Manuel Rivas: “Las palabras están hastiadas de la manipulación y de la apropiación por parte de los brutos”

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Durante años, aquel Manuel Rivas autor de La lengua de las mariposas (Alfaguara, 1997, primero con el título ¿Qué me quieres, amor?) tenía los ojos acuosos, como si viniera de llorar, o de reír. Ahora, con 64 años, acaba de publicar el cuento Chispas (con ilustraciones de Sonia García), un libro que parece para niños y que también publica Alfaguara. En la mirada de este coruñés sigue habiendo aquel rescoldo de adolescencia que tenía cuando pisó por primera vez la redacción de EL PAÍS, del que fue delegado en Galicia y luego reportero y columnista durante años. Todo lo que ha escrito en el tiempo que ha desembocado en su madurez tiene que ver con lo que pasa, aunque muchas veces arranque de abstracciones como el amor o la libertad.

Pregunta. ¿Y de dónde nace Chispas?

Respuesta. Chispas es un músico fracasado al que tampoco le interesa ser una figura del rock. Cuando salta a la fama es porque efectúa un movimiento que es el tic del demonio y que tiene que ver con la mirada… Los humanos tenemos 90 grados de visión y el resto es área de ceguera. En las aves la becada es centinela del bosque, tiene la mirada más amplia, avisa de todos los peligros. Cuando escribo intento ser una becada y tener esos 360º de visión. Todos podemos ver el fondo, pero otra cosa es la profundidad. Escribir ayuda a ver más allá del fondo. Hay otra imagen, esta de la arqueología, que es lo que llaman “la línea de lo inasequible”: cuando haces excavaciones hay un momento en que dices: se acabó. Ya no aparece ceniza, no hay restos, ninguna huella puede ser interpretada como tal, no somos capaces de encontrar nada más… En cambio, el escarbar en la literatura puede traspasar esa línea mediante la imaginación sin traicionar la verdad, porque no traicionarla es tener el acento de la verdad. Por ahí va Chispas.

P. Ha alternado en sus libros ficción y realidad, y compromiso. ¿Qué ha sacado de esa excursión al fondo de sus preocupaciones civiles?

R. Hay este pensamiento de Albert Camus: “No es el compromiso el que me lleva a escribir, el que me lleva a las palabras, sino que es el trabajar con las palabras lo que me lleva al compromiso”. Tengo esa sensación. Con las palabras luchas, haces el amor con ellas. Una parte esencial del trabajo literario es recuperar o custodiar el sentido de las palabras. Las palabras también sufren. Podemos hacer un paralelismo, y se hace en Chispas: la fuente se va a secar, y eso sucede con la fuente de las palabras. Ocurre en el libro, pasa en la realidad. Ya no escuchamos el cantar de las ranas, ya vienen la mitad de las golondrinas que nos visitaban. Es el grito de la naturaleza, de las palabras es que desconfían porque están heridas, ya no quieren decir, como decía Samuel Beckett. Están hastiadas de la manipulación y de la apropiación por parte de los brutos. No entiendo a la gente que puede hacer una novela negra, que indaga en lo más oscuro de los poderes, y que después puede desinteresarse y practicar el oficio más antiguo del mundo, que no es la prostitución, sino mirar para otro lado. Si trabajas con las palabras realmente no puedes mirar para otro lado.

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P. En el ejercicio de su compromiso usted no renuncia a la lírica…

R. Lo que me parece, y por eso es tan importante la literatura, es que no puede ser subalterna. La literatura es situar las palabras en el cuerpo de la libertad, no pueden estar al servicio de una doctrina, de una tesis, de un sermón. Por eso la boca de la literatura es diferente, singular, y la detectamos incluso en textos filosóficos o religiosos. Jesús se pone a escribir en la arena, cuando quieren lapidar a una mujer adúltera. Es casi lo más enigmático de los Evangelios, casi el único momento en que vemos que escribe Cristo. Tiene una fuerza tremenda: eso cae escrito, porque ha detenido la barbarie. Muchas veces me pongo a pensar qué escribe ahí. Escribe un relato.

