Existen cuerpos, a quien llamo simulacros, especies de membranas que, desprendidas de las superficies de los cuerpos, voltean por el aire, al azar, de continuo, noche y día. Y el espíritu agitan con terrores, nos hacen ver figuras monstruosas y espectros y fantasmas terribles, que el sueño nos arranca muchas veces.
Lucrecio (De la naturaleza de las cosas, Libro IV)
La teoría cuántica nace en la Alemania de Weimar, en unas circunstancias de inestabilidad y crisis que recuerdan a la Florencia de los Medici previa al Renacimiento. Un periodo de intensos conflictos, de pobreza y desesperación, de gran inestabilidad política y profundas crisis económicas. Un caos político y social que facilitó el ascenso de Hitler al poder. La violencia en las calles y la desesperación conviven con extravagantes movimientos creativos, la vida nocturna y los cabarets. En esa extrema pobreza, con una incertidumbre e inflación desbocadas, surgen las vanguardias artísticas: el expresionismo de Paul Klee, el cine de Fritz Lang, el teatro de Bertolt Brecht. Parece el momento adecuado para prescindir de la causalidad: en el caos, no hay error.
En ese contexto, Arnold Sommerfeld, profesor de física en Múnich (epicentro de los conflictos del país y donde acaba de fracasar una revolución bolchevique) y un hombre de orden, se convierte en el catalizador inicial de la revolución cuántica. No sólo se toma en serio lo que a primera vista parece un disparate: el modelo atómico de Bohr, sino que además es capaz de perfeccionarlo. Un modelo incoherente, pero que funciona experimentalmente. Cada una de las reglas que rige esa extraña entelequia (híbrido de naturaleza y cultura) parece impuesta por decreto. Sommerfeld tiene dos estudiantes que serán decisivos para la teoría: Pauli y Heisenberg (y un advenedizo, García Bacca, un joven teólogo interesado en la física matemática). Mientras tanto, Einstein lamenta que las bases no están muy claras. Él ha sido el primero en afirmar la realidad de los cuantos de luz, pero no puede aceptar las implicaciones de la teoría. Viola el determinismo y la objetividad del mundo natural. Los cuantos contradicen el electromagnetismo clásico de Maxwell. Las ondas se comportan de forma suave y continua, los cuantos, de un modo abrupto e impulsivo, más acorde con los tiempos. Es entonces cuando Einstein encuentra un aliado en París. Un miembro del tribunal le ha enviado una tesis doctoral que nadie entiende. Se trata del trabajo de un joven aristócrata francés: Louis de Broglie.
Hasta la aparición de De Broglie, los acontecimientos se han sucedido rápidamente. En 1922, Heisenberg conoce a Bohr tras una conferencia en Gotinga. El danés lo invita a dar un paseo por los alrededores de la ciudad. Diseccionan la nueva teoría. Heisenberg se queda atónito al oírle decir: “Cuando se trata de átomos, el lenguaje sólo se puede utilizar como en poesía. El poeta no está tan preocupado por describir los hechos como por crear imágenes y establecer conexiones mentales”. Todo suena diferente en los labios de Bohr. Ascienden una pequeña colina. ¿Cuál es la realidad intrínseca del átomo? Quizá la pregunta carezca de sentido. Otros físicos como él seguirán la mística de Bohr. En cierto sentido, es responsabilidad del oyente interpretar las palabras de Bohr (elegidas cuidadosamente). La magia de los cuantos fue, de hecho, la magia de las palabras en boca de este genial escandinavo. Mientras tanto, Max Born se resiste a afirmar nada que no pueda expresarse en lenguaje matemático formal. Pero Bohr lo hace constantemente, y después busca ayuda para encontrar las matemáticas (o inventarlas, que es lo que hizo Heisenberg con la mecánica matricial). Uno de los factores de éxito de la teoría, me atrevería a decir que el más decisivo, son las dotes persuasivas de Bohr. Otro, cierta ceguera para la física del pasado. Pauli sugiere a Heisenberg que es más fácil encontrar el camino si no se está familiarizado con la física clásica. Y el joven se ha lanzado a ello, con la mente abierta, buscando soluciones ingeniosas o radicalmente nuevas. El orden clásico de la física se desintegra, como lo ha hecho el Kaiserreich, y Heisenberg salta al vacío en busca de un nuevo sistema. Kuhn lo explica bien: el joven investigador no siente nostalgia por las viejas certezas, pues no ha convivido con ellas el tiempo suficiente.
