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Más de 47.000 personas han muerto en lo que va de año esperando ayudas de la dependencia


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El Gobierno calcula que, entre principios de marzo y el 23 de junio, 20.268 personas murieron por covid en residencias de servicios sociales —de mayores y de discapacidad—, según un borrador del informe del grupo de trabajo sobre estos centros al que ha tenido acceso EL PAÍS. A 10.364 de ellas se les hizo un test y 9.904 fallecieron con síntomas compatibles con la enfermedad. Esta estimación, elaborada por la Secretaría de Estado de Derechos Sociales con datos de las comunidades, constituye la primera cifra oficial sobre lo ocurrido en las residencias en la primera ola de la pandemia. En el informe se analizan 30 factores que influyeron en lo que se describe como una “tormenta perfecta”. Algunos dan escaso margen de actuación, como la alta contagiosidad del virus, pero también se alude al tamaño de los centros, la falta de personal o la “errónea percepción” de que los geriátricos podían afrontar solos la situación.

El documento, fechado el 1 de noviembre y redactado por la Secretaría de Estado, está aún pendiente de las aportaciones de las comunidades y agentes sociales, a quienes se ha enviado para discutirlo la semana que viene. Sanidad recabó durante el primer estado de alarma datos sobre la situación en los centros, pero no la publicó. En julio ya trascendió un documento interno —un “borrador”, según el Gobierno— en el que Sanidad cifraba en 18.833 los fallecidos y afeaba la mala calidad de los datos de las autonomías.

El informe del grupo de trabajo apunta que lo sucedido en las residencias en la primera ola posee aún “lagunas” por la falta de datos “robustos y homogéneos entre territorios” (por ejemplo, no existen datos de contagios o letalidad a nivel nacional). Pero sostiene que las cifras permiten hacer una estimación de los fallecidos. Se recoge la última comunicación de las comunidades a Sanidad, el 23 de junio (18.883), que se “contrasta, depura y corrige” (hasta 20.268) cuando presentaba “alguna pequeña inconsistencia”, utilizando la información oficial publicada por las autonomías en sus páginas web. No se especifica cuántos vivían en residencias de mayores, pero se asume que “mayoritariamente”, dado que la letalidad en centros de discapacidad es “muy inferior”.

Analizando tres parámetros, se estima que el 6% de los mayores que vivían en residencias fallecieron (de un total de más de 330.000 plazas ocupadas, según una estimación del CSIC). Y se calcula que del 47% al 51% de las muertes hasta el 23 de junio (contando no solo la cifra oficial de decesos confirmados, sino también los fallecimientos en residencias de personas con síntomas compatibles) se produjeron en centros de servicios sociales, frente al 39% de Alemania o el 65% de Bélgica.

Las consecuencias del aislamiento

El documento constata la “extrema vulnerabilidad” de las residencias y recuerda que, si bien en esta segunda ola hay menos casos, se debe estar preparado ante “eventuales escenarios de empeoramiento”. Así que dibuja la “tormenta perfecta” que convirtió los geriátricos en uno de los grandes focos de la pandemia. Y desglosa 30 factores influyentes, algunos difícilmente corregibles. Por ejemplo, el 14 de marzo “ya existían al menos 46.645 casos” en general en España. Es decir, que cuando se cerraron los centros, el virus ya estaba dentro. Poco se puede hacer al respecto ante la segunda oleada, igual que con la imposibilidad de guardar la distancia de seguridad o el hecho de que los mayores tengan más riesgo ante el virus. Pero se aportan claves, como que los efectos del aislamiento sobre la salud de los residentes son “muy negativos”, por lo que el confinamiento debe aplicarse solo cuando sea “inevitable”, ponderándose el “riesgo-beneficio”. De hecho, se especifica que la restricción de visitas por sí sola no ha protegido las residencias de las infecciones.

