Los orígenes: todo empezó con el Pilton Pop, Folk & Blues Festival en 1970. Marc Bolan era el cabeza de cartel. Acudieron 1.500 personas y la entrada costaba una libra. En 2019 el abono para el Glastonbury Festival of Performing Arts valía 250 libras y se vendieron todos, 135.000, en 36 minutos. En realidad, los cabezas de cartel del escenario principal, la gigantesca pirámide de 30 metros de alto, fueron eclécticos pero no muy distintos de los de cualquier otro festival de tamaño medio: Stormzy, The Killers, The Cure, Vampire Weekend, Liam Gallagher, Kylie Minogue, Janet Jackson, Tom Odell, Proclaimers o Björn Again, el veterano grupo homenaje a Abba. Claro que había 21 escenarios más. Uno puede pasar tres días en ese enorme prado al aire libre de Somerset sin acercarse a la pirámide. De hecho, muchos lo hacen.
El festival más grande de Reino Unido, y posiblemente del mundo, celebraba en 2020 su 50 aniversario. Como todos los demás, ha sido suspendido por el coronavirus. Pero aun así se han escrito miles de palabras de una cita anual que los británicos consideran ya parte de su espíritu nacional. Glastonbury es en parte Sanfermines, en parte carreras de Ascot, en parte celebración de una de las grandes industrias británicas de los últimos 75 años: la música pop. Una industria que, al igual que la del inglés como lengua extranjera, no tiembla con las fluctuaciones de la Bolsa ni sufre con el aumento de los precios de las materias primas. El éxito del pop británico se basa en su capacidad para componer canciones que vender al mundo entero. El orgullo nacional de Reino Unido, y gran parte de los ingresos, ya no depende de cuántos millones de toneladas de acero salen de los hornos de Sheffield, sino de cuántos millones de descargas de canciones son de grupos de Sheffield, Manchester, Bristol o Glasgow.
Y uno de los momentos culminantes de esa industria es un festival que destina más de la mitad de sus ganancias a causas benéficas, regido desde la misma granja en que fue originalmente pensado en 1970. Glastonbury sigue en manos de Michael Eavis, de 84 años, al que se ha unido su hija Emily y el marido de esta. Actuar en el escenario grande es un hito para cualquier artista mundial, pero especialmente para los británicos. Un concierto ahí puede crear un nuevo mito o resucitar carreras dadas por muertas. El eclecticismo es total; la entrega del público, única, y la atención de los medios, absoluta.
Público del Glastonbury en 2013.
Cincuenta años no es lo mismo que 50 ediciones. Desde 1971 hasta 1981 se celebró esporádicamente. A partir de entonces es anual, con un parón cada cinco ediciones, el conocido como “año de barbecho”, para permitir al terreno recuperarse. Porque incluso hoy el festival de Glastonbury es el proyecto personal de Michael Eavis, un granjero de la zona. Su padre, un pastor metodista, poseía una explotación de 61 hectáreas y 60 vacas a 150 kilómetros de Londres. Eavis, que había dejado la escuela con 15 años, tras haber flipado en un festival en Bath en 1969, puso en marcha en 1970 un festival en esos terrenos. Mezcla de hippy idealista, granjero pragmático y militante izquierdista, Eavis asegura que nunca pensó en el festival a largo plazo. Laborista de toda la vida, fue candidato por el partido en 1997 y aunque, desencantado con Tony Blair, llegó a pedir el voto para los verdes, en 2017 hizo de Jeremy Corbyn un icono pop al subirle al escenario principal de Glastonbury a dar un discurso antes de la actuación del dúo de hip hop Run The Jewels. Eavis recibe un sueldo de 60.000 libras anuales del festival (asegura que es menos de lo que cobra la persona que se encarga de sus vacas), que tiene un presupuesto de 40 millones de libras anuales, y un beneficio de menos de un millón y medio después de descontarle los dos millones que entrega a Organizaciones no gubernamentales.
Durante 20 años Glastonbury fue caótico. Dentro era sucio y desorganizado y las infraestructuras eran mínimas y desbordadas. A nadie le importaba, porque a cambio la libertad era absoluta. Fuera, se les guardaba una zona a los travellers, una especie de tribu de hippies nómadas. En 1990 aquello terminó en una guerra entre la policía y los travellers. La llamada Batalla de Yeoman Bridge se saldó con 250 detenidos. Siempre pasaba algo en Glastonbury. Pongamos un año cualquiera, 1994. Fue la primera vez que el festival fue televisado y la última en la que la música indie y el dance se confinó a escenarios pequeños. También fue el único año en que se incendió la Pirámide (antes de que el recinto se abriera al público) y en aquella edición cinco personas fueron heridas por bala (ninguna murió).
No fue hasta 2002 cuando se profesionalizó. Antes, la laxa política de puertas que permitía que aquellos que no tuvieran entradas se colasen era parte del certamen. Pero llegó demasiado lejos en 2000, cuando se calcula que 100.000 personas (15.000, según Eavis) entraron sin abono. Ese mismo año en el festival de Rolskilde, Dinamarca, nueve asistentes murieron en una avalancha. Presionado por las autoridades locales, Eavis no tuvo más remedio que asociarse con la promotora Mean Fidler, la empresa liderada entonces por Vince Power, que años después se haría con el FIB de Benicassim. La construcción de una valla impenetrable hizo que las 124.000 entradas disponibles se vendieran en horas, mientras que en ediciones anteriores habían costado meses. Porque Glastonbury creó muchas cosas, entre ellas el concepto de festival experiencial, en el que el reclamo es el mismo evento y no las bandas que van. Ahora es habitual que las entradas salgan a la venta antes de conocerse el cartel, pero eso fue una creación de este festival en el que conseguir un abono ya es un éxito. En la última edición se recibieron 20 peticiones por cada tique disponible.
Para muchos la idea de gastarse una fortuna en viajar a un gigantesco campo, atestado de gente, con un cartel tan monstruosamente grande que resulta imposible ver ni un 5% en condiciones, no resulta lo más atractivo. Más con la posibilidad de hacerlo empapado y con barro hasta las rodilllas. Climáticamente esa zona de Inglaterra parece atraer las lluvias. Además, desde mediados de los noventa, si querías sufrir así, tenías muchas más opciones para hacerlo más cerca de casa. Pero lo curioso es que la leyenda del festival, que nació cuando no había muchas más opciones disponibles, ha seguido aumentando cuando los competidores se cuentan por miles. Sus aficionados aseguran que hay algo especial allí.
Lo describía un periodista de The Guardian en un artículo en el que recordaba sus 22 años consecutivos de vistas al festival: “He pasado muchos de los días más alegres de mi vida en este rincón de Somerset. Es donde me convierto en mi mejor yo. Siempre hay un momento el domingo cuando estoy tan en sintonía con el festival que parece que esta es mi vida; que todo lo que tengo que hacer es comer, beber, caminar, hablar y bailar. Tal vez tengo bajas expectativas, pero considero que es una especie de felicidad”. Eavis asegura que, si en 2021 Glastonbury no se celebra, se corre el riesgo de que el festival entre en bancarrota. Claro que también aseguraba que este sería su último año al mando, y no parece tener ganas de retirarse. Ya se verá.
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