‘Mark Hofmann, un falsificador entre mormones’: la fábula del impostor y el profeta

Si algo parece verdadero y es aceptado como verdadero, se convierte en verdadero. Esa máxima -en la que resuena El hombre que mató a Liberty Valance, por aquello de que en el Oeste, cuando la leyenda se convierte en hecho, se imprime la leyenda-, era lo que guiaba a Mark Hofmann a decir de un antiguo socio suyo que nunca se olió que trabajaba con el Messi de los falsificadores de documentos antiguos. Lo cuenta en el documental Mark Hofman: un falsificador entre mormones, estrenado en Netflix la semana pasada. Hofmann fabricó papeles atribuidos a más de un centenar de personajes históricos, de Mark Twain a Abraham Lincoln, y se especializó en documentos de la historia de los mormones, hasta que, a mediados de los ochenta, sus embustes le llevaron a un callejón sin salida y, como a Jean-Claude Romand, otro rey de los impostores que Emmanuel Carrère perfiló en El adversario, al asesinato.

A Hofmann y sus crímenes les dedicó Simon Worrall una investigación exhaustiva y un libro, La poeta y el asesino (Impedimenta). El asesino era él, y la poeta, Emily Dickinson, de quien falsificó un poema. El documental no se basa en el libro de Worrall –no es el único sobre el asunto- y, de hecho, la historia de ese supuesto manuscrito de la escritora que Hofmann creó de la nada y que se vendió en Sotheby’s por 20.000 dólares en 1997, cuando él ya llevaba más de una década en prisión, apenas ocupa una frase. La serie de Netflix se centra en la trama mormona: Hofmann empezó a producir documentos que cuestionaban las mismas bases del Movimiento de los Santos de los Últimos Días, sus orígenes, y que por eso mismo hicieron temblar la Iglesia mormona, hasta que el impostor fue desenmascarado.

El documental, de unos tres capítulos de una hora, pasa por alto el que era el filo más cortante del libro de Worrall: el paralelismo entre Hofmann, criado como mormón y que vivió como tal pese a que desde su adolescencia profesaba un ateísmo que mantuvo en secreto, y el fundador del mormonismo, Joseph Smith, al que Worrall también retrata como un impostor. Un paralelismo tenido en cuenta por el propio Hofmann, que también consideraba a Smith un maestro de la manipulación.

A los 17 años, Smith contó que un ángel llamado Moroni le condujo a unas tablas de oro que contaban la visita de Jesucristo a América tras su resurrección. El Libro de Mormón se supone que es la traducción que hizo Smith de aquellas planchas. Varios documentos que aparecieron a principios de los ochenta en manos de Hofmann cuestionaban aspectos clave de ese relato fundacional. El más conocido de esos papeles fue la Carta Salamandra, una especie de evangelio apócrifo en el que el ángel era sustituido por el anfibio mágico de marras.

El documental explica eso, pero se queda en los temblores que provocó la carta y renuncia a escarbar más. No cuenta, como sí hacía Worrall, que el megalómano Smith, violador y abusador de menores, se dedicaba a la adivinación con cristales y la búsqueda de tesoros, como sí refleja ese texto sacrílego de Hofmann. Tampoco cuenta que los antiguos papiros que Smith dijo haber traducido en el Libro de Abraham, otro de los textos canónicos del mormonismo, eran egipcios y su traducción no corresponde con lo que él escribió. Ni que el profeta llegó a crear un sistema bancario ilegal y a emitir una moneda mormona, sin nada detrás que sustentase su valor. Ni que su sucesor, Brigham Young, fue acusado por el Gobierno estadounidense de falsificación de moneda y fue eso lo que motivó que los mormones dejaran Nauvoo, la ciudad fundada por Smith en Illinois, para instalarse en Utah, donde fundaron Salt Lake City.

Hofmann, falsificador compulsivo desde su adolescencia, pretendía socavar una religión, o tal vez resetearla, con las mismas herramientas que su fundador. Al fin y al cabo, si las religiones –y las naciones, según advertía John Ford con su print the legend– precisan de mentiras fundacionales, ¿quién mejor que un mentiroso profesional para forjarlas? Pero nada de eso se aborda en el documental, cuyos directores, el mormón Jared Hess -hasta ahora especializado en comedias, como Napoleon Dynamite– y el veterano documentalista y exmormón Tyler Measom, se muestran muy interesados en Hofmann y poco en abordar esas espinosas consideraciones.

Hay otro paralelismo palmario: entre Hofmann y otro ilustre impostor, Enric Marco. En ambos casos, su activismo a favor de una causa que consideraban justa se mezcló con intereses furiosamente personales. En Marco, la denuncia y el recordatorio del genocidio nazi se solapaban con un compulsivo afán de protagonismo. En el de Hofmann, la voluntad de combatir una teología y poner en solfa la falsedad que a su juicio la sustenta se combinó, además de con la egomanía, con un desbocado ánimo de lucro. Ambos casos ejemplifican no que el fin no justifica los medios, sino que cuando estos consisten en engaños, solo funcionan hasta que te pillan. Si nadie lo hace, igual el impostor se convierte en un padre fundador. Si no, le pasa lo que a Marco y Hofmann: las patrañas del primero son gasolina para negacionistas; las fabricaciones del segundo, y el resto de los delitos que cometió, lejos de inspirar a algún cineasta dispuesto a cuestionar las discutibles bases de la fe mormona, solo han dado para otro documental más inspirado en la crónica negra.


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