Marc Soler da el triunfo al Movistar en su Navarra


Baja lanzado Marc Soler por la estrecha cinta de asfalto reluciente y pasa tan veloz junto al grupo de los mejores que instintivamente se aparta Enric Mas, ahí, en su sitio, donde Roglic y Carapaz, los más favoritos, se hace a un lado asustado, porque piensa que es una moto lo que se acerca, y los comerciales de Telefónica, la empresa que le paga el sueldo al ciclista catalán, puede que se arrepientan, después de verlo, de no haber esperado unos días para lanzar la campaña de promoción de su 5G, más veloz imposible, e introducir entre sus imágenes de ciclistas del Movistar la de Soler imparable hacia la victoria.

En Urbasa, en la Sierra de Andía, el Movistar se pone al frente. Y es en la Sierra de Aralar, lugar siempre verde, caballos salvajes que se cruzan delante de los ciclistas apurados, ovejas de leche para queso Idiazábal, pastores nómadas, Navarra, donde Soler, y su etiqueta de eterna promesa siempre colgando de su manillar, busca reivindicarse y reivindicar a su equipo, tradicionalmente uno de los mejores del mundo, que en este 2020 de confinamientos y pandemias, apenas era capaz de sacar la cabeza del agua. No podía ser en otro sitio, claro. No podía ser más que en la Vuelta, la carrera del recorrido salvaje, la carrera de la tierra, la carrera que se corre siempre sin respiro, y cuando hay necesidad y hay deseo no hay descanso. A diferencia del Tour o del Giro, la Vuelta selecciona rápido a sus favoritos, y desde el primer día las batallas que deciden las etapas son las suyas.

Es la segunda victoria del equipo de Valverde en el año. La primera fue en febrero. En otra época. Y ya en la salida, en el corralillo de los encierros de Pamplona, Eusebio Unzue, el jefe de todos ellos, ya lo cantaba: “Tiene que ser nuestro día”.

El aire húmedo quizás, el viento cálido del sur, el olor de la tierra, alguna fuerza de la naturaleza, aceleró el instinto de los ciclistas navarros, como Carapaz, que nació en Ecuador pero creció en el Lizarte, el equipo aficionado de la tierra, como Amador, costarricense que unos años antes había seguido el camino del Lizarte, y ambos pasaron por el Movistar antes de acabar en el Ineos, y con el maillot burdeos quiere Carapaz ganar la Vuelta al año siguiente de ganar al Tour, y ordena a Amador que le lance, que quiere iniciar por delante la subida hasta la iglesia de San Miguel in Excelsis por la estrecha pista de hormigón, a veces empinadísima, a veces suave.

Pero siendo tan navarro como es Carapaz más navarro es aún Soler, quien, aunque nacido en Vilanova i la Geltrú, también creció como ciclista en el Lizarte y le salieron los dientes en las carreteras vascas, y más navarro es su equipo, y más de la tierra es aún su director, José Luis Arrieta, de Uharte Arakil, al pie de la subida en la que Soler agarra el mando del pelotón y lo deja reducido a casi nada, pues su ritmo desatado solo lo resisten los mejores, Roglic y su inseparable Kuss, sus compañeros Valverde y Mas, Chaves, Carapaz, que ha sido absorbido, Dan Martin, Chavito…

Casi terminada la ascensión, cuando Carapaz vuelve a acelerar y todos corren en desbandada, Soler se suelta, respira, se recupera un poco y avisa por el pinganillo a Mas y a Valverde, sus compañeros, que van delante: “Ahora acelero bajando y os alcanzo y vuelvo a tirar para que os juguéis la etapa”. Era su intención pero otra la que le dictó el instinto, o quizás el placer de sentirse tan a gusto consigo mismo, una sensación que no encontró en el Tour, que hacía tiempo que buscaba. “Y cuando me acerqué al grupo y vi que iba a doble velocidad que ellos, decidí no parar”, dice Soler, de 26 años, una muestra más de lo que Unzue llama maduración tardía de los ciclistas españoles cuando se le recuerda que los extranjeros ya a los 22 son campeones. “Nos pasó la moto, perdón, Soler”, continúa Mas, su compañero de casa en Andorra, done vive y se entrena ahora. “Y en 50 metros nos sacó 3s. Y yo ya sabía que no iba a parar y que nadie le cogería ya”.

Roglic fue segundo. 6s de bonificación para el líder.


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