‘Love song’: Carlos Zanón le pone banda sonora al amor



1Túnel carpiano

Se fueron de su mano izquierda. Todos, los cinco dedos. Se largaron en mitad de la cena. No tuvieron ni la delicadeza de avisar o dejar algún dedo en la mano. Su fuga, la de todos, los cinco, no cogió por sorpresa a Eileen. Desde el principio del concierto supo que aquellos dedos iban a acabar haciendo precisamente lo que hicieron, pero tenía la esperanza de que aguantarían hasta los postres. No fue así.

Deseó que nadie se hubiera dado cuenta, pero Jim ya la estaba mirando cuando los ojos de ella se clavaron en los de él. Los ojos de Eileen eran de esos que no piden permiso para mirar. El ocasional bajista, Jim, se acercó a ella como un soldado en una vieja película que simulara la Gran Guerra: trincheras, humo, cables, pedales y trozos de cinta aislante. Jim, después de tantos años, estaba inmunizado ante esa mirada, pero casi todo lo que Jim sabía de cualquier cosa lo había escuchado en alguna canción y, a veces, eso resultaba confuso en su cabeza. Desdémona o Medusa, esos ojos ya no podían convertirle en piedra, pero debía reconocer que seguían dificultándole los primeros instantes de cualquier acercamiento. Eileen, consciente de ello, no podía ordenar nada a sus ojos, pero podía bajar la cabeza y retirar los ojos, como si se tratara de un animal bebiendo agua. En el aire, acoples y distorsión. A la distancia de una bayoneta la cara de Jim, su marido, aún intentaba, sin mucha fortuna, no mostrar preocupación.

— Debería cortármela.

Eileen era la rítmica de Prima Donnas, quien daba la cara, un paso por delante del resto, frente al micro. Cantaba a gritos y su aportación a la guitarra era fijar con acordes la melodía, por eso nadie a excepción de ellos dos notó la posición extraña de esa mano izquierda con los dedos huidos.

El resto confundió la violenta frustración de Eileen ante aquella desobediencia con la rabia eléctrica de otras veces. La otra guitarra, Melanie — loca y sorda o sorda y loca, dependiendo del día y el novio—, llenó los huecos necesarios para que aquello siguiera sonando como había sonado: enorme, embarullado, puno contra hueso.

¿Quién del público iba a echar de menos sus cinco dedos?

Eran ya los bises de aquella última actuación antes del final de los finales de la banda. Aquellos dedos desagradecidos podrían haberse esperado a los títulos de crédito. Debería amputárselos. Los dedos. La mano. El brazo.

Uma, la bajista, se había negado a volver con ellas. Perdieron caché. Incorporaron a Jim a la banda de chicas.

Recuperaron caché. Uma quiso volver. Sus llamadas no fueron atendidas. El caché ni se sintió aludido.

— Sigo pensando que es el túnel carpiano — le gritó al oído Jim.

Una buena teoría, la del túnel carpiano, un mal de guitarristas. Una presión excesiva en los nervios de la muñeca que puede llegar a debilitar los dedos.

Sí, seguro que se trataba de eso.

Podría serlo si no fuera por los calambres musculares que la atacaban, incluso dormida, en manos y pies.

Podría serlo si sus últimas caídas — divertidas, recurrentes, algunas a solas, silenciosas, nunca reveladas— hubieran sido causadas por el calzado, el alcohol, el suelo mojado o ese serrín traicionero de viejos lavabos.

Podría serlo si no supiera qué le pasó a tío Ronnie.

Pero lo sabía.

“Dale una oportunidad al túnel carpiano — se dijo esa noche—. Eres demasiado joven. No puedes tener tan mala suerte.” La reunión con las chicas estaba siendo divertida y excitante. Las actuaciones, explosivas. Aquella música nunca había sido mentira y tampoco lo era esa noche en que la estaban despidiendo. “Prohibida la mala suerte”, pensó mientras Jim la atraía hacia sí con un abrazo para incrustarle los dientes en la nuca.

