Lukashenko atenaza a la oposición bielorrusa y afirma que ha frustrado un complot extranjero

Hoy, su centro, con unos 400 alumnos de entre seis y 17 años, tiene lista de espera y es uno de los más “elitistas” de la capital, señala. Ejemplo quizá de que la exsoviética Bielorrusia, de 9,5 millones de habitantes, está reexaminando su identidad nacional –y eso incluye el uso de la lengua y los símbolos históricos— al ritmo que revisa sus relaciones con Occidente y, sobre todo, con Rusia, el vecino más rico e influyente con el que comparte potentes vínculos históricos, económicos y sociales.

Ambos países están unidos por un acuerdo de unión. Un modelo más bien sindicado que consiste fundamentalmente en la eliminación de controles migratorios, tratados energético y acuerdos comerciales. Las cámaras legislativas comunes, bandera o moneda única que el tratado firmado en 1999 recogía como posibles nunca se materializaron. Pero ahora, cuando se conmemoran dos décadas de esa unión, los medios rusos y funcionarios cercanos al Kremlin han aumentado las insinuaciones de que Rusia y Bielorrusia se dirigen hacia una integración mucho más fuerte.

En última instancia incluso una fusión real entre estados con un nuevo líder: Vladímir Putin. Una fórmula que podría servir al presidente ruso, a quien la Constitución le impide permanecer como presidente después de 2024, para mantenerse en el poder. Putin ha desmentido esas ambiciones. También en Minsk, el presidente Aleksander Lukashenko ha rechazado esa posibilidad. Pero la especulación ha desatado las alarmas en Bielorrusia, donde temen que cualquier cambio en el modelo actual resulte en que su país sea absorbido.

Lukashenko (izquierda) y Putin en una pista de esquí de Sochi, el pasado febrero.ampliar foto
Lukashenko (izquierda) y Putin en una pista de esquí de Sochi, el pasado febrero.

Más allá de crucigramas políticos, lo cierto es que Lukashenko y Putin están negociando una nueva hoja de ruta para avanzar en ese proyecto de unión, que previsiblemente se aprobará antes de final de año. Moscú está presionando a Minsk para lograr una unión política más estrecha y utiliza el suministro de petróleo subsidiado y otras palancas económicas como moneda de cambio. Pero Lukashenko, que lleva casi 25 años en el poder y que es apodado como “el último dictador de Europa”, se resiste. El viernes, se volverá a reunir con Putin para hablar esa guía.

En Rusia las encuestas muestran que, en general, los ciudadanos ignoran el debate. Mientras, en Bielorrusia ha habido varias protestas contra una supuesta fusión, y la mayoría –aunque es partidaria de mantener relaciones “como aliados”– rechaza una unión mucho más potente. “Una mayor integración con Rusia perjudicaría al país en sus relaciones con los vecinos y en el panorama Europeo”, considera el analista político Artyom Shraibman. “Además, de que este es un país autoritario. Y los líderes, el líder, no quiere ceder ni un ápice de poder”, recalca el experto.

El presidente bielorruso, antiguo director de una granja comunal, mantiene una relación muy estrecha con su homólogo ruso. Es frecuente verles esquiando juntos, jugando al hockey o compartiendo almuerzo. Pero en los últimos años, Lukashenko, que rechazó la solicitud de Moscú de permitir bases militares en Bielorrusia, ha tratado también de mantener cálidas relaciones con la UE y de presentar a su país como un mediador, por ejemplo, en la guerra del este de Ucrania entre las tropas leales a Kiev y los separatistas apoyados por el Kremlin.

Oleg Gaidukévich
Oleg Gaidukévich

Oleg Gaidukévich, presidente del Partido Liberal Democrático, está cómodo con ese papel. En sus oficinas, frente a una mesa en la que han colocado calendarios de 2020 y tazas con su imagen al estilo de la propaganda electoral, define su formación, que tiene dos escaños –uno en cada cámara–, como “oposición constructiva”. Una etiqueta muy explicativa en un país que reprime duramente a los opositores y que acumula críticas internacionales por considerar que sus elecciones no son libres y justas. “Bielorrusia era y será un estado soberano. No queremos formar parte de Rusia ni de cualquier otro estado”, recalca el político, que apunta que ahora se trata de avanzar en una fórmula beneficiosa para ambos. “Queremos un modelo de unión en términos de igualdad, no una de uno más grande y otro más pequeño”, añade.

En la sede del Gobierno de Minsk, en una de las salas color ocre, la diputada Tatiana Sayganova, aguarda para entrar en una sesión. “Tenemos fuertes e imborrables vínculos con Rusia. Y se habla de un Parlamento o incluso de un Ejecutivo unido, no lo niego; pero aunque tuviera órganos consultivos comunes Bielorrusia debe seguir siendo independiente y mantener la soberanía”, señala la política del Partido Patriótico, que luce una bandera bielorrusa prendida en la camisa. “Teniendo a Rusia a un lado y a Europa de otro estamos todo el tiempo en una encrucijada y lo sufrimos”, reconoce.