El problema de lo Uno y lo múltiple, el más decisivo de los problemas en filosofía (según William James), en física toma la forma del problema de lo continuo y lo discreto (o discontinuo). La luz y la materia son sus principales representantes. Dos tendencias, tradicionalmente antagonistas, que podrían ser complementarias. Esa polaridad se manifiesta en todas las culturas. En India tomó la forma de la plenitud y el vacío. Nuestro tiempo, tan distraído y frenético, conecta más con el vacío que con la plenitud, sencillamente porque todo está lleno de cosas (productos, información, deseos), un movimiento perpetuo que reclama, de un modo instintivo e inconsciente, detenerse, limpiar la mente, volverla diáfana. Cuando no haya nada, cuando los impulsos y afanes inconscientes hayan acabado con todo, entonces buscaremos la plenitud, el continuo. Hoy vivimos en un tiempo cuántico, discontinuo, vacío, en el que la luz y la materia van cada una por su lado. Pero esto es sólo el “efecto” de la cualidad de nuestro tiempo. Materia y luz mantienen un diálogo perpetuo desde que el mundo es mundo, sólo que ahora resulta más difícil escucharlo.
En la época moderna, la antigua querella gira en torno a la naturaleza de la luz. Huygens pensaba que la luz era continua, Newton que era discreta. La autoridad del último prevaleció. Con Fresnel volvió a ser continua, con Einstein regresó a la antigua discreción. De Broglie y Bohr encuentran una solución salomónica para el viejo dilema. Los dos aspectos antagónicos de la materia y la luz no son contrarios, sino complementarios. La voz de Heráclito vuelve a resonar. Contraria sunt complementa. Bohr hace grabar la leyenda en su escudo de armas.
Diálogo de materia y la luz
El materialismo, que sedujo a las grandes inteligencias decimonónicas, ha tenido una idea incompleta de la materia. Se creyó que la materia era masa inerte, compacta e impenetrable, y la física descubrió que era vacío y luz. El núcleo atómico: una mosca en una catedral, como diría el gran Rutherford. Aunque la idea ya se había barajado en la Antigüedad, la confirmación moderna vino de la mano de la física. La tesis doctoral de De Broglie, que ninguno de los miembros del tribunal que la juzgaba entendió, acabó, por azares de la historia, en manos de Einstein. Cuando el alemán la leyó, confesó a un amigo: “Ha levantado una de las esquinas del gran velo”.
La familia De Broglie sirvió desde antiguo a los reyes de Francia. Luis XV otorgó a uno de sus antepasados el título de duque como reconocimiento a esos servicios. Con la llegada de la República, los que habían sido consejeros del rey, son ahora diplomáticos, ministros y altos funcionarios del Estado. Maurice, el hermano mayor de Louis, es un exmilitar que ha abandonado la marina para dedicarse a la carrera científica. Louis se decide por la historia medieval, pero pronto se aburre del trabajo de archivo y del estudio crítico de textos y fuentes. Comienza a leer libros de física en el laboratorio de su hermano. En 1911, viaja a Bruselas junto a Maurice, que ejerce de secretario en el Primer Congreso Solvay. En el lujoso Hotel Metropole se reúnen los físicos más eminentes de Europa. Desde la distancia puede ver por primera vez a Einstein, Planck, Lorentz, Poincaré y Curie. Tras leer las actas del Congreso, decide convertirse en físico.
