Menores ‘trans’, el primer paso de una carrera de fondo: “Yo soy una niña pero tengo pene”

La pregunta a la que se enfrentan los niños y niñas transexuales y sus familias es tan recurrente como insustancial para ellos: ¿cómo va a saber un niño el sexo con el que se identifica no se corresponde con el que los demás le asocian por su cuerpo? Pues lo saben y lo saben muy pronto. Incluso para sorpresa de sus padres, que se enfrentan al abismo de la desinformación y la falta de referentes frente a la seguridad de sus hijos.

Cloe vive en Castellón, tiene 10 años y acaba de terminar cuarto de primaria. Su madre, Carolina, es publicista y su padre, Jorge, administrativo. Hasta que su hija cumplió los tres años vivieron en la relativa paz familiar que se consigue con un niño pequeño, pero ya entonces tuvieron que ir aprendiendo a respetar sus gustos sin saber muy bien hacia dónde los conducía todo aquello. “A los cinco o seis años, un día yendo al colegio, me dijo que ella era una niña. Me asusté bastante porque no sabía cómo contestarle. Sabes que para ti va a ser lo mismo, pero no sabes qué procedimientos tienes que seguir en lo más inmediato, por ejemplo en el colegio. Cada verano, ella daba un pasito más, era como si se liberara cuando se quitaba el uniforme”. Uno de esos veranos fue muy conflictivo porque Cloe, ahora dulce y parlanchina, demostraba mucha rabia contenida. “Durante el curso”, explica su madre, “a mí me habían acribillado otras madres que me contaban que Cloe se había peleado con sus hijos e incluso algunos días mi hija salía con sangre del cole. Siempre he dicho que daba lo mismo quién iniciara el conflicto, si era mi hija porque se defendía u otros porque la atacaban, el hecho es que el colegio tenía que haber tomado cartas en el asunto porque yo ya había hablado con la directora sobre sus cambios de conducta. Yo llamaba y los avisaba si un día iba con coletas porque sabía que sería conflictivo, pero cuando Cloe decidió ponerse una falda y avisé, la tutora me dijo que, por favor, no la llevara así vestida porque los niños no estaban preparados. Le contesté que mi hija había sido muy valiente y que iba a llevar su falda al colegio”.

Cloe, a quien llamaron Leo al nacer y está al lado de su madre jugando con su Nintendo, sonríe y asiente con un gesto de cabeza. Casi ha olvidado los ataques porque ahora tiene amigos de su edad en su nuevo centro escolar, pero Carolina sí recuerda todo lo que ha tenido que aprender para acompañar a su hija y que ella ha sido su mejor maestra. “Los conflictos persiguen a los niños que son abiertos y no tienen miedo de salir al patio y decir como mi hija: ‘Yo soy una niña pero tengo pene’. Los que no son así, se esconden y sufren mucho o sueltan la rabia más tarde”. Cloe acaba de formar parte de una campaña publicitaria solidaria de la cadena de perfumerías Primor destinada a recaudar fondos para la Fundación 26 Diciembre, que se destinarán a la creación de la primera residencia de mayores LGTBIQ+. Ella solo recuerda que la experiencia “fue muy divertida” porque conoció a Carlota, que se encarga de Little Princess, su marca favorita, y entre partida y partida del videojuego que acapara su atención dice: “Ahora estoy muchísimo más contenta. Lo mejor de mi cambio es que tengo muchos amigos y amigas y lo peor es que otros no me aceptaron y ya no me hablan”.

Axel y su padre, Gustavo, en las instalaciones comunes de la urbanización del madrileño barrio de Usera donde viven.
Axel y su padre, Gustavo, en las instalaciones comunes de la urbanización del madrileño barrio de Usera donde viven.Olmo Calvo

Para su madre, como para Gustavo, padre de Axel, de 12 años, a quien llamaron Ariadna al nacer, internet fue el primer hilo del que tirar cuando sus respectivos hijos fueron dando muestras de comportamientos no normativos. “El peligro es que así puedes llegar a sitios equivocados”, reflexiona Gustavo, que trabaja en el servicio de limpieza del Instituto Cervantes de Madrid. A su lado, en la urbanización en la que viven en el barrio de Usera, le escucha su hijo, que interviene sin soltar su balón de fútbol: “Desde pequeñito nunca, nunca, nunca me han gustado las muñecas, siempre que me dibujaba lo hacía con pantalones, no me gustaban nada las faldas y cuando fui a los nueve años al médico a una revisión y me dijeron que mi cuerpo iba a empezar a cambiar, ahí sí tuve miedo. Fue entonces cuando mis padres buscaron ayuda y empezamos todo el proceso”.

Su padre no puede evitar emocionarse cuando recuerda el momento en el que a través de una compañera encontró a Isidro, un trabajador social del programa LGTBI de la Comunidad de Madrid. “Nos tranquilizó, nos dio una serie de herramientas para empezar a trabajar primero el núcleo familiar e ir viendo qué pasaba. Le empezamos a tratar en masculino. Coincidió con que nos íbamos de vacaciones a un camping y, como él ya había elegido su nuevo nombre, se presentó como Axel”. “Lo encontré en internet”, explica el hijo, “me gustó porque nunca lo había oído y porque viene del príncipe Axel. Nunca he tenido problemas con los niños y niñas con los que he jugado, solo que cuando decía que me llamaba Ariadna me preguntaban si era un niño o una niña. Desde esas vacaciones nadie ha vuelto a preguntarlo”.

