El fútbol es un deporte, pero puede ser mucho más. Y sin duda más que solo un futbolista fue Diego Armando Maradona, como refleja la descomunal repercusión que ha tenido su fallecimiento, no solo en Argentina. La primera clave de la excepcionalidad de su figura reside por supuesto en su cristalino talento deportivo, en la prodigiosa belleza, armonía y eficacia de su juego en la cancha: la geometría mágica de sus regates, la curva imposible de sus lanzamientos de falta, la sorpresa constante. La otra clave, sin la cual probablemente no habría tenido tanta trascendencia, se halla en su trayectoria personal, en el origen y el carácter de la persona, y en la identificación e inspiración que esa trayectoria ha generado en tantas personas.
La dedicatoria que Maradona puso en la camiseta que regaló al presidente argentino, Alberto Fernández, poco después de su toma de posesión en diciembre pasado, arroja luz sobre este segundo elemento. “Para Alberto, con mi corazón de pueblo”, escribió. Fue un héroe del pueblo y con rasgos populistas, encarnó el mito del ascenso a la cumbre máxima desde orígenes humildes, en un continente marcado por grandes desigualdades. Y en Europa también fue ídolo en la misma mística en Nápoles, ciudad del sur italiano desfavorecido y a veces humillado.
Por supuesto, aficionados de toda clase han admirado su talento. Pero probablemente esa identificación e inspiración profunda se ha producido de forma especial entre las clases populares, sobre todo en Latinoamérica, con la gesta de levantar la Copa del Mundo —México 1986— habiendo empezado a jugar con unas zapatillas rotas. O liderar al antaño débil Nápoles hasta subyugar a los normalmente todopoderosos equipos del norte de Italia —Juventus, Milan, Inter—. Maradona ganó y cambió un poco la percepción que la urbe tenía de sí misma.
Esa conexión popular se mantuvo incluso después de que su trayectoria de jugador acabara en 1997 porque el capitán de la selección argentina nunca trató de enmascarar su origen social. Al contrario, siempre lo recalcó, incluyendo una variante populista y política como demuestran sus relaciones con Fidel Castro —cuyo rostro llevaba tatuado—, Hugo Chávez y el peronismo kirchnerista.
Maradona cometió muchos lamentables excesos que resaltaron todavía más una vez terminada su carrera: adicciones, peleas con la prensa, algún tumulto y denuncias de maltrato. Reconoció muchos y se hizo perdonar casi todos entre una legión de admiradores para quienes ya no había diferencia entre el símbolo y el hombre. “Gracias a la pelota”, quería que fuera su epitafio. El mundo del fútbol le despide con los máximos honores. Todos los demás pueden reconocer su insuperable talento deportivo y el anhelo de superación que explica la admiración de tantos, en un mundo con mucha desigualdad.
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