Memoria y olvido en la historia de pandemias | Artículo

 

Julio Moguel

I had a little bird and his name was Enza.
I opened up the window, and in-flu-enza.

Canto infantil de los años veinte del siglo XX

I

Las muertes en la primera guerra mundial, entre 1914 y 1918, llegaron a calcularse “entre 10 y 30 millones de personas” (así de vagas e imprecisas eran, son o pueden ser las estadísticas de guerra), sin contar heridos y mutilados, que sumaron alrededor de 20 millones de seres humanos (suponemos que en este punto puede haber mayor objetividad en el registro). Las esperanzas que había generado la nueva época de progreso al inicio del siglo XX habían quedado entrampadas en los contrapuntos visibles de los resultados a los que llevaba “el avance de la ciencia”. Y no pocos científicos –un caso ejemplar en este sentido fue el de Alexandre Yersin, descubridor de la vacuna contra la peste (Yersinia pestis)– prefirieron mantenerse en los márgenes o en los pliegues de esa modernidad abrumadora y asesina, trasnacional o mundial ya en sus alcances y golpes secos, duros, devastadores.

El fin de la guerra, en 1918, reanimó a millones de espíritus en el globo, pero no todos pudieron vivir felizmente esa experiencia, pues, en marzo de ese mismo año, siete u ocho meses antes de que acabara el conflicto, entró al escenario mundial un enemigo aún más letal que el que representaba el choque de las armas: la influenza A H1N1, pandemia que fue dispersada a lo largo y ancho de todo el territorio planetario por el propio decurso de la guerra (entre marzo y noviembre de ese año muchos soldados norteamericanos contagiados murieron sin haber pisado siquiera el suelo de combate), con un resultado letal que parecía emerger de las páginas de una novela de Huxley y no de los datos duros del entorno global en el que se vivía: entre 1918 y 1919 se contabilizaron 500 millones de personas infectadas, con 50 millones de muertes (habría que tomar esta misma estadística con la debida reserva, mas, aunque “grueso”, cabe asumirla como un parámetro fiable).

II

En México no se vivieron de manera directa los terribles zarpazos letales de la Primera Guerra, pero sí los de la pandemia: ésta vino de Estados Unidos en algún momento de 1918. Conocida aquí como “gripe o influenza española” –o “muerte púrpura” o “peste roja”–, empezó rápidamente a infectar a grandes conglomerados y a matar a muchísima gente. El 24 de octubre la prensa registraba en el país 60 mil contagiados, en el rango de 1,500 a 2 mil muertos por día. En noviembre la estadística hospitalaria y de los panteones registraba 3 mil decesos promedio por día, en una guerra en la que el enemigo invisible entraba sin permiso a cualquier lugar donde hubiese materia humana que pudiera infectarse.

¿Cómo enfrentar a ese enemigo? Si no lo sabe usted, amigo lector, seguramente se lo imagina a partir de su experiencia actual con el Coronavirus: con medidas de higiene, el aseo de las letrinas (recuérdese la vida cotidiana en barrios y vecindades), el uso de cubrebocas, el riego con creolina, dos veces al día, de las calles de la ciudad de México, y la recomendación en prensa o por otras vías de “quedarse en casa”. Con la contra maldita de la falta de medios para enviar con rapidez el mensaje: ¿cómo comunicar de manera masiva sin la televisión o el teléfono? ¿cómo mandar las señales a los espacios rurales o a todo el territorio nacional antes de que la “gripe española” alcanzara a la gente de esos lugares y la infectara? Ni siquiera existía la radio, que apenas en 1917 había comenzado en México su fase experimental (la primera transmisión de este tipo en Estados Unidos se había llevado a cabo en Detroit con la “WWJ”, 950 AM, el 20 de agosto de 1915; la primera transmisión “nacional” –cualquier cosa que ello signifique– se dio en México en 1921).

La mortandad resultó brutal y despiadada. Escuelas, bodegas o galerones de todo tipo se convirtieron en espacios hospitalarios. Los servicios de salud, los médicos y los brujos, chamanes o sabios de prosapias muy diversas, que desde tiempos añejos algo de epidemias sabían, no encontraron salidas y no pocos de ellos fueron víctimas mortales del contagio.

Con las dificultades ya imaginadas para hacer la estadística, entre 1918 y 1919 se calculó un saldo total de muertos en México de trescientos mil habitantes. Vaya usted a saber en realidad cuántos más fenecieron sin alcanzar el registro.

III

Uno de los mejores libros sobre el tema, escrito por Alfred W. Crosby, se titula America’s Forgotten Pandemic. The Influenza of 1918. “La pandemia olvidada de América”: El título define una realidad que tendría que ser pensada y valorada por sí misma. ¿Cuántos muertos o qué nivel de monstruosidad o alcances de una tragedia planetaria se requieren para que el mundo recoja “el acontecimiento” en la memoria y siembre ese recuerdo para el conocimiento y bienestar de las generaciones presentes y futuras?

Parecería que esta línea inquisitiva no nos conduce a la respuesta correcta. La conclusión pudiera ser en realidad acaso menos obvia o menos “lógica” que lo que comúnmente se piensa: el olvido se ubicaría más bien, en este caso, como un elemento sustancial y propio a la construcción o a la reconstrucción mítica y positiva del progreso, pensado en escenarios ideales en y desde los que pueda renacer, una y otra vez, la masificada creencia de que a fin de cuentas el ser humano tiene su “final feliz” en cualquiera que sea o pueda ser el puerto de llegada de su historia.

Y habrá que hacer este razonamiento lejos de cualquier maniqueísmo, capaz, éste, de armar el contraargumento a partir de una historia de luchas entre “buenos” y “malos”.

Mas lo peor de todo esto es que el fenómeno se multiplica y se vuelve síntoma viral cuando, como ahora, “en tiempos del éxtasis de la comunicación, el periodo de producción y consumo prometeico cede el paso a la era narcisista y proteica de las conexiones, contactos, contigüidad, feedback y zona interfacial generalizada.” (Baudrillard). El olvido así, pudiera decirse –cierto tipo de olvido, se entiende–, llega a convertirse en parte sustancial de un quehacer humano sistemático y maquínico para la construcción o la renovación de un tejido individual o colectivo protector, inmunológico.

Julio Moguel

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Economista de la UNAM, con estudios de doctorado en Toulouse, Francia. Colaboró, durante más de 15 años, como articulista y como coordinador de un suplemento especializado sobre el campo, en La Jornada. Fue profesor de economía y de sociología en la UNAM de 1972 a 1997. Traductor del francés y del inglés, destaca su versión de El cementerio marino de Paul Valéry (Juan Pablos Editor). Ha sido autor y coautor de varios libros de economía, sociología, historia y literatura, entre los que destacan, de la editorial Siglo XXI, Historia de la Cuestión Agraria Mexicana (tomos VII, VIII y IX) y Los nuevos sujetos sociales del desarrollo rural; Chiapas: la guerra de los signos, de ediciones La Jornada; y, de Juan Pablos Editor, Juan Rulfo: otras miradas. Ha dirigido diversas revistas, entre ellas: Economía Informa, Rojo-amate y la Revista de la Universidad Autónoma de Guerrero.

*La opinión aquí vertida es responsabilidad de quien firma y no necesariamente representa la postura editorial de Aristegui Noticias.




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