Mariupol, desde la ventana de mi abuela hace un par de años.

Mariupol es importante para Putin. También es la ciudad de la que ha huido mi familia

La guerra empieza con un audio de tu tía a las cinco de la mañana: “Hemos recogido todos nuestros documentos, un poco de comida, agua. Estamos sentados pensando adónde ir. De fondo suenan los disparos o los misiles, no lo sé. Pero ir, ¿adónde? Suenan por todo el país”. La guerra continúa con un segundo audio, en el que dice que se han subido todos al coche y que se dirigen fuera de la ciudad. Todavía no ha amanecido y en Mariupol, una ciudad de casi medio millón de habitantes situada en el Donbás, los disparos suenan aún más amenazantes porque no sabes de dónde vienen ni dónde puede caer un proyectil.

Mariupol lleva desde 2014 siendo la última frontera de Ucrania frente a la región separatista de Donetsk. Es la ciudad más importante de la zona después de que Donetsk, que antes era la capital de la región, quedase en manos de los separatistas. Por eso, cuando el martes Putin reconoció la autodenominada república popular como un Estado soberano y situó sus fronteras no en las que los separatistas habían conseguido arrebatar a Ucrania, sino en las reconocidas en la Constitución, Mariupol quedó automáticamente anexionada a ese nuevo Estado reconocido por Putin. Mariupol es un punto estratégico para Ucrania y Rusia. También la ciudad de la que esta mañana ha huido mi familia.

Mariupol, desde la ventana de mi abuela hace un par de años.
Mariupol, desde la ventana de mi abuela hace un par de años.M. Yakovenko

Aprendes desde la distancia que la guerra no es lo que se explica en los libros de Historia. No son solo los tira y afloja entre potencias hasta que la cuerda acaba rompiéndose. Ni la dialéctica bélica en los despachos, los ninguneos, los gestos feos. La guerra, eso no te lo explica nadie, es comprobar si los cimientos del sótano en el que antes guardabas confitura de cerezas van a resistir un bombardeo. Son las sirenas antiaéreas sonando en Kiev, la gente escondida en el metro, que se construyó profundo durante la Guerra Fría por miedo a las bombas estadounidenses. Y ahora resulta que las bombas que dan miedo son las de tu vecino de toda la vida. La guerra es el pánico que encoge tus entrañas cuando tu familia no te coge el teléfono. Y marcas de nuevo. Marcas una y otra vez hasta que alguien contesta al otro lado y entonces sientes un alivio tan grande que en vez de hablar, lloras.

También la guerra es que el grupo familiar de WhatsApp se llene de mensajes de tu abuela diciendo que han conseguido pasar el checkpoint militar de Mariupol y ya van camino a la región de al lado. Entender que ahora tus tíos, abuelos y primos son refugiados. Repetirte esa frase y no acabar por captar todo su peso porque es tan doloroso que puede hacer que simplemente te desmorones.

Han pasado ya unas horas desde que Putin atacó Ucrania. Ya hay varios muertos, todavía no tenemos números exactos. Tras el shock inicial de la mañana, la información sigue confusa. Mi familia ha conseguido salir de Mariupol y alojarse en varios pisos alquilados en una ciudad que a duras penas conocen, pero que, por su situación geográfica, no es estratégica ni para Rusia ni para Ucrania. Mientras llegaban a la ciudad, mi tía me ha dejado otro audio: “En los checkpoints de Mariupol ya no dejan salir a nadie. Solo a mujeres y niños y andando, sin coches. Los hombres se deben quedar en la ciudad”. En el momento en el que escribo esto, Volodímir Zelenski, el presidente de Ucrania, ha dado la orden de repartir armas a todo ciudadano ucranio que quiera defender su país y ha declarado la ley marcial. La guerra ha empezado.

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