Rivas, fotografiado en la editorial Alfaguara en Madrid, el 13 de diciembre
Rivas, fotografiado en la editorial Alfaguara en Madrid, el 13 de diciembreÁlvaro García

P. ¿Qué hubiera escrito usted ahí?

R. El nombre de la mujer. Él seguro que sabía el nombre de la mujer. Al tener nombre, aquello que se nombra es una forma de defenderlo. En una aldea abandonada, mientras se mantenga el topónimo, mientras esté el letrero, aunque las casas estén medio derruidas y haya una sensación de abandono, el nombre está aguantando todavía…

P. ¿Cómo le ha ayudado la literatura a interpretar su propia vida?

R. En la atmósfera de aquel país todo estaba tutelado, en la atmósfera había más miedo que oxígeno. Recuerdo a mi padre en casa, vivíamos en cerca del monte… Mi padre estaba sentado, me acuerdo, una noche… Le pregunté por mi abuelo, por qué se había callado para siempre, porque solo decía “Bo” cuando abría la boca. Mi padre miró hacia atrás, hacía lo que había detrás de la pared, como si hubiera escuchas… Luego busqué las palabras, acudieron. El andar de la literatura es un andar como el del vagabundo de Charlot. Lo disfruto mucho porque es andar hacia lo desconocido: te caes, te levantas, vas dando vueltas, aparecen unas dudas, es andar campo a través, no vas por una autopista, no te llevan, no te fuerzan el camino, es un camino que trazas tú al escribir. Escribo con una cierta alegría, y hay veces que te cuesta más. Tengo dentro el vagabundo: doy una vuelta por el pasillo y lo escucho. Es un andar simultáneo, pisas una cosa y su contraria, la luz y la sombra. La literatura permite ese andar simultáneo, produces otro tiempo. Es una especie de soberanía, lo único que necesitas es un papel y un lápiz. Escribir no es un peso, respiro mejor. La literatura tiene una parte de sombra o no es literatura. También la veo como una obligación moral, la de escuchar las voces bajas de la sociedad, del mundo, y también las voces bajas de los animales y de la naturaleza.

P. Sus primeros libros tuvieron que ver con este país cuando usted no había nacido, como La lengua de las mariposas o El lápiz del carpintero…, la guerra, la represión. ¿Cómo ve ahora esa época que usted interpretó como escritor?

R. Hay una memoria personal, pero esa memoria también se construye con lo más cercano, con esas voces bajas que te rodean. Al escribir aquello había una especie de viaje a una zona de sombra en lo que leía, que en parte venía de la historia oficial. Lo que escuchaba a mis padres no valía para nada en la escuela. Allí se enseñaba un imperio en el que no se ponía el sol. Pero por la ventana veíamos nubarrones que parecían venir del Antiguo Testamento y se quedaban allí como losas y no paraba de llover. Un día el maestro preguntó qué íbamos a ser de mayores. Uno, al que llamábamos O Rosso, por su pelo rojo, le respondió: “Emigrantes…”. Era un mundo del que tuvimos que redescubrir la historia anterior. Un mundo de miedo, de limitaciones, de pobreza, de lo precario. Escuchaba a mis padres, como si dijeran: “Qué futuro nos espera aquí”. Aquí hubo mucho absolutismo y mucha dictadura porque las élites siempre tuvieron miedo de que el pueblo amara la libertad. La literatura era un instrumento de entretenimiento, pero también de defensa contra el miedo. Me emocionó que al entierro de Almudena Grandes fuera la gente con sus libros… Me recordó lo que pasó cuando el golpe de Estado en Tailandia. La gente no iba con palos ni piedras ni nada, era 1984 de Orwell lo que llevaban en las manos, ese libro levantado era su material de lucha. En aquellos años se fue haciendo para mí la literatura, necesaria como el pan.


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