Al final, Claudia Durastanti cedió y escribió el libro que llevaba toda la vida evitando escribir. Desde niña, cada vez que llegaba a un lugar nuevo y le hacían las preguntas de rigor —quién eres, de dónde vienes—, sabía lo que ocurriría a continuación. En el momento en que empezaba a hablar de sus padres, se producía una especie de hechizo. Todos callaban, quedaban cautivos y pedían más. “Entonces, yo desaparecía como narradora y me convertía en un mero canal. Siempre me preguntaba: ‘¿Dónde estoy yo en todo esto? ¿Dónde están mi voz y mi talento? ¡Los lazos de sangre no son un talento!”.
De manera que, mientras trabajaba como periodista y traductora (tiene ahora entre manos una versión nada canónica de El Gran Gatsby), publicó tres novelas antes de los 35 años, rozando cada vez más de cerca la historia, la que sabía que habría que contar tarde o temprano. La de su madre, una mujer del sur de Italia que se quedó sorda a los cuatro años por una meningitis, y la de su padre, que ya nació sordo. Pobres, migrantes —la familia de Durastanti lleva varias generaciones haciendo viajes de ida y vuelta entre Italia y Estados Unidos— y discapacitados. “Llevo toda la vida leyendo sobre outsiders, pero aun así mis padres me parecen poco plausibles. ¿Cuántas marginalidades podían sumar? Parece que estén recogiendo puntos de la diversidad”, dice.
Todo eso está en La extranjera (Anagrama), un relato memorialístico al que ella a veces llama “novela”, que quedó finalista del Premio Strega en Italia y se publicó en España en el peor momento, al principio de la pandemia y con las librerías cerradas. Aun así, encontró un público entusiasta que se lo iba prescribiendo: “Léete esto, no se parece a nada”. Durastanti estuvo a mediados de junio en Barcelona para participar en el festival Kosmopolis y en encuentros con lectores.
Ni su padre ni su madre han llegado nunca a hablar el lenguaje de signos. Ella logró emitir sonidos gracias a la tortura a la que fue sometida de niña por las monjas de un internado. Le colocaban un cuchillo en la lengua y le obligaban a gritar. Él, que creció en una familia campesina, daba golpes en la mesa para hacerse entender y leía los labios. Si la familia se intentaba comunicar con signos, los abofeteaba.
Cómo no iban a toparse esos dos, ha entendido después su hija. Se conocieron a los 20 años, en un momento en el que él era guapo, atlético e hipersexual, y ella medio vagabundeaba por Roma completamente sola, con el dinero que le enviaban sus padres desde Nueva York. Las versiones de cómo se produjo el encuentro divergen según quién las cuente y son siempre novelescas. “Mis padres han pasado toda la vida en una relación ambigua con la ficción y la no ficción”, explica.
Durastanti nació en Brooklyn y se define como una “americana accidental”. Cuando tenía unos seis años, sus padres se divorciaron y la madre se llevó a ella y a su hermano a un pueblo remoto en la región de Basilicata en el que no tenían ningún vínculo.
“Me avergonzaba de ella. Me venía a buscar al colegio y yo me apartaba. Ella siempre creyó que era porque yo era sorda, pero en realidad era algo peor para una comunidad pequeña. No parecía una mujer auténtica. No respondía a la idea de una madre o de la feminidad aceptada. Iba rapada, vestía como un hombre, decía muchos tacos. Si lo hubiera sido, al menos los niños podrían haber dicho: ‘Oh, es la pobre mujer sorda”.
Aunque Durastanti trabajaba con ese material de primera, el mecanismo que terminó siguiendo en La extranjera fue el contrario al que el mercado editorial dicta que hay que hacer con las memorias, que es tomar lo peor de la propia vida y maximizar su potencial cataclísmico. Cuando cuenta, por ejemplo, la vez que su padre les retuvo a ella y a su hermano de niños en el balcón de su casa, con todo el pueblo mirando, lo hace de la manera menos épica posible. “Yo ni siquiera lo recordaba hasta que, de adolescente, un chico de la aldea me dijo que esa escena era uno de los traumas de su infancia. Podría analizar por qué yo lo había olvidado desde un punto de vista psicoanalítico. La negación, el olvido, etcétera. Pero eso no me interesa. Me gusta más entenderlo como parte del funcionamiento de la ficción y la empatía. Cuando te armas tu educación sentimental, muchas de tus revelaciones vienen de un libro que leíste o una película que viste”.
También cuando narra la vez que su padre la secuestró durante unos días y se la llevó de viaje por los Abruzos lo hace casi como si fuera un road trip entre un padre y una hija. Durante días, cenan pizza y filete y langosta en restaurantes de manteles adamascados y suelo de espejo, porque ser pobres también se les daba fatal a los Durastanti. Ella y su hermano tenían nikes y barbies, regalados por la familia, pero a veces cenaban agua y cereales porque no había nada en la nevera. “Mis padres fueron instintivamente rebeldes desde niños sobre lo que significa ser pobre y ser discapacitado”.
El hermano mayor de la autora se rebeló ante esas circunstancias intentado ser agresivamente convencional. Creía que, si eran buenos chicos, iban a misa y estudiaban mucho, el pueblo les perdonaría su diferencia. Hoy es arquitecto y vive en Roma, en el apartamento contiguo al que ha ocupado la autora los últimos meses.
Ella se concentró en el lenguaje. Quiso aprender el italiano más perfecto. “Creía que eso me haría no solo buena ciudadana, también mejor persona. Me convertiría en una espía vestida de incógnito. Si lograba hablar un italiano impecable, eso sería como hacerse invisible. Nadie podría ver a mi familia”.
Tras estudiar en Roma, vivió durante muchos años en Londres. Cree que en cada uno de los sitios por los que ha pasado ha dejado un holograma de sí misma, viviendo otra versión de su biografía. Hace año y medio se había mudado con su pareja de vuelta a Nueva York, pero la pandemia la arrastró de nuevo a Roma, donde se encontró con una ciudad “tropical y estancada, casi con vibraciones de arenas movedizas”. Ha echado en falta la extranjeridad. “Para mi escritura era útil y más interesante escribir en italiano sin estar inmersa en la lengua todo el tiempo. Y ahora que lo estoy, echo de menos ese elemento de desplazamiento. Siempre he escrito de lugares que he abandonado en una lengua que no uso a diario”.
Con sus padres tiene ahora una relación basada en los cuidados. La edad los ha calmado, sobre todo a él, y de alguna manera los ha igualado a los otros padres, los de sus amigos, con sus achaques y sus excentricidades de viejos. Esa es otra de las ideas que vertebran La extranjera: la discapacidad no es un estado, sino un destino, y casi todos, si llegamos a viejos, acabamos alcanzándolo.
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