Cerca de 3.000 personas murieron hace 20 años cuando fanáticos con el sello de Al Qaeda golpearon el corazón de Estados Unidos. Lo que sucedió aquel martes, mientras el cielo de Nueva York estaba despejado, marcaría a toda una generación. Miles de vidas nunca volverían a ser iguales. La muerte de Tom Strada dejó viuda a Terry y huérfanos de padre a Thomas, Kaitlyn y al pequeño Justin, que apenas contaba con cuatro días de existencia y hoy sirve en las fuerzas armadas estadounidenses. Son los niños del 11 de septiembre, aquellos que eran demasiado pequeños cuando murió su padre para recordarlo o estaban por nacer. Como Ronald Link-Milam.
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El vuelo 77 de American Airlines se estrellaba a las 9.37 contra el Pentágono, donde se encontraban Jacqueline Milam y su marido. Veterano de guerra, Ronald Milam moría tras el impacto de la aeronave contra el lado oeste del edificio. Su esposa, embarazada, en la otra punta del complejo en el momento del ataque, sobrevivía. Estaba por nacer Ronald; y su hija Myejoi contaba con solo dos años.
A pesar de que su existencia ha estado marcada por aquel trágico día, no tienen claro exactamente qué ocurrió, mientras que a su alrededor todo el mundo habla y opina sobre ello. Cargan con la marca que los delimita como víctimas e intentan no dejarse definir por esa etiqueta. “Allá donde fuera, siempre era la niña que había perdido a su padre en el 11-S”, relata a EL PAÍS a través de una videoconferencia Kaitlyn Wallace (hace un año que abandonó su apellido de soltera, Strada). Esta mujer de 24 años reconoce que creció con miedo, con el temor constante de que el infortunio volviera a llamar a su puerta.
“Vivía aterrorizada ante la idea de que los hombres malos, como llamaban a los atacantes, pudieran volver a llevarse a alguien más de mi familia”, dice Wallace. “No paraba de preguntar cuándo iba a volver papá a casa”, cuenta. Hasta que van pasando los días, las semanas, los meses y los años. “Es entonces cuando aceptas que nunca va a volver”, concluye.
Como cientos de niños del 11-S, Wallace se aferró al único puerto seguro que conocía, su madre. Esa ancla fue Terry Strada, hoy con 58 años. Hace exactamente 20 años, Strada se recuperaba del parto de su hijo Justin. Fue entonces cuando su marido salió de casa sin saber que no iba a volver jamás. “Me llamó desde el piso 104 de la Torre Norte, donde estaba su oficina. Su voz era sobrecogedora. Era consciente de que iba a morir atrapado allí arriba”, relata Strada. A las 8.46, el vuelo 11 de American Airlines impactaba contra las oficinas de la financiera Cantor Fitzgerald. A partir de aquel momento, una vez que se acallaron los alaridos y cesaron las lágrimas, la viuda supo que tenía que seguir adelante por sus tres hijos. Además, se volcó en la búsqueda de la justicia de la que cree que carecen las víctimas del 11-S.
Las torres gemelas tras el ataque terrorista del 11S. En vídeo, una cronología de los atentados.
Al frente del grupo Familias y Supervivientes del 11-S Unidos Contra el Terrorismo, Strada mantiene un pulso desde hace dos décadas contra todos y cada uno de los Gobiernos que ha habido en Estados Unidos para reclamar que se haga pública la implicación de Arabia Saudí en los atentados, información que hasta la semana pasada estaba clasificada como secreta por motivos de seguridad nacional. Joe Biden ha ordenado la desclasificación de esos documentos.
Daños tras el rescate
“Tenemos motivos para creer que por fin se hará justicia y el reino saudí pagará por lo que ha hecho”, explica Strada en referencia a la supuesta financiación y apoyo que el país dio a los terroristas de Al Qaeda —de los 19 secuestradores, 15 eran saudíes—. Su hija, Kaitlyn, cree que quienes fueran culpables deben pagar por ello y enfrentarse a un juicio. Wallace apunta en la misma dirección que su madre: la monarquía saudí. “Nunca se cerrará ese capítulo de mi vida”, reconoce. “Pero sí sé que mi padre y nuestra familia podrán descansar en paz, dejaremos de ser víctimas sin respuestas, tendremos paz”.
Paz y serenidad, salud y fuerza para trabajar. Todo se desvaneció. La vida de Jerry Green quedó truncada para siempre entre los hierros retorcidos y humeantes del World Trade Center. La huella del 11-S vive cada día con él desde hace 20 años. La caída de las Torres Gemelas truncó la vida de este rescatista neoyorquino que hoy malvive con insuficiencia respiratoria debido a las largas jornadas respirando aire tóxico como consecuencia del derrumbe. Como él, miles de personas que participaron en el desescombro y la recuperación de cadáveres de la Zona Cero del atentado hicieron lo que creían que era su deber sin sospechar que se estaban contaminando.
Desde finales de la década pasada, el programa de Salud para el World Trade Center presta atención a quienes fueron víctimas indirectas del terrorismo islamista. Greene recibe ayuda de este organismo y se suma a las más de 100.000 personas consideradas supervivientes y rescatistas. “Sin dudarlo, volvería a hacer lo que hice”, relata por teléfono desde Pennsylvania este hombre de 57 años, cuya voz da cuenta de su padecimiento.
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