Madrid para melómanos

Vida y muerte de Marina Abramovic, ópera alternativa dirigida por Robert Wilson. / JAVIER DEL REAL

Los suspiros en el escenario se oyen en el paraíso. Y no es que Dios tenga buen oído.

El “paraíso” en el Teatro Real de Madrid es el conjunto de asientos del piso más alto, desde los que se abarca toda la sala con su forma de herradura a la italiana. También existe un infierno, “el gallinero”, al que son condenados a contemplar la representación en pantallas de alta definición quienes llegan tarde. Las puertas del paraíso se abren al Café de Palacio, desde donde se disfrutan algunas de las mejores vistas del Palacio Real y la plaza de Oriente.

“La acústica del Real es fabulosa”, explica Graça Ramos, jefa de prensa. “Existe un mito en el mundo de la ópera: los teatros construidos cerca del agua tienen mejor sonoridad“. En rigor, elTeatro Real no está construido cerca del agua, sino sobre ella. Toda la zona se asienta sobre un acuífero, el que alimentaba la monumental fuente de los Caños del Peral, ideada en 1565 por Juan Bautista de Toledo, cuyos restos aparecieron bajo las obras del metro de Ópera.

Por dentro, el edificio de factura neoclásica que mira al Palacio Real y da la espalda a la ciudad esconde sorpresas. Se asemeja a un transatlántico, con una tripulación permanente de unas 500 personas (a las que habría que añadir los cerca de 200 artistas involucrados en cada producción operística), y los espectadores (1.745 de aforo máximo) como pasajeros.

La sala de máquinas de este barco musical es la caja escénica, un enorme vano en el que cabría el edificio de Telefónica de la Gran Vía madrileña. Para cruzar “la parrilla”, la plataforma de rejilla desde la que se mueven los elementos del decorado, hay que vaciarse los bolsillos: una moneda podría dañar gravemente a alguien si cae al escenario, decenas de metros por debajo.

Las 22 plantas, ocho de ellas subterráneas, albergan camerinos, salas de ensayo, talleres de vestuario y de utillaje, tintorería… En el taller de caracterización los trucatori preparan modernas pelucas de pelo natural, hipoalergénicas y con juntas invisibles. Todo está diseñado para facilitar la movilidad: los camiones entran por la trasera del edificio -en la plaza de Ópera– hasta el zaguán, donde grandes montacargas permiten descargar los decorados directamente en los almacenes del sótano o en el escenario. Un sistema hidráulico de plataformas móviles facilita el montaje simultáneo de hasta tres escenografías.
El artífice del buen funcionamiento de esta compleja maquinaria escénica y del departamento técnico (utilería, sastrería, caracterización, luminotecnia) es José Luis Tamayo, el primer director técnico del teatro, que trabajó mano a mano con los arquitectos (José Manuel González-Valcárcel y Francisco Rodríguez Partearroyo) para adaptar su proyecto a las necesidades musicales. A él se debe también el funcional emplazamiento de los camerinos en torno al escenario.

Sala de ensayo de la orquesta
Para maximizar las posibilidades acústicas en las salas de ensayo, la de coro cuenta con un sistema de listones móviles que proporciona diferentes tiempos de reverberación, y la de orquesta, un techo abovedado con paraguas de madera y persianas acústicas. En la sala de puesta en escena, con medidas idénticas al escenario, se pueden montar nuevas producciones sin interferir con las que se están representando. Todo el teatro está equipado con cámaras y pantallas de alta definición (con técnicos y realizadores propios) y el escenario se asemeja cada vez más a un plató, capaz de transmitir en directo y con subtítulo en varios idiomas o acercar, por cinco euros, la ópera a todos los públicos con el programa Ópera en cine.

Toda esta tecnología al servicio del espectáculo permite montar escenografías tan complejas como la de Herbert Wernicke para el Don Quijote de Halffter, o la suntuosa versión de Hugo de Ana del Don Carlo de Verdi. Ambas arrancaron aplausos, pero no todas las producciones han despertado tales entusiasmos. En el estreno de Lulú, de Alban Berg, con una minimalista puesta en escena de Christoph Loy, se produjo la recurrente desbandada de espectadores no familiarizados con esta obra maestra del siglo XX.

Fantasmas de la ópera
Inaugurado el 19 de noviembre de 1850, con 32 años de retraso, la planta hexagonal del edificio recuerda a un ataúd, y en su Diccionario geográfico, Pascual Madoz se refiere a ella como “la más ingrata que para un edificio de esta clase ha podido elegirse”.

Los duendes del teatro hicieron de las suyas cuando en 1995 la gran araña de cristal de La Granja, de 2.700 kilos, se desplomó sobre el patio de butacas (afortunadamente, con el teatro vacío). La lámpara, ya restaurada, volvió a ser protagonista en la reapertura de 1997: al comienzo del espectáculo, “bajó y subió unas tres o cuatro veces, haciendo tintinear sus luces como demostrando su poder sobre el auditorio”, según la crónica de este periódico.


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