Italia, escenario de los estertores de la Guerra Fría, fue durante décadas el lugar donde se dirimieron ajustes de cuentas todavía sin resolver. Misterios que dibujan una línea de puntos con la sombra de todo tipo de poderes: servicios secretos, mafia, Vaticano, Unión Soviética, grupos terroristas, logias masónicas… Un caso que reúne todos los elementos y salpica a tres pontificados se eleva por encima del resto. Emanuela Orlandi, hija de un empleado del Vaticano y ciudadana de dicho Estado, desapareció el 22 de junio de 1983 cuando había salido a clase de música. Su familia no ha dejado de buscarla durante estos 39 años topándose con todo tipo de personajes que aseguraban tener pruebas de su paradero y con la indiferencia de la Santa Sede, que nunca había querido investigar de manera formal la cuestión.
Ahora, tras la emisión de una miniserie de cuatro capítulos en Netflix (La chica del Vaticano) y la publicación de las memorias del arzobispo Georg Gänswein, secretario de Benedicto XVI, donde hace referencia a la cuestión, el Papa ha autorizado que se abra una investigación completa sobre un asunto que ha tenido intrigado al país durante casi cuatro décadas.
Orlandi, hija de un funcionario del Vaticano que trabajaba directamente con el Papa, desapareció a los 15 años cuando salía de su clase de flauta. Una ola de calor africano castigaba esos días a los romanos mientras Juan Pablo II acababa de aterrizar en Polonia, un viaje enormemente simbólico en la lucha que el pontífice llevaba contra el comunismo, especialmente en su país de origen. Emanuela, cuya familia había servido a siete papas distintos, cogió su flauta, atravesó los muros leoninos y cruzó el Tíber hasta un edificio junto a la plaza Navona. Antes de esfumarse, llamó a su casa y explicó que un hombre la había abordado y le proponía un pequeño trabajo repartiendo volantes de la firma de cosmética Avon. Le iban a pagar la inverosímil cifra de 375.000 liras [unos 190 euros]. A las 19.00 ya no se presentó a la cita que tenía con su hermana. Cuando el Vaticano cerró su puerta a medianoche, no había regresado. Nunca más lo hizo.
Italia, el país con el partido comunista más potente a este lado del telón de acero, se había convertido en aquellos días en la frontera del mundo occidental y el soviético. En su patio trasero se cruzaban las balas de las Brigadas Rojas y de los escuadrones fascistas. La logia P2 se encontraba en el centro de todas las intrigas políticas y la mafia había encontrado en el Banco Ambrosiano, que dirigía el siniestro Roberto Calvi, el vehículo perfecto para blanquear su dinero. En las calles de Roma gobernaba una organización criminal conocida como la Banda della Magliana. Sulíder, Enrico Renatino De Pedis, una suerte de gentleman despiadado, logró que le debieran favores en todos los palacios de la ciudad.
Juan Pablo II visita a Ali Agca en la cárcel en diciembre de 1983, dos años y medio después del atentado.EFE
La desaparición de Orlandi, de repente, fue un insólito nexo entre todos esos mundos criminales. La desgracia de la chica, de quien hasta Ali Agca, el turco que intentó asesinar al papa Juan Pablo II, aseguró tener información —sostuvo públicamente que fue secuestrada para lograr su excarcelación como moneda de cambio—, formó un remolino de podredumbre en el desagüe de la cloaca italiana que apuntó siempre a la jerarquía vaticana. La abogada de la familia, Laura Sgró, sigue pensando que la clave se encuentra dentro de los muros leoninos. “Las respuestas están en el Vaticano. No hay una certeza absoluta, pero el silencio absoluto de la Santa Sede y la falta de colaboración no hacen más que aumentar esa sensación. Espero que ahora haya un cambio significativo”, apunta la letrada tras muchos años de peticiones. La reapertura llegará también con la primera comisión de investigación en el Parlamento italiano.
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La historia fue una agonía para la familia. Después de haberla buscado hasta en un convento de Luxemburgo, pasó años sin recibir ninguna noticia verosímil. Pero cada cierto tiempo, y ante la desesperación y el morbo de toda Italia, alguien aseguraba saber dónde se encontraba. La última vez sucedió durante la transmisión de Chi l’ha visto, un programa parecido a Quién sabe dónde. De repente, una voz anónima interrumpió 14 años de silencio.
—Para saber más sobre Emanuela, mirad en la tumba de De Pedis y averiguad el favor que le hizo al cardenal [Ugo] Poletti.
