Maxim Pozdorovkin, cineasta ruso: “Cuanto más se prolongue la guerra en Ucrania, más peligroso resultará Putin”

Maxim Pozdorovkin, cineasta ruso: “Cuanto más se prolongue la guerra en Ucrania, más peligroso resultará Putin”

El cineasta ruso-estadounidense Maxim Pozdorovkin (Moscú, 41 años) es un observador privilegiado de la guerra de Rusia contra Ucrania. Licenciado en Harvard y escritor, es autor de premiados documentales, sobre la construcción del personaje de Donald Trump por los medios oficiales rusos o las Pussy Riot, el grupo punk femenino perseguido por el Kremlin por atreverse a llamar la atención, ya en 2012, sobre la deriva autoritaria de Vladímir Putin.

Pozdorovkin cree que cuanto más tiempo se prolongue la guerra, más peligroso e impredecible resultará Putin. “La primera razón es su psicología. En su autobiografía aparece una famosa escena, en la que Putin niño observa una rata atrapada en una esquina. Aprendió que la única cosa que la rata puede hacer es morder, nada más. Así que no sabe cómo rebajar la tensión, no sabe cómo perder, no sabe cómo ser amable. Solo conoce la agresión, la represalia y el ataque. En segundo lugar está su paranoia sobre su estado de salud. Sabemos que tiene cáncer de tiroides por una investigación recién publicada. Le obsesiona poder ser envenenado. En el círculo de personas que le rodea ha reemplazado a un millar, y ahora está acometiendo una purga en el seno del FSB [servicio de espionaje, heredero del KGB] y dentro del Ejército” por los reveses sufridos en Ucrania.

Los sustitutos de los purgados, subraya el cineasta, multiplican la imprevisibilidad de la reacción de Putin, porque “como ya vimos con Stalin, son leales sin más, completos imbéciles, degenerados absolutos que apretarían el botón y seguirían adelante”. Alrededor del zar, insiste Pozdorovkin, y también en las filas del ejército, “no están los más talentosos, sino gente de perfil mediano, porque los brillantes han sido purgados. Eso es aterrador, las mentes más apocalípticas en el FSB son ahora sus únicas fuentes de información”, explica en su domicilio de Nueva York.

Pozdorovkin desmonta el cliché de que los rusos necesitan un líder fuerte, autoritario. “Es peor que un cliché. El peligro real ahora es que cuando llevas en el poder tanto tiempo [como Putin], inevitablemente empiezas a compararte con Stalin u otros líderes fuertes, y a pensar en términos de narrativas históricas conservadoras de conquista y captura. Una idea muy importante, citando a Hannah Arendt, es que los tiranos fabrican e inventan las leyes de la historia y luego las cumplen inevitablemente”.

Esa leyenda sobre la necesidad, casi fatalista o determinista, de un líder fuerte es, según el cineasta, “un tipo de cosa antiilustrada que ha pervivido en la mentalidad rusa durante mucho tiempo, fomentada incluso por vacas sagradas como Dostoievski, de quien es imposible nombrar a alguien que no odiara”. “Odiaba a los europeos. Era un rabioso antisemita. Odiaba a los ucranios. Muchas de estas tendencias hacia la autocracia patriarcal han sido utilizadas por el poder para evitar cualquier tipo de reforma democrática. Pero es una tontería pensar que necesitamos mano dura por ser un territorio inmenso”, continúa el creador, que tiene familia en Rusia. “Todo son tonterías que el Kremlin alimenta. Cuando se utiliza este tipo de argumentación, también se puede probar exactamente lo contrario, como demuestra el ejemplo del príncipe anarquista Kropotkin, que pensaba que la gran extensión de Rusia significaba que competíamos contra la amenaza de la naturaleza y que ello debería fomentar un altruismo mucho más biológico y la cooperación de la gente”.

En contra de los arquetipos históricos, Pozdorovkin subraya que entre los mentores ideológicos de Putin, como Aleksandr Dugin (inspirador de la doctrina del eurasianismo) o el difunto matemático Igor Shafarevich (un disidente soviético que se reconvirtió al nacionalismo) “no abundan los historiadores, sino gente de ciencia que tiende a pensar en este tipo de leyes materiales, aunque saben suficiente historia para poder improvisar”.

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El cineasta, que acaba de rodar una cinta sobre la conexión entre las teorías de la conspiración y el antisemitismo, “que convirtió a los judíos en chivos expiatorios”, sostiene que la propaganda del Kremlin no ha de explicarse en términos binarios: “Verdad contra mentira”. “Eso no dice casi nada sobre su funcionamiento real, porque lo más importante son ciertos tipos de coordenadas emocionales de victimismo creadas a lo largo de décadas”, agrega.

El creador apunta un dato revelador sobre el funcionamiento de la propaganda, así como sobre la honda fractura de la población entre la credulidad y el cinismo; un foso, a su juicio, en el que no hay espacio para el cambio. “Rusia tiene una población muy envejecida. A diferencia de países de Oriente Próximo, como Egipto, con una población muy joven y educada, allí hay muchos mayores que dependen de la televisión. Lograr que sea servil y se crea cualquier cosa es lo más fácil”. ¿Y los jóvenes? “Son tan apolíticos y cínicos sobre la posibilidad de un proceso político [de cambio] que es muy difícil conseguir que se preocupen por algo tan horrible como lo que sucede. Es muy preocupante”.