La diputada Tatiana Sayganova.
La diputada Tatiana Sayganova.

En Minsk –que en otra época tuvo alergia a cualquier empresa privada y síntoma de emprendeduría– ha florecido un sector tecnológico interesante, pero la economía bielorrusa sigue siendo muy dependiente de la rusa. Especialmente por sus importaciones baratas de crudo, que refina y vende a Europa a precio de mercado; algo que le ha permitido apuntalar su presupuesto.

Pero las relaciones entre los dos aliados no gozan de la excelente salud de antaño. Sobre todo desde que Moscú elevó los precios de la energía para Bielorrusia, difuminando un sistema de subsidios para el petróleo y el gas –que llegaban hasta el 20% del PIB del país y ahora están entre un 5% y un 10%, según estimaciones de Bloomberg– y reemplazándolo por préstamos interestatales; lo que ha convertido a Moscú en su mayor acreedor.

Y ese sistema es lo que ahora está básicamente sobre la mesa de negociación entre Putin y Lukashenko. El presidente bielorruso sabe que sin esas ventajas su país puede verse obligado a reestructurar su modelo, su industria estatal y su ecosistema de bienestar social. Y eso se llevaría muchos empleos por el camino. Hasta ahora, ha manejado bien su relación con Moscú, logrando un modelo de estabilidad que ha permitido a la economía bielorrusa tener un PIB per cápita de casi el doble que en otras exrepúblicas soviéticas, como Ucrania o Georgia.

Anastasia Jafárova y Angelina Zanko trabajan en la tienda de uno de los museos centrales de Minsk. Rechazan cualquier síntoma de mayor integración con Rusia. Temen que una unión más fuerte con el país vecino les traslade algunos de sus problemas, como la corrupción, dice Zanjo. Las veinteañeras reconocen que no están contentas con su mapa político y desearían “más pluralidad”. Quieren cambios. Pero manteniendo la “esencia bielorrusa”, señala Jafárova.

Anastasia Jafárova y Angelina Zanko en un museo de Minsk.ampliar foto
Anastasia Jafárova y Angelina Zanko en un museo de Minsk.

Se suele decir que Bielorrusia es el país más sovietizado del espacio postsoviético. Y en cierta medida eso se ve en las calles de Minsk, donde las estatuas de Lenin y otros héroes bolcheviques aún dominan el paisaje en una ciudad donde no se ve un papel en el suelo. El filósofo y politólogo Aleksey Dzermant cree que esa herencia es lo que ha conformado el “modelo de identidad nacional” mayoritario en Bielorrusia. Hay otro, dice, basado en el nacionalismo bielorruso, contrario a los vínculos con Rusia y para el que el idioma bielorruso ha sido casi como su bandera, señala Dzermant.

Eso es lo que ahora está cambiando. Las autoridades bielorrusas y algunas figuras destacadas están reclamando el idioma y símbolos históricos. Una forma, asegura la diputada Sayganova, de “evitar su uso partidista”. Lukashenko, que durante años asoció el patriotismo bielorruso con algo negativo, casi subversivo, se ha embarcado tímidamente en esa tendencia y aunque habla fundamentalmente ruso en público –como la inmensa mayoría de la población–, ahora a veces también emplea el bielorruso.

En el Gimnasio 28 de Minsk tienen una sala dedicada a Bielorrusia. Entre trajes típicos, chaquetas militares y un retrato de Lukashenko con su cuidado bigote, tres adolescentes se turnan para explicar la historia del país. Pueden hacerlo en francés –el segundo idioma elegido por el centro–, ruso y bielorruso. A Julia, de 16 años, le gusta la musicalidad de esa última lengua, hasta ahora relegada a las señales de tráfico y algunos documentos, pero que no tenía ni mucho menos hueco en la escuela o la academia, dice la directora Zenevich.

Alesya Zenevich junto a varios alumnos del Gimnasio 28 de Minsk.ampliar foto
Alesya Zenevich junto a varios alumnos del Gimnasio 28 de Minsk.

Pero esa nueva “moda”, señala Artyom Shraibman se da sobre todo en las ciudades, entre los bielorrusos más cosmopolitas. “Se parte de un nivel tan bajo que cualquier aumento hacia el patriotismo se percibe”, opina el analista, que duda de que la unión con Rusia se vaya a completar. En Minsk tampoco creen que el presidente bielorruso vaya a ceder soberanía; Moscú tiene otras alternativas menos costosas que torcerle el brazo, dice Shraibman. Y añade. “Lukashenko quiere pasar a la historia como padre de la nación, no como alguien que ha vendido el país a Rusia”.


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