Ajena a todo eso, Melanie, furiosa y acelerada, había empezado Sad Tomorrow.

— Venga, idiota, no la vamos a dejar sola — gritó Eileen a Jim con el volumen apagado de su Gibson, colgada a su cuello como el escudo de Steve Rogers.

Se acercó al micro sostenida por tacones como pies de copa de champán, ceñido el vestido de novia abandonada, rasgado aquí y allá, buen escote, tetas planas y sujetador violeta. Al llegar, allí, en medio del escenario, con los pies hundiéndose en la moqueta sucia, empezó a gritar porque gritar aún podía, gritar en medio de aquella música poderosa, joven, invencible, eso aún podía hacerlo y es lo que hizo: gritar y gritar.

2El plan

Un sofá rojo.

Recostado en él, con una toalla húmeda tapándole el rostro, Jim.

Escuchando y reconociendo algunas voces.

La de Cowboy hablando con Julián, que le tocó la punta de la bota, y Jim, alzando un instante la toalla, le guiñó un ojo como se supone que hacían los bucaneros. Después de actuar con Eileen y Prima Donnas en ese festival a finales de mayo, Cowboy y él lo habían hecho en un par de temas con la banda de Julián.

Por encima de su cabeza el zumbido de una enorme nevera de bar se interrumpía cada vez que alguien abría sus puertas superiores: botellas de cerveza, latas de Coca-Cola, aguas en plástico y dos latas de un brebaje desconocido rodando de un lado a otro sin que nadie pasara a la sensata acción de enderezarlas, bebérselas o darles un tiro en la nuca. Gente que no importaba entrando y saliendo.

Jim se dejaba guiar por el tono áspero y pausado de la voz de Julián para no escuchar nada más. En un escenario apocalíptico en el que desaparecieran todas las ciudades, Madrid podría volver a fundarse a partir de la manera de hablar de Julián. Está viejo, gordo y asustado, se decía Jim al mismo tiempo que se sentía mal por hacerlo: aquel tipo era el autor de grandes canciones, un colega generoso, pero el pánico de Julián convocaba al suyo en ese juego tramposo de adivinar el futuro con el presente de los otros.

—Entonces, ¿cuál es vuestro plan? — preguntó Julián, y en su voz Jim creyó escuchar miedo, temblor, rótulas castañeando, porque ya nadie pensaba en Julián cuando se urdía un plan.

—Todo es cosa de éste — contestó Cowboy, mano ensortijada de anillos de plata alrededor de una botella de Alhambra.

Jim, resignado, bajó la toalla por debajo de la barbilla y se enderezó un poco, dispuesto a dar batalla a Cowboy.

Andaba Jim por los primeros años de la treintena y era guapo de esa manera desmanada en que uno acaba olvidando que lo es. Llevaba por aquella época su pelo castaño cortado a dentelladas por las tijeras de Eileen. Ojos grandes y melancólicos, debajo de unas cejas pobladas, pómulos con poca carne y nariz desviada por un rodillazo en una pelea de críos. No muy alto ni muy delgado. Jim se desenvolvía práctico y resuelto, como alguien que vive convencido de que, de ser necesario, podría marcar en el último minuto. Ese tipo de persona.

Todo lo contrario que Cowboy, para quien la realidad dentro y fuera era todo lo mismo y a la vez. Nada parecía empezar y acabar para él, no había mejores o peores épocas ni más o menos amor en aquel momento que en cualquier otro. Era alto y desgarbado, flaco. Vestía de negro, como recién salido de un blues. Lucía largo su pelo negro encanecido, recogido en una coleta como de soldado a las órdenes de Gengis Khan, padre de todos los europeos. Nariz aguileña, ojos vulgares, los rasgos de la cara parecían de barro si venían después de demasiados días perdidos, demasiado alcohol y demasiada cocaína. Tenía quince años más que Jim pero aparentaba treinta más. Botas viejas, siempre las mismas y pendientes de lustre, sobre las que presumiblemente mentía de forma tenaz al decir que se las había dado Tom Petty. Vaqueros y una cazadora vaquera hiciera frío o calor, Cowboy era profundo si lo es un laberinto.

