La rana tonta

La rana tonta

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La historia de la rana y el agua que hierve se utiliza bastante en manuales de autoayuda y cosas así. Ya saben en qué consiste. Supuestamente, si se mete una rana en un caldero de agua fría que se calienta muy poco a poco, el animal irá adaptándose hasta morir hervido. Hay quien dice que eso es falso y que a cierta temperatura la rana acaba largándose. No lo sé. No pienso hacer el experimento. Prefiero creer que la rana sobrevive. Puede ser que haya categorías: las ranas listas saltan, las ranas tontas se quedan en el caldero.

En cualquier caso, la historia de la rana vale como metáfora de lo que está ocurriendo.

No hace mucho, existían en las sociedades occidentales ciertos tabúes bastante sólidos y generalizados. El racismo, por ejemplo. Nunca ha dejado de haber racistas, pero desde los años sesenta (descolonización, campaña por los derechos civiles en Estados Unidos, etcétera) sus opiniones fueron haciéndose impopulares. Para decir alguna barbaridad racista había que comenzar la frase con una contradicción retorcida: “Yo no soy racista, pero…”. Los políticos del ramo se veían obligados a disimular. Richard Nixon sólo se permitía expresar su asco hacia los negros y los indios (de India) en conversaciones privadas. Margaret Thatcher decía defender el apartheid sudafricano por razones económicas.

También el nazismo era tabú. El propio régimen franquista se esmeró en esconder su estrecha cooperación con Adolf Hitler. En 2018, la necrológica de Gerardo Fernández Albor que publicó este diario, recordaba que el primer presidente de la Xunta de Galicia fue teniente de la Luftwaffe a las órdenes de Hitler; esa mención sobre su pasado molestó a numerosos simpatizantes del Partido Popular. El nazismo era todavía un detalle feo.

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¿Por dónde empezaron a disolverse los tabúes en las sociedades democráticas? ¿Cuándo se rompió el consenso posterior a 1945? Imposible fijar un momento concreto. Las cosas ocurrieron poco a poco. Jean-Marie Le Pen, un viejo nazi, llegó a la segunda vuelta de las presidenciales francesas en 2002. Silvio Berlusconi creó en 2007 una coalición gubernamental que incluía a Alianza Nacional, el partido de los herederos de Benito Mussolini. En 2016, Donald Trump ganó la presidencia de Estados Unidos con guiños constantes al país “grande” de antes (los buenos tiempos del racismo institucionalizado) y con un calculado desprecio hacia los afroamericanos, los mexicanos y los musulmanes.

En España, la aparición de Vox marca un hito. Cuando uno hurga en el humus de las redes sociales voxísticas encuentra, a montones, racismo y nazismo. Ahora se puede decir en televisión que quienes bombardearon Gernika en 1937 (la Legión Cóndor nazi y la aviación legionaria de Mussolini) “no eran tan malos” y que los civiles bombardeados “no eran tan buenos”. O compensar el asunto con la matanza republicana de Paracuellos. Es una vieja falacia: como Estados Unidos lanzó una bomba atómica sobre Japón, el genocidio cometido por los nazis fue simplemente otro horror de la guerra. “Una anécdota”, como solía repetir Jean-Marie Le Pen.

Pues nada. Los nazis no eran tan malos. Y Vladímir Putin tiene sus cosas buenas. Y la temperatura del agua sigue subiendo. Y nosotros, la rana tonta, nos vamos acostumbrando.

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