The Masked Singer no debería existir, según ciertas reglas de la televisión. En este concurso, originario de Corea del Sur, es más fácil ver a un conejo gigante con camisa de fuerza contorsionándose al ritmo de Livin’ la Vida Loca que al famoso que hay bajo ese disfraz. La iluminación es mala, y las actuaciones, peores. Y sin embargo, cuando este formato se trajo a Estados Unidos hace unos meses, fue un fenómeno arrollador. Obtuvo una audiencia notable (once millones y medio de personas vieron el capítulo final en febrero) y una robusta presencia en redes sociales. La gracia es que los concursantes son famosos, pero cantan y hablan con la voz distorsionada por un aparato y bajo ridículos disfraces. Ni los jueces saben quiénes son. La intriga alimenta y eleva el extraño espectáculo. “Solo porque algo sea tan bobo no implica que no pueda ser divertido”, escribió la crítica televisiva de The New Yorker, la ganadora del Pulitzer Emily Nussbaum, al recomendarlo.
Este formato llegará a Antena 3 en 2020, según han adelantado a EL PAÍS fuentes cercanas al proyecto. Atresmedia ha comprado los derechos de emisión y está desarrollando su versión con la productora Fremantle España (Factor X, Got Talent, Granjero busca esposa). Será la undécima versión internacional del concurso, tras, además de Estados Unidos, Alemania, México, Australia, Holanda, Francia, Italia, Reino Unido, China y Vietnam: va camino de convertirse en el formato más valioso del año (lo que en la industria llaman killer format). Para la versión española, se encuentran en el proceso de selección de jueces.
Un concursante de la edición de EE UU Alberto E. Rodriguez Getty
Adaptando un clásico
The Masked Singer se estrenó en 2015 en Corea del Sur. En la línea de la mayoría de exportaciones audiovisuales coreanas, desde el rapero PSY a la banda juvenil BTS, el programa aspira a entrar, antes que nada, por los ojos. El ejecutivo norteamericano que decidió llevar el formato a Estados Unidos, Craig Plestis, lo comprobó en persona en un restaurante de Tailandia cuando observó que los clientes miraban embobados a la televisión mientras un canguro gigante daba saltos sobre un escenario entre chorros de luz.
Aquella experiencia casi alucinógena no se perdió en la traducción: en su estreno en Estados Unidos, en enero de 2019, atrajo a casi 13 millones de espectadores. El formato se ha estrenado con éxito también en Reino Unido (con Rita Ora en el jurado), en Australia (con Lindsay Lohan) o en México.
La mecánica del concurso parece sencilla: 12 celebridades disfrazadas —de caniche gigante, de unicornio vestido de novia o de alienígena psicodélico— actúan para un jurado de rostros famosos cantando temas pop y rock populares. Hay coreografías al estilo Bob Fosse (pero a cargo de un monstruo de un único ojo) y producciones como de parque de atracciones de segunda. Estas celebridades son eliminadas semanalmente hasta que una se lleva la victoria en la gana final. Suena trillado, pero con este planteamiento, le da la vuelta a todo cuanto hay escrito en piedra sobre los concursos de talentos con famosos. Solo se quitan el disfraz y revelan su identidad cuando son expulsadas. Adiós al gancho del rostro célebre para atraer al espectador; adiós a la fórmula de encontrar un gran talento entre la gente de a pie (como con Susan Boyle): lo que aquí engancha a la audiencia es su anonimato.
El suspense sobre quién será quién crea una segunda vida para el concurso: las teorías y las pistas se multiplican en las redes sociales, ocupan debates y dan para titulares atrapaclics en las principales webs de entretenimiento. Alguien admite que en su familia no hay mucha intimidad. ¿Será una Hilton? ¿Un Kennedy? En la versión estadounidense se ha visto desde jugadores de la primera división de fútbol americano hasta exestrellas pop.
Además, a The Masked Singer se le entreve un cierto discurso sobre un formato que ya no es lo que era (las cifras de audiencia de American Idol, el concurso de talentos estadounidense por excelencia, languidecen en la cadena ABC): la voz es, en realidad, lo de menos. En este formato, lo que pide el espectador más entregado es ruido, colores chillones y. ya puestos, una dosis prudencial de ridículo.
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