Vista desde la gran plaza del pueblo mexicano de Maní, la iglesia de San Miguel Arcángel y su adyacente convento parecen una fortaleza. Con sus aguzadas almenas y sus muros defensivos del color de la tierra. Y aún sorprende más la llamada capilla abierta, una concavidad que sirve para los cultos. Así fue concebida, para que los indios no entraran en el templo católico y atendieran los ritos desde el aire libre del exterior.
Es el mayor monumento de este pueblo de fuerte raigambre maya, a unos 90 kilómetros al sureste de Mérida, la capital de Yucatán. Pero el viajero aficionado a la historia pronto se topa con más motivos de reflexión y hasta de escalofrío. Fue frente a esta iglesia donde se celebró el 12 de julio de 1562 el auto de fe conducido por fray Diego de Landa. Los gritos, si no las llamas, llegaron al cielo, o más alto. Ya un mes antes empezó el proceso de la Inquisición contra cientos de indígenas acusados de idolatría. Y para que confesaran sus supuestos tratos con el demonio el propio Landa usó el látigo para azotarlos (el número clave era 100), y los encarcelaban y trasquilaban, peor que si fuesen ovejas. Y así llegó el día del Fahrenheit 451, la temperatura a la que arde el papel y, sobre todo, la razón humana. El franciscano Landa, que tras ser denunciado por abusos fue nombrado obispo de Yucatán, quemó no menos de 27 códices mayas y miles de objetos religiosos tachados de diabólicos o idolátricos.
El convento, que ya no alberga frailes, tiene patios llenos de verdín y sombras, con pozos que antes surtían su noria y su huerta. La construcción de este baluarte comenzó hacia 1550 bajo la dirección de fray Juan de Mérida y con la mano de obra de hasta 6.000 indios y el uso masivo de piedras procedentes de los antiguos templos de los mayas xiues. Destaca la gran capilla abierta, y dentro se conservan cinco retablos del siglo XVII, de puro arte colonial.
Maní era un importante centro de culto dedicado a Kukulcán, la Serpiente Emplumada, entre otras deidades mayas. Y con todo, ha conservado temas ancestrales, historias y leyendas, por lo que en diciembre de 2020 fue declarado pueblo mágico, con otras 10 villas más, por la Secretaría de Turismo del Gobierno de México. El número total de pueblos mágicos mexicanos ya ha rebasado los 130. Lo mágico no es porque tenga meigas, que aquí se llaman aluches, duendes varios que pueblan la imaginación popular. Lo mágico en este caso consiste en apuntar que Maní es especial.
Su nombre viene del maya manik y nada tiene que ver con el cacahuate, como se conoce en México al cacahuete. Su eslogan oficial tiene su miga: “Maní, donde todo sucedió”. Hay un cenote entre la calle 25 con la 26 del centro llamado Xcabachen que no solo es morada de aluches, sino que se supone que gracias a su agua se podría sobrevivir cuando venga el cataclismo final, algo como el Quinto Sol. Y, por supuesto, no falta una abuela mágica, llamada Xicún, que a veces se confunde con una culebra poderosa y que administra las cuestiones del inframundo. Esta gruta con su poza también fue un lugar de culto para los mayas xiues del territorio.
Lugar de ‘aluches’
A corta distancia hay un caserón de época colonial donde la familia que lo maneja cree tener alguna conexión con los conquistadores españoles, especialmente con Diego de Quijada, que fue el primer gobernador de Yucatán. Angelita Valle Quijada se encarga allí de una tienda de bordados, arte que en Maní despliega una apreciada variante y de las más antiguas en Yucatán, la de X’manikté, “serpiente viva”, lo que algunos interpretan como eternidad. Bordan motivos que parecen de piel serpentina, y ahí de nuevo andan sueltos los aluches fantasiosos de los que rebosa este lugar. Pues en cierto huerto, alguien que fue a robar fruta, una culebra lo cogió y nunca más se supo. Y hasta un primo de la señora Angelita contaba estando sobrio que la dama de la serpiente, o ambas cosas a la vez, cuando él encontró un tesoro le agarró hasta sus arenas movedizas y solo por suerte se salvó.
Lo que tranquiliza es el restaurante Los Frailes, que sigue teniendo esta familia y que se adorna con murales relativos a los prodigios de los aluches del pueblo. Lo sustancioso es el poc chuc, especialidad del Estado de Yucatán a base de carne de cerdo, mejor si es del autóctono cerdo pelón, con sus frijoles, aguacate y verduras. Otro platillo regio de la carta es el escabeche de guajolote, pavo deshilachado y marinado en unión de tiras de pimientos que no pican. Se acompaña con una cerveza y si no con agua de Jamaica, de un bello y refrescante color rubí.
Lo que no es mágico sino simplemente saludable es hacer la ruta de los meliponarios, una palabra solemne para decir colmenas (aquí hay más de 30). Las abejas de Maní no pican al carecer de aguijón. Son endémicas y más pequeñas que las colegas europeas, africanas o asiáticas. Y las meliponas dan una miel reputada en todo Yucatán por sus propiedades en dulces, cremas y champús.
Con esa energía siempre hay más que ver. A 18 kilómetros al oeste de Maní está Ticul, la capital yucateca de los zapatos de cuero. Conviene ir por la vida bien calzado. Y, sobre todo, si a uno le muerde la nostalgia y se presenta en la aldea de Tipikal, a solo ocho kilómetros de Maní. En pleno campo hay un yacimiento arqueológico maya mínimo en dimensiones, pero uno de los más antiguos de Yucatán. Entre la maleza se ven restos de lo que pudo haber sido una residencia de rango en el periodo preclásico tardío, de hace unos 2.300 años. Ahí enterrada se encontró un hacha de jade. La piedra con que los viejos mayas evocaban algo como la eternidad.
Luis Pancorbo es autor de ‘Caviar, dioses y petróleo. Una vuelta al mar Caspio…’ (editorial Renacimiento).
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