Magüi Mira: “En la obra de Joyce no soy Molly Bloom, pero Molly Bloom soy yo”


Magüi Mira (Valencia, 77 años) era una joven que, nada más ingresar en la pasión del teatro, quiso poner en escena el monólogo con el que termina la novela más famosa del siglo XX, el Ulises de James Joyce. Y se fue a Madrid en 1979, tocó en la puerta de Eduardo Huertas, director entonces del Teatro Cultural de la Villa, y le pidió la sala “porque quería hacer La noche de Molly Bloom”. “¿Su currículum?”, le preguntó Huertas. No había currículum, había entusiasmo. “Un atrevimiento, una inconsciencia”. Aquella insolencia la llevó a ser quien es hoy, una de las grandes damas del teatro español (Fedra, de Eurípides; Séneca o el beneficio de la duda, de Antonio Gala; Maribel y la extraña familia, de Miguel Mihura; El cerco de Leningrado, de José Sanchis Sinisterra) que ahora regresa a los escenarios con aquel mismo monólogo que convirtió el Ulises en su fetiche para siempre. Lo estrenó anoche en el teatro Quique San Francisco de la capital, donde se representará hasta el 6 de febrero.

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Pregunta. ¿Qué es el teatro para usted ahora?

Respuesta. Un arte que suma muchos oficios. El cine tiene número, pero nosotros no tenemos número, porque el teatro viene en el ADN del ser humano: desde que nos pusimos de pie el Homo sapiens vino ya con el motor de la imaginación. Gracias a la ficción podemos tolerar la dureza de la vida real.

P. ¿A qué obliga Joyce?

R. Es tan genial… Su poética combina el lenguaje de la calle y su invención de Molly Bloom. En el cartel de la obra aparezco con la boca tapada. En esta propuesta reina la palabra soportada con la emoción y mi carnalidad. Mi carne es su poema. En la obra de Joyce no soy Molly Bloom, pero Molly Bloom soy yo… Son 24.000 palabras (que se quedan en 7.400, no caben tantas en hora y media) de pensamiento inconexo, que te abruma, y que pasa por mi cuerpo, por mi boca. Es un texto impoluto, poderoso, que viaja en el tiempo, por eso es un clásico. Un texto que antes escandalizaba y ahora avergüenza. Pero sigue con su fuerza brutal atravesando el tiempo.

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P. Ha dicho “boca tapada” por su cartel. Hoy es tiempo de bocas tapadas…

R. Las mujeres con las bocas tapadas. A Penélope le taparon la boca, no la dejaron gobernar. La mandaron a la cocina. “Tú no hablas”. Las mujeres tenemos que luchar por tener voz y palabra, y seguimos ahí. En el cartel la boca roja está pintada por fuera… Molly acepta que es mujer, pero abraza la vida a pesar del caos en que vive. Yo me pongo la boca pintada por fuera. Esa pintura en la boca por encima es un deseo de anular la mascarilla. Vale también para la pandemia y para la otra pandemia que llevamos siglos arrastrando: las mujeres no tenemos el sitio que deseamos, el derecho que nos asiste de construir la paridad entre las mujeres y los hombres.

P. Vuelve a encarnar a Molly Bloom 40 años después. ¿La llevaba dentro?

R. Molly se quedó en mis huesos, es una fusión impresionante. Hace tres o cuatro años vi casualmente en internet una de aquellas representaciones. Salíamos entonces de una dictadura muy cruel y la democracia iba a trancas y barrancas. Sobre el texto dicho entonces hacía un ejercicio de seducción del que yo misma quedé admirada. Pero me di cuenta de que surfeaba hasta que caía en un mar profundo que al final me engullía como un tiburón. Ahora me tengo que enfrentar con ese océano y esta es mi aportación, cuando tengo 77 años, a aquella semilla que fue una inspiración y ahora creo que es un regalo que Joyce nos ha hecho a todas las mujeres de 2022… De esa treintañera intento conservar el atrevimiento. Aquello pudo salir mal, pero me salió bien. Yo era una ignorante, fue la primera vez que me subí al escenario. Desconocía la profesión teatral, todo era un asombro. Se lo debo a la genialidad de Sanchis Sinisterra, él era profesor y yo era alumna y con ese impulso vine a Madrid. Y toqué a la puerta de Eduardo Huertas… El resto ya te lo he contado.

P. De aquel primitivo Molly Bloom dijo Haro Tecglen que usted era “una actriz sin fecha de caducidad…”.

R. ¡Para mí Haro era Dios! Esa frase se arraiga en mí de manera subliminal y me ha acompañado todo este tiempo… Ese estímulo ya no se da tanto, la profesión de la crítica se ha perdido mucho, la cultura ve su espacio reducido en la prensa, tanto la digital como la impresa. Los gobiernos no se dan cuenta de que la cultura es una cuestión de Estado, que no es gasto sino inversión… Al final de esta obra que ahora represento otra vez hay una gran metáfora, cuando Molly Bloom dice todo el rato: “Estoy sola, sola, sola. Necesito ánimo, necesito que me quieran”. Y eso es lo que necesita un país también. Y eso se lo da la cultura. El teatro es un tejido muy empobrecido, como se está empobreciendo este país.

P. Ha dicho usted que lo que dice Molly Bloom antes escandalizaba y ahora ofende.

R. Escandalizaba en 1980 porque veníamos tutelados por una dictadura cruel que nos impuso un burka nacional. Decir que el hombre me da por culo o me hace sexo anal ahora ya no escandaliza a nadie, pero hay otras cosas que ahora duelen, ofenden. Como cuando ella dice que le gustaría ser hombre por saber qué se siente con eso que tienen entre las piernas, o saber por qué hemos de estar encadenadas en casa. Esa generosidad de Molly Bloom me parece la mejor herencia, abrazar la vida por encima del caos. Hay un momento en que ella dice: “Eh, ahora me toca a mí y me lo vas a hacer como yo quiera y como yo diga”. ¡Escrito en 1920, eh!


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