Mañueco gana, Casado tropieza

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Victoria amarga para el popular Fernández Mañueco: gana las elecciones. Pero tiene que cambiar de pareja. Sustituye como muleta al centrista Ciudadanos por el ultraderechista Vox. Es un reemplazo inesquivable, pues no podrá gobernar con la suma de pequeños partidos locales.

Ahí se acabaron las buenas noticias para la derecha convencional, si es que puede reputarse positivo tener que uncirse al yugo del extremismo. Pero al menos Mañueco seguirá en la poltrona… si cede a la exigencia que planteó enseguida Santiago Abascal de entrar en el Gobierno. O le paga un precio inconmensurable.

En términos de poder es aún peor el múltiple tropiezo, revés o fiasco —que cada cual lo gradúe según su óptica— cosechado por su jefe, Pablo Casado, en su apuesta por adelantar las elecciones a media legislatura castellana y leonesa. Y en ausencia de ningún motivo castellano y leonés para ello.

Hay que pespuntearlo con toda frialdad, a diferencia de las impostadas alegrías que los propagandistas prodigaron al cierre de las urnas. Y el análisis frío indica que ninguno de los objetivos impuestos por Casado se alcanzó.

El PP no logró la mayoría absoluta rotunda que pretendía (41 escaños): quedó una decena por debajo. Tampoco una minoría mayoritaria de 35 procuradores que tal vez le habría permitido gobernar en inestable minoría.

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Ni se erigió, en su feudo más propicio, en ese timón incontestable de las ofertas derechistas, como reclamaba Jose María Aznar, al decir sobre su pupilo que “muchas personas no tienen un referente fuerte en el que confiar”. No taponó el ruidoso ascenso de Vox. Ni destruyó completamente a Ciudadanos: la digna aventura y el escaño solitario de Francisco Igea se constituyen en testimonio vivo e implacable de los sesgos autoritarios imperantes en su antiguo socio.

No logró humillar al PSOE —en su taxonomía, “el sanchismo”—, que prácticamente le empató en voto popular. Ni achantar a la gran rival interna en ascenso, Isabel Díaz Ayuso, a la que hubo que convocar a mítines precipitados para achicar la fuga de los votos más carcas y evitar el desastre total.

Cada uno de esos hitos y objetivos fallidos son, por sí solos, de nota. Pero lo peor es que quiebran la secuencia planificada de convertir al jefe de la oposición en un presidente de Gobierno verosímil.

Tras Madrid, el gran estratega suponía que Castilla y León afianzaría la apariencia del PP como partido por sí solo hegemónico en la derecha y capaz de derrotar a las izquierdas. Y que un consiguiente adelanto en Andalucía lo consagraría. Todo ello visualizaría un cambio de ciclo para 2023, en una suerte de 14 de abril de 1931 a la inversa: la prefiguración municipal de una vuelta a la tortilla.

Que las intervenciones conservadoras tras el recuento insistieran en esa ficción no le otorga más certeza.

A veces ganar es perder.

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