Luis Mateo Díez, Premio Nacional de las Letras 2020


En la risa de Luis Mateo Díez hay restos de la picardía que marcó su infancia. Era una persona extraviada, perdida, como sus personajes de novelista. Dice bajo la sombra de los árboles del Retiro: “Era un poco cabroncete. Hacía putadillas, contaba muchas mentiras, me gustaba hacer cosas en secreto, en comandita”. Hacía tropelías. “Algunas casi arriesgadas, era un pájaro; no me gusta quien era cuando hablo de él”. Le gustaba “ir a robar liando a amigos a un almacén del pueblo [Villablino, en León] donde el material pirotécnico”, cuenta. “Esperaba afuera, los otros robaban y nos íbamos a explotar la pólvora al bosque”.

Este Mateo que ahora habla desde los 77 años, con canas venerables, académico de la Lengua, cuenta: “Era un niño fumador, mandaba a los compañeros a comprar unos cigarros asquerosos; bebía anís, ya de pequeño pillé una moña terrible, me echaba anís en la cabeza y me peinaba con el licor… Más ejemplos: si a uno de mis hermanos le gustaba un cuento, se lo robaba y lo quemaba. Era un niño malo y en esa infancia era también desgraciado”. En las manos tiene ahora su último libro, Gente que conocí en los sueños (Nórdica, con ilustraciones de Mo Gutiérrez Serna), donde “las montañas no cierran sino que se abren a otros valles”, que era también una obsesión soñada de aquel chico, cuyas maldades estaban, también, en ciertas intenciones.

“Lo que sí tenía ese niño era una curiosidad que a veces no entiendo: era asesino, quería matar a Franco. No por ningún tipo de ideología: es que me hice una imaginación turbia, por lo que pudiera haber percibido, y quería matar a Franco”, confiesa. A medida que ha pasado el tiempo, dice el muy noble Mateo, incapaz de matar una mosca: “He ido huyendo de mi infancia según he ido reconociendo al niño que fui”. ¿No será que en sus libros, incluido este de los sueños que tuvo, ha tratado de pintar a aquel niño? “Puede que sí; era un niño que escribía, que hacía novelitas, teatro, leía. Un niño especial. Pienso que tenía un ramalazo de imaginación un poco precoz y precipitado”. No se vengaba ni contra el medio ni contra la familia, pero tenía un gran disgusto con el mundo. Arremetía, pues, contra la realidad.

Su hermano Antón le publicaba novelitas que grapaban y vendían. “Estaba satisfecho porque era reconocido y querido por eso. La gloria literaria ya la tuve de niño. ¡Ganaba mucho dinero! Aborrecía escribir sobre lo que pasaba, pero en el barrio me empezaron a utilizar por estas veleidades y porque quería matar a Franco”.

Luego escribió novelas, como La fuente de la edad o Camino de perdición, conoció la amistad y el amor, y fue un hombre feliz, trabajó en el Ayuntamiento de Madrid, es académico y lo quiere todo el mundo. Las ruindades quedaron para los libros. La amistad, por ejemplo, la cifra en Agustín Delgado, que murió. “Hombre de grandes sabidurías, de una tremenda discreción y una capacidad de análisis extraordinaria. Un amigo iluminador. He tenido a dos personas en mi vida, Agustín y mi hermano Antón. En cuanto al amor, ahí he tenido a la persona más maravillosa del mundo. Agustín me sacó de Sartre y me metió en Camus, me orientó hacia Vasili Grossman”.

—¿Ya se puede contar que usted se bañaba desnudo, de muy adulto, en la playa asturiana de La Francia?

—Sí, puedes. En la tradición familiar mi padre tenía propensiones de nudista. Tenía pocos prejuicios para eso y a mí me contaminó mucho. No me importaba. A este niño perdulario, tontorrón y malo no le importaba ir con la pilila al aire.

Por aquella playa destacó esa noche la elegancia desnuda de Luis Mateo Díez, que ahora se va hacia su casa acompañado de la gente que conoció en los sueños.


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