También se apunta a la infraestructura de los centros, que “facilitó la difusión de la enfermedad” por el uso compartido de espacios. Se alude a que “un mayor tamaño puede llevar asociado un mayor riesgo de diseminación”, hay más personal y mayor riesgo de que entre el virus. El tamaño medio ronda las 70 plazas y más de la mitad de las residencias superan las 100. Además, hay un “elevado número de habitaciones compartidas”. Por ello se propone la derivación de infectados a centros de atención intermedios gestionados por el sistema sanitario en colaboración con los servicios sociales, algo que no todas las comunidades han puesto en marcha. También se insta a revisar los sistemas de ventilación y procurar fórmulas de renovación de aire. Se recomienda además, antes de la aparición de brotes, reorganizar el centro, creando unidades de atención más pequeñas, con dinámicas independientes entre sí y personal propio, para evitar la contaminación cruzada.

Además, se indica que “se partía de ratios insuficientes como un problema estructural presente ya antes de la pandemia”, por lo que se considera que es necesario incrementarlas. A ello se añaden “los bajos salarios y la baja calidad del empleo”, así como que un “buen número” de residencias no cuentan con personal sanitario suficiente o bien formado para abordar una pandemia, y cuando lo hay, está “generalmente desvinculado del Sistema Nacional de Salud”. Es “imprescindible” conectar los centros con el sistema sanitario, especialmente con atención primaria. En la primera ola “operó una errónea percepción de que los centros residenciales, por su predicado carácter sociosanitario, podían y debían hacer frente a la situación por sus propios medios”. Y se añade que los residentes “son y deben seguir siendo atendidos por el Sistema Nacional de Salud”. Se insta a crear grupos interdisciplinares. Las residencias son hogares, y en ellas “no hay pacientes”, se especifica.

Un “altísimo estrés”

En el informe se explica que las jornadas parciales son “la tónica” entre el personal sanitario, por lo que aumenta el riesgo de contagio. Y se constata que en ocasiones “se puso en riesgo la continuidad de los cuidados por el gran número de bajas” y se produjeron “inevitables contrataciones” de empleados “sin experiencia” o formación adecuada. Por ello, se insta a dar una buena formación sobre los planes de contingencia y el uso de equipos de protección individual a los trabajadores, así como a que se les facilite apoyo psicológico para afrontar el “altísimo estrés” que sufren. Y, dado que la mayor parte de los brotes proviene de los trabajadores, en un contexto de limitación de visitas y salidas, se pide que sean especialmente estrictos con las medidas de seguridad en su vida fuera del centro.

Otro elemento “crítico” en la crisis fueron los problemas de comunicación entre el personal del centro, los residentes y las familias. Este es el motivo por el que se llama a que los planes de contingencia —que deben ser cambiantes, en función de las nuevas evidencias— contengan un plan de comunicación interno y con las familias. Según el informe, durante la primera oleada se transmitió una imagen “desmotivadora” de las residencias y se apunta que un brote “no es siempre un fracaso”, sino una situación grave que debe ser abordada, y que la trascendencia está en lo adecuado de la respuesta que se ofrezca. La mayor o menor afectación en estos centros ha tenido una relación directa con la incidencia de la infección en el entorno.

Se menciona “la enorme dificultad de acceso a pruebas diagnósticas” y materiales de protección al principio de la pandemia, así como que los centros residenciales no están preparados para proporcionar apoyos al final de la vida, algo que se vieron forzados a hacer dada la dificultad de derivación al hospital en los peores momentos de la pandemia. También se alude al colapso de las funerarias en aquellos días y a los “serios problemas” derivados del mismo en los centros.

Y se aborda el “edadismo”, y se señala por ejemplo que las medidas de horarios de paseos para mayores durante la desescalada no se aplicaron en las residencias. Y que no siempre se ha considerado “suficientemente” la preservación de autonomía y defensa de la dignidad de los mayores y personas con discapacidad. O que en situaciones de aislamiento de personas con deterioro cognitivo se pudieron adoptar medidas de contención “no plausibles éticamente”. Situaciones que han devenido en ocasiones en actuaciones judiciales. Así que el documento recalca que no se puede dispensar la asistencia sanitaria sobre “criterios de esperanza de vida” y se insta a asegurar la dignidad en la última etapa de la vida.

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