Lula regresa al poder para reescribir su legado

Lula regresa al poder para reescribir su legado

Cuando en Año Nuevo de 2019 Jair Messias Bolsonaro llegó en un Rolls Royce descapotable a la ceremonia, en Brasilia, para ser nombrado presidente, el primero de extrema derecha en la historia de Brasil, el hombre que este domingo le sucederá, Luiz Inácio Lula da Silva, estaba preso por corrupción en una comisaría, no en una prisión, en su calidad de antiguo jefe de Estado. Lula leía libros como jamás en la vida, intercambiaba una carta diaria con su novia (hoy esposa), que le mandaba marmitas con comida casera, hacía ejercicio, y diseñaba con abogados y sus más estrechos colaboradores un regreso político que entonces sonaba a delirio: por su edad —tiene 77 años— y por la ristra de casos judiciales que tenía pendientes. En ningún momento dejó de proclamar su confianza en las instituciones brasileñas y que era víctima de una persecución.

Cuando este domingo reciba la faja presidencial ante el palacio modernista y acristalado de Planalto, culminará una sorprendente resurrección política. Vuelve para reescribir su legado, con la misión de reconstruir las políticas sociales y la democracia tras Bolsonaro, con el sueño de ser recordado dentro y fuera de su país como el Lula de los tiempos gloriosos, no el de la odisea judicial.

La ceremonia del 1 de enero será también el aniversario del extraordinario momento que Lula protagonizó hace 20 años, al convertirse en el primer obrero —y primer izquierdista— en llegar al poder en un país desigual y clasista donde, en algunos barrios privilegiados, los empleados todavía son relegados a emplear ascensores distintos a los de sus patrones.

En el Año Nuevo de 2003 Lula anunció que su gran misión como presidente sería que cada brasileño desayunara, comiera y cenara todos los días. Durante un tiempo así fue, pero con la pandemia el hambre volvió. Hoy se cuentan más de 33 millones de brasileños que no saben si cenaran esta noche o desayunarán mañana. Combatir el hambre y la pobreza serán las prioridades del nuevo presidente, junto a la reactivación económica y el fortalecimiento de la democracia. “Necesitamos crear empleo, pagar salarios, distribuir renta y que la gente sufra menos de lo que viene sufriendo”, proclamó el presidente electo este jueves en Brasilia al presentar los últimos nombres de su Gabinete. Defiende con ardor que los pobres también tienen derecho a disfrutar de los placeres de la vida y a ser felices. Para esta campaña reformuló el lema “la esperanza vencerá al miedo”, de 2002, como “el amor vencerá al odio”.

Toma el relevo del antiguo militar Bolsonaro, un presidente que no ha reconocido la victoria de Lula, la más reñida de la historia (casi dos millones de votos, 1,8 puntos). Lula asumirá el poder en un ambiente muy polarizado en el que ha asomado incluso el fantasma del terrorismo con un atentado fallido efectuado por un bolsonarista. El mismo Bolsonaro condenó este jueves esta acción. Además de bombas, lo nunca visto en este país, Brasil se vio sacudido hace dos meses por grupúsculos radicales que acamparon ante cuarteles por todo el país, convencidos de que les han robado las elecciones y reclamando a los militares que, como en 1964, pusieran orden. Este orden se traduce en pedir que se impida a Lula regresar a la presidencia para que, aseguran, “Brasil no sea un país comunista, una Venezuela”.

En el Año Nuevo de 2003, Lula, como presidente, era una gran incógnita, una esperanzadora promesa. Tras ser derrotado tres veces en las presidenciales, llegaba a la cúspide del poder con una victoria holgada. Todo Brasil, salvo un Estado (Alagoas), se tiñó del rojo del Partido de los Trabajadores (PT). Personificaba el sueño de las masas desposeídas y los temores de los mercados, que se esforzó en apaciguar.

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Ahora el país está divido en dos mitades. El norte es rojo Lula, el sur es azul bolsonarista. Y los aliados del presidente saliente dominan el Congreso, aunque en ambas Cámaras todo es negociable. Varía el precio. En estas dos décadas, la sociedad brasileña ha girado a la derecha, los evangélicos ganan espacio en la sociedad, la política, la industria musical y en el Tribunal Supremo. Y los vientos de la economía, que soplaron a favor de Lula en sus dos primeros mandatos, ahora soplan en contra.

