Tras pasar una noche regular, en la que ha tenido un par de pesadillas y se ha despertado varias veces, Ramón empieza el día consultando las noticias desde su móvil. Así como dos años antes actualizaba los datos de la covid con el recuento de casos de la Universidad Johns Hopkins, ahora sigue angustiado por la guerra en Ucrania. Completa las informaciones surfeando por dos o tres medios más, por si se le está escapando algún detalle de la catástrofe. Mientras desayuna, en su mente se proyectan imágenes de cadáveres cubiertos con mantas, cifras de muertos, heridos y refugiados. Desanimado, se pregunta qué más puede pasar. Luego comprueba en la aplicación de su móvil lo que está sucediendo con su plan de pensiones en renta variable. Sus ahorros han bajado más de un 5% debido a la inestabilidad.
A Ramón le persigue el resto del día un nubarrón negro. No ve la luz en un mundo dominado por el caos y la crueldad. A lo largo de la jornada, se conectará a las noticias cinco o seis veces más —por ejemplo: cada vez que va al lavabo— para comprobar con impotencia que en Ucrania todo sigue igual o peor que antes, y echará una última mirada al móvil antes de acostarse, lo cual no le ayudará a tener un sueño tranquilo.
Esta rutina que siguen millones de personas tiene un nombre que se popularizó durante la pandemia: doomscrolling o doomsurfing, definido como la adicción a las noticias negativas. Si bien saber lo que sucede en el mundo es un acto de empatía y compasión, cuando la frecuencia con la que surfeamos las noticias por la pantalla del móvil se acerca a la obsesión, el malestar psicológico se instala en nosotros. Sobre esto, Tali Sharot, profesora de Neurociencia Cognitiva en el University College de Londres, afirma que sobrecargarnos de noticias negativas eleva el estrés y nos hace tomar decisiones precipitadas. En palabras de la autora de The Influential Mind, en ese estado mental “se cancelan viajes, aunque el ataque terrorista se haya llevado a cabo en la otra punta del mundo; se venden acciones, incluso cuando retenerlas es la mejor opción, y las campañas políticas temerarias atraen seguidores, hasta cuando no se ajustan a la realidad”.
Con todo, entre la llamada infoxicación y la ignorancia voluntaria del ermitaño hay un justo medio que cada persona puede encontrar. Veamos tres medidas para una ecología emocional sin renunciar a estar informados.
1. Abandonar el doomscrolling. Si el ritual de leer el periódico —en papel u online— se ajusta a un horario determinado, a nuestra mente le resultará más fácil asimilar las novedades en ese espacio y separar lo que hemos leído o visto de las actividades del resto del día. El hábito de seguir las noticias en los tiempos muertos lo podemos sustituir por secciones del periódico que no son tan alarmantes (deportes, cultura…) o bien por un libro electrónico que nos relaje. Es desaconsejable exponernos a noticias impactantes en las horas previas a acostarnos.
Sobre esto, el periodista Víctor Amela advierte: “No hay psique que soporte estar sometida a una información continua (…). La mente necesita un equilibrio entre emociones, y si la única emoción es la expectación, la angustia y el miedo, esa persona va a enfermar psíquicamente”.
2. Blindarnos contra las fake news. En las redes sociales y en las aplicaciones de mensajería se divulgan toda clase de informaciones y vídeos de procedencia dudosa. En los primeros compases de la invasión de Ucrania, mucha gente dio por buenas unas imágenes de operaciones de las tropas rusas que pertenecían al videojuego Arma 3.
3. Medir el efecto que tienen las malas noticias en nosotros. Cada persona tiene una sensibilidad distinta ante las imágenes e informaciones de alto impacto emocional. Los perfiles cerebrales poseen una mayor capacidad de desconectar de los contenidos que acaban de consumir y pasan página para sumergirse en otra actividad. Los emocionales, en cambio, pueden verse arrastrados el resto del día a un estado de ansiedad y tristeza.
En este punto, cada cual debe ser su propio médico y decidir qué dosis de malas noticias puede asimilar sin venirse abajo. Si nos afectan especialmente, podemos evitar las conversaciones monotemáticas que solo sirven para disparar las alarmas y aumentar el desánimo. A fin de cuentas, necesitamos estar lo más enteros posible para compensar las calamidades del mundo, aportando en la vida cotidiana nuestro granito de arena para la paz.
Educar para la paz
— Además de elegir y dosificar la información, podemos contrarrestar las malas noticias con pequeñas iniciativas que promuevan la comprensión y la solidaridad.
— Hace un siglo, la psiquiatra y pedagoga Maria Montessori ya advertía que la semilla de la violencia se halla en una carencia educativa: “Todo el mundo habla de paz, pero nadie educa para la paz; la gente educa para la competencia, y este es el principio de cualquier guerra”.
— Esa labor no es exclusiva de las aulas. Podemos fomentarla en nuestro día a día con los temas de conversación que elegimos y el trato que damos a los demás.
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