Julia, la mujer de Julián, abrió la puerta para requerir algo a éste. Antes, saludó al resto. Entró detrás de ella Eileen, cuya sed la imantó hacia la nevera. De ésta cogió sendas botellas de agua como si previamente hubiera pactado aquel botín con Julia.

Jim tenía sed, pero aún no sabía de qué. Eileen se había sentado encima de él y andaba tratando de abrir su botellín. Jim quiso ayudar y le cogió el culo de la botella, pero ella se negó casi con violencia. Él abrió la mano y liberó el botellín. Eileen lo consiguió con la izquierda y como premio bebió hasta saciarse. Luego, le ofreció lo que quedaba a Jim, que lo vació. Casi furtivamente, éste le cogió esa mano y le cubrió los dedos como si pudiera hacérselos nuevos dándoles calor. Ella no los retiró.

—Bueno, tú, vaquero… ¿te vienes con nosotros o qué?— preguntó Eileen.

—Creo que paso.

—¿Y eso?

—Igual grabo algo con Raúl.

—¿Nuestro Raulito? — inquirió Julián. El silencio le dio la razón.

Jim estaba a punto de felicitarle por la noticia, que desconocía y envidió como siempre envidiaba todo — le gustaba que todo le pasara a él sin tener forzosamente que quitárselo a nadie— , pero le interrumpió el gesto de Eileen sacándole la lengua a Cowboy, mitad estoy bromeando, mitad te odio, en aquel código de ellos dos, intransferible y exclusivo.

Cowboy y Eileen.

Eileen y Cowboy.

Ambos parecían saberse siempre líneas y movimientos de cualquier escena en la que aparecían. Réplicas y contrarréplicas brillantes que eran agujeros negros para quien entrara sin avisar. El personaje más lastimado, obviamente, era el de Jim, siempre con menos texto y lucidez de los que al actor que interpretaba a Jim le hubiera gustado. Al principio esa dramaturgia, esa complicidad, le ponía de mala hostia. Le agotaba tanta esgrima, tanto estar siempre en guardia ante lo que se decía, lo que se quiso decir, lo que igual no se dijo. Pero con los anos había aprendido a dejarlo estar, a aceptar que aquellos dos estaban unidos por una membrana que ni él ni nadie podía perforar. Él tenía el cuerpo y el corazón de la chica — ese cuerpo menudo y caliente que en ese momento tenía encima suyo, con ese olor que reconocería entre todos los olores— , mientras que Cowboy tenía parte del cerebro y el amor de ella que no se alojaba en el deseo. No era el mejor trato del mundo, pero sí el mejor posible y él lo había aceptado finalmente.

—¿Y después de Raúl…? — preguntó Eileen.

—Luego tengo cosas.

—Oh, sí. Por supuesto. Cosas.

—Puedes apuntarte cuando quieras — intervino Jim ya definitivamente operativo—. Navegaremos bajo bandera falsa. Hasta hemos cambiado de agencia. Nada de Prima Donnas, nada de Aviñón, nada de Cowboy… Igual pillamos un batería. Habíamos pensado en Telmo, el del Rock-Star. ¿Lo conoces? Y si tú no te apuntas, igual buscaremos otro guitarra, no sé… Se lo he comentado a Íbon. — A Julián se le estrujó el hígado. Jim se percató de su torpeza: “¿Por qué no pensé en él?”—. También pensaba proponértelo a ti, Julián. Cerramos en Tarifa. Allí me apunto con los Egon Soda a dos actuaciones en el Tres Culturas o Tres Países, no sé cómo se llama aquello… Y en medio nuestro Cutre Lux Tour: campings, baretos, fiestas de santoral…

—Pero ¿para qué toda esa bobada, Jim? — le soltó

Cowboy.

