Si digo de un hombre que es tranquilo, no pasa nada, aunque un momento antes le haya aplicado este mismo adjetivo, tranquilo, a un perro. Puedo decir “hombre tranquilo” y “perro tranquilo” sin que el “tranquilo” aplicado al perro contamine al “tranquilo” aplicado al hombre y viceversa. ¿No es sorprendente? Los adjetivos se casan con cualquiera y salen del matrimonio tan vírgenes como entraron. Los sustantivos son más melindrosos. No puedes decir “sol negro” a menos que lo califiques de oxímoron. El oxímoron es un eximente, como la locura transitoria. Del escaparate de algunos sustantivos cuelga un cartel que dice “Se busca adjetivo” como de la puerta de algunos comercios cuelga el de “Se busca dependiente”.
Cuando un sustantivo da con el adjetivo adecuado, se casa con él y con el tiempo, cuando se vuelve previsible, se descasa. Hay muchos divorcios en estos matrimonios lingüísticos. El sustantivo, generalmente, está bien solo, no necesita compañía. El adjetivo, en cambio, no soporta la soltería. Tú dices “agua” y dicho queda, todo el mundo entiende de qué hablas. Pero si dices “furioso”, te preguntarán a qué o quién te refieres. “Furioso”, como “alto” o “bajo” o “gordo” y “flaco”, necesitan un nombre al que acompañar. Los adjetivos se distinguen de los sustantivos por su desamparo. Muchos sustantivos los recogen por pena como cuando decimos “noche oscura”. A mí me basta con que me digan “noche”, la oscuridad la pongo yo. Pero la palabra “noche” ve sola a la palabra “oscura” y se la lleva a la cama no por amor sino por pura lástima.
Los poetas y los científicos son los que mejor adjetivan ya que su territorio es el de la precisión. Lo curioso es que el adjetivo más preciso es con frecuencia el más inesperado, como cuando se dice de la materia que es oscura. Materia oscura. Ahí “materia” sí se ha acostado con “oscura” por amor. Etcétera.
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