Aquella voz señaló directamente al líder de la Banda della Magliana. Renatino, un tipo elegante que gastaba parte de su fortuna en trajes caros y automóviles, se concedió un capricho final antes de ser asesinado: una tumba en la pequeña y recoleta Basílica de San Apolinar, junto a la plaza Navona. Un templo fundado por el papa Adriano en torno al año 780. Su rector, monseñor Piero Vergari, con quien De Pedis había trabado toda la amistad a la que pueden llegar un cura y un mafioso, aceptó un donativo póstumo (450.000 euros) que sirvió para terminar de pagar los plazos de su tumba en la cripta. La policía científica abrió la lápida, desenterró centenares de huesos y sacó a De Pedis. Pero no encontró a Emanuela.
El cadáver de Enrico De Pedis, alias Renatino, tras el tiroteo que acabó con su vida en Roma en 1990.
La investigación cambió radicalmente con el testimonio de Sabrina Minardi, una exprostituta del Trastevere, que fue amante del mafioso Renatino. Ella misma explicó que su novio secuestró a la niña, la subió a su BMW verde y la tuvo encerrada en una casa del barrio romano del Eur, primero, y luego en Monteverde. Y así pasaron semanas, hasta que un día le encargó a ella que condujese con Orlandi en el asiento trasero hasta la gasolinera del Vaticano, donde un sacerdote vestido con sotana y sombrero de ala larga la recogió y se la llevó dentro del pequeño Estado a bordo de un Mercedes negro con matrícula vaticana. Y hasta aquí, más o menos, todo el mundo parece estar de acuerdo. Pero hay varias teorías basadas en las investigaciones de la policía. Y todas convergen en el Vaticano.
La primera versión que manejó la investigación es política y señala que Emanuela fue secuestrada para presionar al Vaticano y a Italia para que Ali Agca fuese liberado. El turco estaba acusando a la Unión Soviética del intento de asesinato de Juan Pablo II y ponía en peligro los equilibrios geopolíticos entre los rusos y Occidente. Se sospechaba que el Papa, además, había financiado al movimiento político polaco Solidaridad para contribuir a la caída del comunismo. Y que lo había hecho ―y aquí entra la segunda versión― con fondos transferidos desde el Banco Ambrosiano al banco del Vaticano (su accionista principal con un 20% de participación). Un dinero que pertenecería a la mafia, ya que el arquitecto financiero de aquel entramado había sido Roberto Calvi, que solo cinco días antes de la desaparición de Emanuela Orlandi apareció colgado debajo del puente de Blackfriars en Londres con varios ladrillos en los bolsillos, tres pares de gafas, dos relojes, 10.000 dólares y el valor de otros 5.000 en liras, francos suizos y libras esterlinas. El mensaje para el Vaticano y el presidente de su banco, el arzobispo Paul Marcinkus, sería claro: devolvednos el dinero o la niña correrá la misma suerte que Calvi.
Andrea Purgatori, veterano periodista que trabajaba en el Corriere della Sera y sirve como hilo conductor del documental, cree que Orlandi fue usada como moneda de cambio en un intercambio financiero: “Lo que me contaron en la época es que la ‘Ndrangheta [la mafia calabresa] perdió 130 millones de euros de entonces con las operaciones del banco Vaticano. Pero, probablemente, utilizaron el caso de Orlandi sin ni siquiera tenerla en sus manos. En un secuestro hay un elemento clave que es la prueba de vida, que nunca se dio en este caso: solo dieron fe de sus efectos personales. Así que las hipótesis de que estuviera viva no son creíbles. Es probable que muriese horas después de ser raptada”.
La novedad que introduce el documental de Netflix ahora, y que abre una tercera hipótesis, la aporta una compañera de escuela de Emanuela, que hasta ahora no había hablado. Según esta testigo, que aparece sin mostrar el rostro ni dar su nombre, Orlandi le confesó una semana antes de desaparecer que un prelado, colaborador directo de Juan Pablo II, la había agredido sexualmente. La amiga no le dio importancia entonces, pero con los años, cuenta en pantalla, entendió que aquello podía ser la clave de la desaparición. Esta versión contaría también con el apoyo logístico de la Banda della Magliana. “Por supuesto que intervinieron. De Pedis fue enterrado en una cripta donde no enterraban ni a los cardenales. Y todos sabían que era un criminal. ¿Por qué le dan esa autorización? Porque hizo favores al Vaticano y a muchos prelados. Había una relación muy concreta de la que hablaron luego componentes de la banda”, señala Purgatori.
El Vaticano deberá ahora revisar todos los expedientes, también los dosieres secretos que durante años circularon. El problema, como señala la abogada de la familia, es que casi 40 años después, la mayoría de los implicados han muerto. La ventaja, en cambio, es que cada vez que muere algún implicado, otro de ellos decide hablar.
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