Louis C. K. no existe. Llena teatros por medio mundo, vende especiales de comedia por internet como rosquillas y sus devotos lo somos tanto que le reímos hasta los carraspeos: no puede terminar una frase sin que estallemos en carcajadas. Pero no existe, como la mafia.
Yo lo vi esta semana en Barcelona, en uno de los dos espectáculos que dio en un teatro del Paralelo. Lo escribo aquí no tanto para dejar constancia, sino a modo de pellizco, para convencerme de que fue verdad. En la puerta me encontré a la élite de la comedia barcelonesa, pero he repasado sus cuentas de Twitter y ninguno ha contado que estuvo allí (a lo mejor lo contaron en Instagram, donde no te escupen). El teatro tampoco anunciaba el espectáculo en su marquesina. Tanto secretismo masónico me ha hecho dudar de mi memoria, pero tengo pruebas de que aquello sucedió. Pruebas fisiológicas: aún sufro agujetas en el diafragma por las risas.
Louis fue cancelado sin remisión posible por unas guarrerías masturbatorias. Antes de eso, estaba en todas partes y producía series que aplaudía hasta el crítico más esquinado. Se ha rehecho de aquello, ha incorporado su caída y redención a los monólogos y pasea por el mundo convirtiendo la burricie escatológica en arte, como hacían los juglares. La situación tiene sus ventajas: todos los que asistimos sabemos a lo que vamos, no hay ningún despistado cuya sensibilidad pueda ser herida. Allí somos todos adultos comportándonos como niños que se ríen de la caca, el culo, el pedo y el pis. Puede que esa sea la fórmula para no perdernos en polémicas idiotas, pero yo echo de menos su talento para la tele y me fastidia tener que bajar a las catacumbas para disfrutarlo, como cuando alquilábamos porno en la parte de atrás del videoclub y decíamos que era para un amigo.
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