antonio Camoyán ha fallecido pocos días antes de la pasada Navidad y José Hernando casi exactamente un mes después. Con ambos mantuve contacto y amistad hasta el final. Hoy, añorándolos, mis pensamientos han volado por su cuenta y han recalado en los esturiones, que también se fueron. Quiero imaginar que Antonio y Pepe se han vuelto a reunir. Si han podido elegir, habrán renunciado a las grandes praderas de las eternas cacerías para optar por el gran río de las eternas migraciones, donde ni la contaminación, ni las barreras insalvables, ni los anzuelos arteros que atrapan por la barriga, impiden a los peces viajeros vivir en paz. Pasearán por la ribera arbolada, el uno captando colores y luces, el otro enumerando anguilas, lampreas, esturiones, sabogas y sábalos.
Puedes seguir a Materia en Facebook, Twitter, Instagram o suscribirte aquí a nuestra newsletter