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Magdalena Martín, la teleoperadora granadina que fue la última "chica del cable"


Me consta que los teleoperadores no somos el gremio más querido por la sociedad. Para llegar a esta conclusión, puedo basarme en mi experiencia personal: una de cada seis llamadas acaban con algún grito o algún insulto contra mí. Es muy probable que alguna vez te hayamos despertado de la siesta o hayamos insistido más de la cuenta. Pero quizás muchas personas desconozcan nuestro día a día. Creo que, si lo conocieran, probablemente serían más benevolentes con quienes damos la murga telefónica.
En mi caso, llevo siete años trabajando como teleoperador. He pasado por cinco empresas diferentes del ramo. Y puedo decir, con un poquito de amargura, que mis únicos recuerdos bonitos están vinculados a mis compañeros. Sobre todo ahora que participo en una campaña vendiendo seguros de decesos. Como podéis imaginar, el tono de mis conversaciones no invita a la alegría. Mi conclusión es que si intentas realizarte a través del trabajo en el telemárketing, estás perdido, porque es imposible ilusionarse con tanta presión y tanto rechazo. Pero bueno, como decía, prefiero pensar en mis compañeros.
Mi héroe, por ejemplo, es un compañero que, muchas mañanas, aparecía disfrazado en el trabajo. Uno de los pocos lujos para los teleoperadores es que nadie nos exige uniforme, y aquel compañero decidió sacarle el máximo partido. Es más, a veces, rizando el rizo del buen rollo, nos traía para desayunar algún producto relacionado con su disfraz. Si una mañana acudía vestido de Aladdín, repartía dulces árabes entre todos.
Esta clase de compañeros, que rompen la monotonía extrema de nuestro trabajo, son una bendición. Porque, aunque mucha gente no lo sepa, todas las llamadas tienen un guion que debemos cumplir a rajatabla y que nos convierte en contestadores automáticos con piernas.
Si te fijas, normalmente enunciamos nuestras frases en positivo. Los verbos negativos han sido erradicados de nuestro vocabulario. Esto se debe a que, según los jefes, hablar en negativo da pie a que nuestros clientes puedan rechazar el producto con más facilidad.
También estamos obligados a hablar de carrerilla, sin pausas, aunque sin prisa, con mucha labia, aunque sin verbos floridos, con firmeza, aunque sin avasallar, porque el cliente podría agarrarse a cualquier atisbo de duda para rechazar el producto, y eso sería terrible, según nuestros jefes.
Aunque no hay que venirse abajo por el rechazo de un cliente. Tenemos la obligación de insistir, al menos, hasta que el cliente nos haya rechazado tres veces. Eso sí, hemos de hacerlo con sutileza. Para mantener viva la llamada, debemos reconducir la conversación con frases del tipo: “¿Qué mejoras necesitaría nuestro producto para que despertara su interés?”.
Por último, una frase que por poco no nos obligan a tatuarnos es que los teleoperadores, siempre, debemos exhibir una “sonrisa telefónica”. Da igual si has tenido un mal día, si tienes un familiar enfermo, si has discutido con tu pareja o si llevas siete horas en un cubículo con pantallas laterales que te impiden desviar la mirada de tu ordenador. El cliente debe creer, en todo momento, que estás alegre.
¿Y por qué no podemos salirnos de este guion? ¿Por qué no podemos confesar a nuestros clientes que nos duele la cabeza? ¿O por qué no podemos sorprenderlos, por ejemplo, cantando ‘Clavelitos’? Porque nos graban. Efectivamente, todas y cada una de nuestras conversaciones son grabadas y pueden ser revisadas en cualquier momento por nuestros supervisores. Los clientes suelen escuchar que las conversaciones se graban “para asegurar la calidad del servicio”. Eso, sin eufemismos, significa que cada una de nuestras palabras podrá ser revisada. Por controlar, algunas empresas incluso miden el tiempo que pasas en el baño.
Del mismo modo en que, dentro del sector, existen empresas mejores y peores (en la que trabajo ahora me siento más cómodo), también hay supervisores buenos y malos. Los primeros, al escuchar tus llamadas, señalarán tus errores para que aprendas. Los segundos, al escucharlas, te echarán en cara tus faltas y te recordarán que tu puesto de trabajo está en peligro. Porque, de lo que no hay duda, es que siempre habrá errores, porque nos pasamos muchas horas seguidas hablando y es imposible estar al 100% en todas y cada una de las llamadas.
La fatiga, conforme pasan las horas, se va haciendo más y más grande, porque la intensidad de nuestro trabajo, aunque no nos movamos del sitio, es enorme. La ley dice que deberían pasar 23 segundos entre llamada y llamada, pero muchas empresas de telemárketing cuentan con ordenadores que emiten llamadas automáticas nada más colgar, sin necesidad de que nosotros marquemos los números. Además, cada hora, debemos emitir un número de llamadas y cerrar un número de contratos determinados.
Si en algún momento no alcanzas los objetivos, los supervisores más autoritarios suelen amenazarte con el despido. Y no es, precisamente, una amenaza fantasma. El deterioro de nuestras condiciones laborales ha hecho que el despido sea más sencillo. Cada vez hay más compañeros que llegan a través de empresas de trabajo temporal y firman contratos de cinco o seis horas diarias. Esto se debe a que, durante la hora de la siesta, por ejemplo, los clientes contestan a menos llamadas, de manera que los contratos tan cortos permiten ajustar la plantilla a los horarios con mayor índice de respuesta. Esto ha obligado a muchos compañeros a buscarse dos trabajos dentro del sector, ya que con uno solo no les alcanza para vivir.
Sí, pasamos muchas horas encajonados en nuestro puesto de trabajo, pero tenemos un observatorio privilegiado para asomarnos a la precariedad.
Por fortuna, mi familia es comprensiva y no me abrasa a llamadas telefónicas fuera del trabajo. Ellos saben que siempre salgo con la oreja ardiendo, así que suelen comunicarse conmigo vía whatsapp. Eso sí, fuera del trabajo presido una ONG que se llama Serem Emergencias, y debido a mi cargo, ahí no me libro de pasar muchas horas al teléfono. Pero eso no es ningún problema, porque lo hago encantado.
En todos los gremios hay problemas, por lo que tampoco quiero extenderme mucho en nuestras penurias. Y es cierto que los teleoperadores, a veces, somos muy insistentes. E incluso habrá algunos que sean faltones. No lo niego. Pero, posiblemente, esa persona que te llama en un momento inapropiado está sometida a mucha presión para mantener su empleo. Nosotros no ponemos las reglas, solo necesitamos el trabajo. Por eso te agradecería que, cuando recibas la llamada de un teleoperador, tuvieras todo esto en cuenta.
Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Mario Sendarrubias.
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