“Muy poca gente en la Alemania nazi era realmente antisemita de forma violenta. Los había, pero en su mayoría eran indiferentes o no se preocupaban por las llamadas cuestiones judías, aceptaban pasivamente [el mensaje oficial]. Y aunque desconfío mucho del paralelismo nazi, en Rusia se da una versión posmoderna de eso”. Según el cineasta, el discurso sobre los intereses ocultos de quienes denuncian las atrocidades en Ucrania o documentan los crímenes de guerra está calando entre los rusos: “Es la visión que ha penetrado en la sociedad, y la verdadera explicación de los niveles de apoyo [a Putin] en todas las encuestas, aunque soy muy escéptico sobre algunas de ellas”.

Tras los porcentajes de aprobación que Putin cosecha, “no hay que preguntarse si la gente cree realmente que los ucranios han disparado contra su propio pueblo u orquestado matanzas de la población [para granjearse el favor de Occidente], sino por las amplias coordenadas emocionales que se han establecido desde hace una década”, insiste.

La denuncia de la deriva autocrática de Rusia tuvo tal vez un punto de inflexión en la acción del grupo Pussy Riot, con su performance en la catedral del Cristo Salvador de Moscú en 2012. “Las Pussy Riot merecen reconocimiento por innovar con la táctica de provocar al oso para revelar lo que es realmente capaz de hacer. Ahora que sabemos lo rápido que podemos volver al estalinismo, respeto mucho más esa táctica. Antes era ligeramente ambivalente, pero ahora vemos que todo era verdad, y ellas pusieron el dedo en la llaga”. Las Pussy Riot fueron juzgadas y dos de ellas condenadas a penas de prisión aquel mismo año en una sentencia muy criticada por Occidente.

Fotograma de ‘Our new president’, el documental de Maxim Pozdorovkin sobre la construcción de la imagen de Donald Trump por los medios oficiales rusos.

Esas pioneras posmodernas de la libertad de expresión en Rusia, todo un fenómeno global en su día, no fueron las únicas, tampoco unas espontáneas. “Las manifestaciones contra las elecciones parlamentarias fraudulentas en 2012 fueron las primeras en las que intelectuales, artistas o periodistas, la clase media, se alzaron como una especie de fuerza política. En ese momento Putin ya desconfiaba de ellos, odiaba a los liberales y los veía como quintacolumnistas. Pero en términos de la conciencia pública y la represión que conllevó, fueron los precursores de lo que vendría después”. Después vino la anexión de Crimea, el apoyo a la rebelión separatista de Donbás, asesinatos políticos como los de Borís Nemtsov y los intentos frustrados de acabar con la vida de Alexéi Navalni o el exespía traidor Serguéi Skripal. Una perturbadora línea directa, a veces en zigzag, hasta la invasión de Ucrania, el pasado 24 de febrero.

Instrumentalizar la historia

La manipulación o instrumentalización de la historia es otro factor que apuntala del discurso oficial. “Toda la narrativa de la Rusia de Putin se fundamenta en cambiar la fecha fundacional de la historia contemporánea de 1917 a 1945, a la II Guerra Mundial y a la victoria [sobre los nazis], porque representa una especie de mayoría de edad, y además permite establecer una continuidad entre los 19 primeros siglos de Rusia y el presente, saltándose el comunismo y permitiendo además el robo del país, supervisado por el propio Putin”, dice en referencia a la corrupción.

La celebración del 9 de mayo de 1945 —día que oficialmente se conmemora en toda Rusia, y en el antiguo espacio soviético, como el de la victoria en la Gran Guerra Patria— muestra por qué “Putin ―una persona que no sabe cómo desescalar, que está cada vez más rodeado de cañones, que tal vez se está muriendo y es fatalista y no se preocupa por su propio pueblo― resultará más peligroso si la guerra se prolonga”.

Entre los miles de jóvenes profesionales que abandonan el país y los más apáticos o cínicos, ¿hay alguna vía intermedia, capaz de alumbrar un cambio? “No sé, el último mes y medio ha sido muy duro. Ha sido muy difícil ver algún resquicio de esperanza. Lo único claro es que cada día que pasa es peor. El éxodo de muchos profesionales podría provocar algún tipo de colapso económico interno. Pero a la vez, según datos sobre el origen de los soldados muertos [en Ucrania], ni un solo joven de Moscú o la región de Moscú ha caído en combate, lo que resulta sorprendente. Eso demuestra que todos los jóvenes apolíticos y acomodados están comprando la exención de no ser reclutados. Ninguno de ellos, o tal vez un mínimo 1%, están en el frente, solo [están] los que proceden de regiones económicamente deprimidas”.

La única esperanza de cambio, apunta Pozdorovkin, es la suma de imponderables, a cual más negro: que la gente se vaya a medida que la economía se derrumbe, y viceversa, “y tal vez que los médicos no sean tan buenos y [Putin] se muera”. La supuesta enfermedad del líder es un secreto de Estado acorazado entre las paredes del Kremlin.

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