Los volcanes y la Luna, entre el cielo y el infierno

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Se le han abierto las tripas a la Isla Bonita. Un río de lava, roja, la recorre. La isla crece, la Tierra crece, la Luna gira. Aumentará también el terreno edificable y la saciedad de los ojos que miran las cifras de visitantes que ganará, o no, al año mientras se pierden casas, recuerdos y plataneras.

La Palma es especial. Los astrofísicos lo sabemos tan bien que hace años venimos cuidando de sus luces para que nos permitan ver los cielos. Desde allí se han descubierto planetas, construido los mapas de galaxias enteras, se ha desentrañado la química del Universo y se ha mirado a lo más profundo y oscuro, nuestro pasado. Ahora la Palma ruge y nos sigue enamorando porque desde sus entrañas abiertas nos recuerda lo que somos: frágiles y fútiles habitantes de un planeta vivo.

En nuestra cultura, la conexión que se establece entre los volcanes y el infierno es bastante obvia; basta contemplar por un momento las imágenes que nos llegan del volcán sin nombre. De hecho, en la mitología griega y romana, el Averno, el cráter de un volcán extinto localizado en el sur de Italia, representaba la entrada al inframundo; y eso sigue siendo, un lugar de castigo eterno o donde habita el espíritu de los muertos según la RAE.

Menos obvia es la conexión de los volcanes con los cielos, más allá de que sus cumbres son lugares idóneos donde colocar telescopios (véanse los observatorios del Roque de los muchachos, Teide y Maunakea). Pero, fueron precisamente erupciones volcánicas, nada menos que en la Luna, una de las hipótesis que se barajaba en los círculos científicos de occidente a finales del siglo XIX para entender el fenómeno de las lluvias de estrellas (incluidos los bólidos, meteoroides y los meteoros). Incluso, el famoso matemático Simeón Denis Poisson afirmó que rocas de una erupción en la superficie de nuestro satélite podrían escapar la atracción gravitatoria de la Luna (2.4 km/s o 8640 km/h) e impactar sobre nuestro planeta.

Hoy sabemos que existen rocas flotando en el espacio, que pueden impactar en nuestro planeta o incendiarse en contacto con la atmósfera. También hemos aprendido que la Luna no tiene actividad volcánica obvia, con una corteza monolítica y sólida que no está rota como la de la Tierra, y su interior ya no deja salir lava. La razón es el tamaño; como nuestro satélite es mucho más pequeño que la Tierra, se enfrió mucho más rápido tras su formación. En el pasado, la superficie lunar estuvo fundida completamente y las zonas llamadas maria (en singular mare, de mar porque eso es lo que parecían desde la Tierra hace tres siglos), son cuencas formadas por enormes impactos que consiguieron rajar la corteza lunar provocando que el material fundido del interior emergiera a la superficie y las inundara de lava. Son las manchas de un color gris apagado que se ven en su superficie. Tienen, ahora lo sabemos bien, el color de la lava solidificada y menos cráteres, por eso se sabe que son más jóvenes porque han tenido menos tiempo de sufrir impactos de meteoritos. Curiosamente, y por una razón que no abordamos hoy, hay menos mares en la cara oculta de la Luna.

Y en Luna llena, como hoy, a nuestro satélite se le atribuyen todo tipo de fenómenos: culturales, ancestrales, mitológicos, psicológicos, reproductivos. Tenemos desde transformaciones en hombre lobo a partos, esquizofrenias y peleas; el abanico es inmenso. Pero entre los que medimos los físicos están las fuerzas de marea que frenan la rotación de nuestro planeta alargando la duración del día terrestre y que se hacen más obvias en las grandes masas líquidas, pero que son también apreciables en la corteza que se eleva por efecto de la gravedad lunar unos treinta centímetros. La Luna estira y encoge a la Tierra a medida que se desplaza por su órbita y lo mismo, aunque nos importe menos, hace la Tierra con la Luna. Las mayores deformaciones de la Luna ocurren cuando estamos más cerca, en el perigeo de la órbita, y pueden llegar a medir sesenta centímetros.

En la Luna se miden además unos tres mil lunamotos al año, que son pocos y poco intensos comparados con los de la Tierra donde se registran cientos de miles al año. El origen también es diferente, ya que en nuestro planeta se producen sobre todo por el movimiento de las placas en las que está dividida la corteza, pero como la Luna tiene una capa única cubriendo la superficie, el origen de estos temblores lunares es otro. Por ejemplo, los temblores térmicos se producen al calentarse y expandirse la corteza cuando sale el Sol después de dos semanas de noche lunar ultracongelada. También provocan temblores los impactos de meteoritos. Pero los más profundos y frecuentes se producen a unos setecientos kilómetros por debajo de la superficie, a causa de las fuerzas de marea. Cuando se produce una vibración en la Luna, al ser fría, seca y casi rígida (parece que estoy hablando de Castilla) no hay nada que la atenúe. En nuestro planeta, los terremotos más intensos son breves (de segundos, o como mucho de uno o dos minutos), porque la vibración se disipa rápidamente.

La actividad volcánica ha creado las montañas más altas de nuestro planeta y me parece de lo más poético que el lugar donde la Tierra nos enseña sus entrañas también sea el lugar que nos ayuda a desentrañar los misterios del cielo. Es La Palma uno de esos puntos donde el entramado global de la biología y la geología, la cultura, la historia y la ciencia está tejido de manera magistral. Lo que nos permite estar vivos, el ciclo geológico que se cierra y se abre, se toca en su cima con aquello que nos ayuda a ver más allá: las estrellas, otros mundos, nuestros orígenes cósmicos.

Eva Villaver es investigadora del Centro de Astrobiología, dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (CAB/CSIC-INTA).

Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de 1 átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología; Patricia Sánchez Blázquez, profesora titular en la Universidad Complutense de Madrid (UCM); y Eva Villaver, investigadora del Centro de Astrobiología

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