—El rey regresa a casa disfrazado de mendigo para saber cuánto le quieren sus súbditos — señaló Eileen, y Jim, que tenía enredados los dedos en su pelo, le dio un tirón.

—¿No te apetece volver a tocar por tocar, que te digan que no les gusta lo que tocas o cómo tocas…?

—Yo ya toco por tocar. A mí ya me lo dicen. Eres tú el famoso, el que ya no sabe qué toca, el de la tele y el concurso…

“Hace de eso tres años, gilipollas”, se calló Jim. Su participación en aquel concurso era un tema que entre músicos como Cowboy o Julián le hacía sentirse incómodo.

—Vete a la mierda. Un verano tocando, bebiendo, riendo, comiendo y volviendo al principio, cuando éramos guapos, jóvenes y escoceses. Tocaremos los auténticos éxitos del verano y no tus temas prehistóricos y oscuras caras b de mierda…

Cowboy dejó el envase vacío de cerveza y, apoyado contra una tabla que hacía de mesa, cruzó los brazos y miró a sus amigos con casi sincera curiosidad. ¿Debía creerle?

¿Podía ser ése el motivo? Sabía que Jim se marchaba en otoño a Londres para darse el capricho de grabar con un viejo productor brillante unas cuantas canciones que acabarían desmenuzadas y saldadas en la red. Y Cowboy podía entender que le apeteciera esa chorrada de niño rico de sentirse músico feriante, pero ¿Eileen no tenía nada que decir?

Ésta andaba con la cabeza baja hasta que notó la mirada de Cowboy.

—¿Y tú…? ¿Tú por qué lo haces? — le preguntó como si Jim no estuviera allí.

— Me encantan los buenos finales.

Eileen era una buena razón para apuntarse a ese largo adiós de un par de meses ahora que ya no tenía domicilio en Barcelona. Del último piso, su padre, Centauro, lo había largado con la excusa, Hijo de la Gran Puta, de que necesitaba alquilarlo, él, que tenía dos o tres más. Todas sus cosas estaban o deberían estar en un trastero. En algún lugar debía tener el comprobante con la fecha límite del alquiler que le había pagado Centauro. Pero antes de que Cowboy pudiera verbalizar su indecisión o dejarse una puerta abierta, Jim habló:

—Eso sí, si vienes, te quiero bien.

—Vete a la mierda, carita guapa.

La mirada de Eileen se clavó como una estaca de madera donde Jim debería haber tenido un corazón. “No hay para tanto, joder. Vosotros os decís cosas peores”, hubiera querido decirle él. “Pero tú no eres nosotros — le habría contestado ella—. Tú no sabes dónde y cómo golpear.”

—No le hagas caso. Vente. Nadie va a cuidar de nadie.

Cowboy cogió otra Alhambra de la nevera, la abrió y, sin contestar, salió a la fresca. Enseguida dio un primer trago lo más largo que pudo. Estaba molesto pero tampoco sabía decir por qué. Era una mezcla de sentimientos pisoteados, de sensaciones arriba y abajo que sabe que mal manejadas acabarán en el filo infectado. Al encenderse el cigarro le temblaban las manos. Supo qué necesitaba en esos momentos. Distinguió un corro de gente conocida, músicos, roadies, señores y señoras invitados, y se dirigió hacia ellos, arrastrando un poco la pierna jodida, la pierna que no había soportado una caída de cuatro pisos, la pierna dolorida como siempre después de una actuación. No eran celos, nunca fueron celos.

Era algo más complejo que nunca había sabido expresar con palabras, sólo con canciones.

Carlos Zanón
Salamandra, 2021
352 páginas, 20 euros.

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