Estalla la Primera Guerra Mundial y Louis pasa cuatro años encargado de una emisora de radio ubicada en la torre Eiffel. Mientras tanto, el laboratorio de su hermano le permite investigar los rayos X y el efecto fotoeléctrico. Los De Broglie aprenden a convivir con la extraña dualidad de la luz. Ambos aceptaban que tanto la teoría ondulatoria de la luz como la corpuscular deben ser válidas. Ninguna de ellas por separado puede explicar la difracción y el efecto fotoeléctrico.
El factor Planck
En algunos lugares de México, la gente se saluda diciendo “qué onda”, en el supuesto de que toda persona tiene una onda asociada. Esa onda, apenas detectable en la experiencia cotidiana, resulta esencial en el mundo subatómico. Todos tenemos una onda asociada, aunque solo se percibe de manera inconsciente. Quien es insensible a las ondas asociadas de sus congéneres, tropezará una y otra vez con malentendidos e incomprensiones. Quien sea capaz de sintonizar con ellas, navegará entre las personas como en un fluido. En 1923, tras un largo periodo de reflexión y soledad, De Broglie llega a la conclusión de que el descubrimiento hecho por Einstein de los cuantos de luz debe extenderse a todas las partículas materiales (y en concreto, a los electrones). Si las ondas pueden comportarse como corpúsculos, los corpúsculos también podrán comportarse como ondas. Una delgada línea separa la materia de la radiación.
Una década antes, para evitar que el electrón del átomo de Rutherford se precipitara sobre el núcleo, Bohr se vio obligado a postular las órbitas estacionarias (el electrón como onda estacionaria es como la cuerda de una guitarra, atada por ambos lados). Las emisiones electrónicas hacen música y, en cierto sentido, recuperan la idea de Pitágoras. La armonía de las altas estrellas se proyecta también en lo diminuto. Las ondas estacionarias forman un conjunto discreto de posibles longitudes de onda. La más larga dobla la longitud de la cuerda, la más corta es la mitad de la longitud de la cuerda. Si en lugar de considerar el electrón como una partícula que gira en torno al núcleo, se lo considera como una onda estacionaria, no experimenta aceleración ni pierde energía, con lo que no caerá sobre el núcleo. De Broglie descubrió que el principal número cuántico de Bohr (n) se refería a las ondas estacionarias del electrón que podían existir. Lo publicó en 1923, junto con la idea de que los electrones se comportan como los fotones (la materia es luz): pueden ser ondas y pueden ser partículas. Todas estas ideas las reunió en la tesis doctoral que llegó a manos de Einstein, donde sugería la dualidad onda-corpúsculo para toda la materia, una hipótesis confirmada en el laboratorio por Thomson y Davisson. En ocasiones la materia se comportaba como una onda extendida sobre una amplia región del espacio, mientras que en otras lo hacía como una partícula. La revolución cuántica había despegado, faltaba el toque final, la formulación matemática de Heisenberg, Born y Jordan.