La gestión negacionista e inhumana de la pandemia hundió a Bolsonaro, que fue elegido para salvar a Brasil de la corrupción y los males del PT. Eso, unido a su estrategia de ataques a la democracia y las instituciones, convirtieron a Lula, que hace cuatro años era un cadáver político y uno de los tipos más odiados de Brasil, en la ansiada solución para cerrar una etapa oscura. El odio al Partido de los Trabajadores se fue evaporando, el rojo PT dejó de estar proscrito en las calles. Y cuando quedó claro que la elección sería un mano a mano entre Lula y Bolsonaro, con clara ventaja para el primero, el poder económico echó mano de pragmatismo y recordó lo bien que le fueron las cosas con él en la presidencia.

Con las dotes de negociador y estratega que hasta sus enemigos le reconocen, Lula logró que adversarios de todo el espectro ideológico se sumaran a su liderazgo para cortar el paso al ultraderechista y parar en seco la deriva autoritaria. Como dijo en el discurso de la victoria, “este no es un triunfo de Lula ni del PT”.

Desafío y expectativas

El desafío es descomunal. Y las expectativas están a la par. La economía brasileña lleva una década sin crecer, los límites presupuestarios son estrechos, las noticias falsas y la desinformación han dañado gravemente la credibilidad de las instituciones y satisfacer a los dispares socios que le han aupado al poder requerirá dotes de fino alquimista.

Aunque la transición ha ido muy rodada pese al ruido de los bolsonaristas que piden a gritos un golpe de Estado y al silencio del propio Bolsonaro, Lula ha sufrido para formar el Gabinete y repartir carteras, poder y presupuesto entre sus aliados. Y eso que tenía 37 ministerios para ofrecer.

Pero los ministerios realmente estratégicos los ha dejado en manos de veteranos de su partido. Y en economía se ha salido con la suya pese a los recelos de las élites. Ha encomendado la política económica al fiel Fernando Haddad, el hombre que aceptó sustituirle como candidato del PT hace cuatro años cuando estuvo preso. Ha sufrido para cuadrar el rompecabezas de los ministerios. Anunció los últimos nombres a tres días de estrenar mandato. Gobernará con nueve partidos.

El Lula que estrenará 2023 inaugurando su tercer mandato presidencial, obviamente, también es distinto del de 2003. Tiene experiencia de gobierno, ha pasado por haber designado una sucesora, Dilma Roussef, que fue destituida el 31 de agosto de 2016 en medio de una gran ola de descontento popular. Y él mismo sabe lo que es caer en desgracia y pasar 580 días de cárcel por corrupción, que en 2018 le apartaron de la carrera presidencial. Los casos judiciales contra él se deshicieron como un azucarillo porque el juez que le encarceló, el ahora senador Sérgio Moro —así son las tramas en las telenovelas brasileñas— no fue imparcial.

Lula lideró la ola de la izquierda latinoamericana al inicio del XXI, llevó los anhelos de los pobres, y las aspiraciones de Brasil y del sur Global, a los cónclaves de los más poderosos. Superó un cáncer. Su historia cautivó a sus compatriotas. Y al mundo. Abandonó la presidencia con una popularidad superior del 87%. Como la Constitución brasileña prohíbe un tercer mandato consecutivo, emprendió una carrera internacional de político retirado que tuvo que abandonar cuando se le acumularon los problemas judiciales. Enviudó.

El día de Año Nuevo estará bien arropado por la comunidad internacional con casi una veintena de jefes de Estado, incluidos el rey de España, Felipe VI, que ya asistió a sus otras dos tomas de posesión, los presidentes de Argentina, Colombia, Chile o Portugal. La delegación española incluye también a la vicepresidenta Yolanda Díaz, y al ministro de Exteriores, José Manuel Albares.

Se desconoce quién le entregará la faja presidencial, pero Bolsonaro está descartado. El ultraderechista vivirá el fin de su mandato a miles de kilómetros de Brasilia, en Florida. Este viernes ha volado a tierras trumpistas tras dar su último discurso como jefe del Estado. Su sucesor solo quiere que no haga ruido. “Que quien perdió las elecciones esté calladito. Quien ganó tiene derecho a celebrar una gran fiesta popular”, dijo el jueves. Poco antes había recordado a sus futuros ministros que se preparen porque le gusta trabajar mucho y hacer muchas cosas al mismo tiempo y todos ellos son más jóvenes que él.

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