Si la luz actúa de forma que parece una corriente de partículas, entonces las partículas podrían tener algunas de las propiedades de las ondas. De Broglie logró combinar con ingenio la cuantización de Planck (E = hν) con la famosa ecuación de Einstein (E = mc2). Asoció la longitud de onda con la velocidad de la partícula: cuanto más veloz, menor era su longitud de onda. Aplicó esta idea al modelo obsoleto del átomo de Bohr y llegó a un resultado sorprendente. El electrón que gira en la primera onda estacionaria tenía una longitud de onda igual a la circunferencia del orbital. Para el siguiente estado estacionario era el doble, para el siguiente el triple y así sucesivamente en progresión simple. Parecían cuerdas vibratorias. Publicó esta idea en dos artículos en 1923, que pasaron desapercibidos. La noticia llegó a oídos de Schrödinger, que trabajaba en Zúrich, y escribió un artículo ampliando la idea de De Broglie. Y en 1925, en un refugio de montaña de Davos al que había escapado con su amante, encontró una ecuación para las ondas que captaba la intuición de De Broglie. Aplicada al átomo, la ecuación daba un número limitado de soluciones, cada una de las cuales representaba un estado del átomo para una energía fija. La partícula no era una pequeña bola de billar sino un paquete formado por ondas que creaba la ilusión de un objeto discreto. En esencia, la materia no era compacta sino vibrante. Todo se reducía a ondas y el mundo subyacente era un perfecto continuo, sin entidades discretas. Los saltos cuánticos no existían, sólo suaves transiciones de un estado a otro. Einstein vio claro que las ondas de Schrödinger eran la última esperanza que tenía la física clásica de recuperar el dominio teórico. Se equivocaba. Max Born, en Gotinga, se encargaría de mostrar que no eran ecuaciones de onda, sino funciones de onda abstractas cuyo significado físico era probabilístico. La mecánica ondulatoria y la matricial eran dos formalismos matemáticos para una misma teoría. En todo caso, el determinismo en física tocaba a su fin.
El átomo singular
El átomo se halla gobernado por la luz (por “cuantos de luz”). El átomo emite y absorbe radiación. Emite luz cuando está excitado, la absorbe cuando recibe luz. Se podría decir, a riesgo de desplazar en exceso la metáfora, que el átomo respira luz. La luz es su pulsión interna. Y es mediante esa luz como estudiamos su comportamiento. Ese “comportamiento” no está regido por leyes fijas, sino más bien por hábitos. El diccionario de la RAE define el hábito como un “modo especial de proceder”, que se adquiere “por repetición de actos iguales o semejantes”, o que puede originarse por “tendencias instintivas”. Hay palabras significativas en esta definición. El átomo tiene un carácter singular y procede por instinto. O quizá sería mejor decir: la partícula dentro del átomo es singular e instintiva. No la gobierna una ley fija, impersonal y “mecánica”. El salto del electrón ocurre de manera instantánea y resulta imposible identificar dónde se encuentra el electrón durante la transición. Desaparece de un estado y aparece en otro. Y al hacerlo, emite un destello de luz. Un resplandor efímero, una ráfaga llamada “cuanto”.
Observamos el átomo gracias a la imagen obtenida por un espectrógrafo. El espectro muestra la distribución de la intensidad de una radiación en función de una magnitud característica, como la longitud de onda, la energía o la temperatura. La apariencia de la llama cambia en función de cuál sea el metal que arde. Cada elemento tiene su propia luz y produce un conjunto específico de líneas espectrales. Esa huella luminosa es el ADN de la materia y, gracias a ella, podemos identificarla en lugares lejanos como estrellas y galaxias. La espectrografía nos permite conocer los elementos químicos que hay en el sol. En 1913, cuando Bohr diseñó su modelo atómico, pensó que tenía que haber un vínculo entre las líneas espectrales del hidrógeno y su estructura interna, pero no sabía cuál. Desconocía entonces la fórmula de Balmer, que da cuenta de las cuatro líneas espectrales de emisión del átomo de hidrógeno. Cuando entró en contacto con ella gracias a un amigo, lo vio claro. Eran los electrones saltando entre los diferentes estados estacionarios. Pura animación: la materia vibra como la luz.
La cuestión del determinismo
De Broglie publica Materia y luz en 1937, libro que traduce en España Xavier Zubiri. Allí dice: “Cuán lejos estamos hoy del mecanicismo, un poco ingenuo y simplista. Cuando descendemos a las estructuras íntimas de la materia, los conceptos forjados en el curso de la experiencia cotidiana, especialmente nuestras nociones del espacio y el tiempo, son impotentes para describir los mundos en los que penetramos”. Esas entidades elementales “flotan en el espacio y en el tiempo como en un traje que no ha sido cortado para ellas”. El determinismo “se ha visto forzado a doblegarse”. Deduce que estas nuevas y sorprendentes perspectivas, repercutirán necesariamente en la filosofía que vendrá. Y no sólo eso. La posibilidad de abrir los yacimientos energéticos del átomo exige algunas reservas. “No todas las aplicaciones de la ciencia son bienhechoras, ni es cierto que su desarrollo asegure el progreso humano, que depende mucho más de la elevación espiritual y moral de la persona que de las condiciones materiales de su vida”.
En este momento de su vida, De Broglie asume sin reservas el fin de la ilusión de Laplace. El determinismo clásico ha muerto. Y no sólo eso. El carácter singular de la emisión radiactiva, cuya indeterminación no depende de la intervención del observador, se puede extender a los saltos de los electrones en átomos estables y a las partículas que se desintegran de manera espontánea. Las leyes de la mecánica clásica, con su rigor aparente, son una ilusión macroscópica. La vida interior de la materia resulta inexplicable con las viejas categorías de espacio y tiempo de la física clásica. La materia parece viva, respira luz, se comporta de un modo espontáneo e impredecible.
La indeterminación esencial de estos sucesos no se debe a la falta de precisión de los instrumentos. Es una característica esencial del mundo atómico. Un paisaje parecido al esbozado por Bergson en La evolución creadora. En él, la naturaleza aparece, a cada instante, vacilando entre posibilidades. El tiempo mismo es vacilación, duda o titubeo. Si no es eso, nos dice Bergson, no es nada. Los efectos son una posibilidad de las causas, pero no están determinados por éstas. De Broglie conoce y admira la obra de Bergson. Asocia su interpretación de la paradoja de la flecha de Zenón con el “factor Planck”, que impide conocer simultáneamente con exactitud la posición y la velocidad de una partícula. En este sentido, el término “posición” es una idealización, así como el término “velocidad”. Dos idealizaciones compatibles a escala macroscópica, pero incompatibles a nivel subatómico. La complementariedad entre unidad individual y sistema, afirma De Broglie, “hace que el sistema en física cuántica sea una especie de organismo en cuya unidad se encuentran casi reabsorbidas las unidades elementales que los constituyen. En el interior, la unidad física pierde su individualidad, al fundirse en la individualidad más amplia del sistema”. Es decir, el electrón ya no es meramente el electrón, sino que incorpora las características (la teoría) del aparato que lo detecta. “De modo que la partícula resulta inobservable cuando está metida en el sistema y el sistema se rompe cuando se identifica la partícula”. El concepto de unidad física, al margen del dispositivo experimental, pierde su sentido. Las nociones de unidad física y de sistema son útiles a nivel macroscópico, pero, cuando afinamos la mirada, nos vemos obligados a reconocer que se trata de idealizaciones que carecen de sentido a escala subatómica. Los tres conceptos clave de la física clásica, desde Newton a Einstein: “Causalidad, determinismo y necesidad”, son sustituidos, como propone Max Born, por “probabilidad, vida y libertad”.
Estas eran las ideas de De Broglie en los años treinta, poco después de recibir el premio Nobel. Es el momento álgido de la mecánica cuántica. Se han clarificado las consecuencias epistemológicas del principio de incertidumbre de Heisenberg y del principio de complementariedad de Bohr, que va un paso más allá. Dos décadas después, ante la Sociedad Filosófica Francesa, De Broglie anunciará (llevado quizá por la nostalgia de la claridad), su regreso al determinismo de Descartes. Renuncia a la “nueva objetividad” que no prescinde del observador, en cuya figura se inscribe el aparato y la teoría, renuncia a la idea del átomo como híbrido entre naturaleza y cultura. Una nueva objetividad por la que están luchando Bohr, William James, Perice y Whitehead. Sea como fuere, De Broglie fue un actor decisivo en el descubrimiento de una nueva idea de la materia, menos sujeta a leyes fijas que a hábitos probables. Una materia vibrante, sensible a la luz y, en ocasiones, impredecible.
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