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El Consejo de Ministros aprobó el pasado martes el anteproyecto de ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos LGTBI, conocida como ley trans. Un primer paso de una carrera que a los menores y sus familias se les antoja lenta. Ana Valenzuela, presidenta de Chrysallys, Asociación de familias de menores Trans, explica que por un lado se sienten satisfechos por los avances y por otro consideran necesario que estos crezcan. También madre de una niña que ahora tiene 10 años e hizo el tránsito social a su identidad de género a los cuatro, conoce bien las lagunas legales a las que se enfrentan. En el anteproyecto de ley, uno de los grandes escollos para llegar a un acuerdo ha sido precisamente la libre autodeterminación de género (que una persona pueda cambiar el nombre y el sexo en el DNI solo con su voluntad, sin necesidad de informes médicos y años de hormonación como hasta ahora). Finalmente, lo que se ha acordado es que a partir de los 12 años, no antes, se permita el cambio de sexo legal en diferentes tramos: a partir de los 16 sin requisitos, entre los 14 y 16 con consentimiento de sus representantes legales, y entre los 12 y 14 mediante autorización judicial.

Ana Valenzuela cree que “debe desaparecer que los adolescentes hasta los 14 años tengan que pasar por procesos judiciales para validar su sexo. Nuestra propuesta fue que los menores que hayan cambiado su nombre en el registro durante uno o dos años puedan acceder directamente a la mención registral del sexo porque ese tiempo es ya una garantía de estabilidad”. “Es muy importante para su vida diaria”, continúa explicando Valenzuela, “porque tienen que identificarse en muchísimos espacios y son muchos los que por no tener que enfrentarse a comentarios y discriminaciones, se aíslan”. Pone ejemplos sencillos: familias que han viajado con sus menores y han sido detenidas en el aeropuerto acusadas de secuestro por las diferencias apreciables entre lo que pone en su DNI, su nombre y su aspecto; no lograr federarse en un deporte porque sus documentos afirman que pertenecen a otro género; o lagunas en la atención de la salud de los hombres trans porque, cuando cambian su sexo registralmente, el sistema de la Seguridad Social les excluye automáticamente de protocolos como el de ginecología que sí precisa su fisiología.

La realidad es que, según sus padres, son los mismos niños los que insisten una y otra vez sobre el sexo en el que se sienten cómodos. “Esto no supone un riesgo para nadie”, afirma la presidenta de Chrysallys, “pero de todo ello depende el futuro de unos niños sobre los que hay que entender que deben seguir unos procesos tan complicados que nadie debería pensar que se hacen por capricho”.

“Cuando mi hijo hizo su tránsito”, relata el padre de Axel, “y comenzó con los bloqueadores puberales (medicamentos que retrasan la pubertad) a los nueve años –la edad en la que el endocrino vio que le salió el botón mamario– dio un giro de 180 grados. Es como si hubiera dicho: ‘Ya veis cómo soy’. Uno de los sitios donde se notó su cambio fue en los dibujos que hacía: antes se pintaba chiquitín y luego se dibujaba gigante”. Cloe lo primero que preguntó a la sexóloga a la que acudieron cuando tenía siete años fue: “¿Me vas a dar una pastilla para convertirme en niña?”. La profesional le tuvo que contar todo el proceso y su siguiente pregunta fue: “¿Puedo ir a hablar con esa endocrina para que me lo explique también”. Después de ese paso añadió: “Vale mamá, ahora preséntame a un cirujano”. Su madre aclara: “La frase que me soltó a los seis años sobre que quería ponerse pechos ahora le parece innecesaria porque piensa que va a crecer como una niña y eso es lo que importa”.

Axel y Cloe están felices, psicológicamente sanos. Sus padres, con sus dudas, angustias y miedos a futuro, se han implicado para defender y acompañar a sus hijos. Otros no tienen esa suerte. Gustavo, pulcro y exacto con el lenguaje que utiliza porque se ha empeñado en aprenderlo para explicárselo a “toda esa gente que intenta distorsionar esta realidad”, sentencia lo que es el mundo y los sentimientos de los menores trans como su hijo: “A las personas cisgénero nunca nos han preguntado y te identificas de forma natural con un género. Lo mismo pasa con los niños trans. La vida de Axel ha cambiado poco, a nosotros como familia no nos ha afectado tanto porque no hay más ciego que el que no quiere ver, pero ahora nuestra vida ha mejorado porque sabemos lo que está pasando. Nuestro hijo nos ha abierto la mente, por eso creemos que mostrarnos sirve para que otros niños no tengan miedo y puedan contárselo a sus padres”.

Cloe cambió su nombre en el registro civil a los siete años y medio; Axel lo hizo a los 10 y hace solo unas semanas pasó por el correspondiente trámite judicial para solicitar el cambio de sexo que ya le denegaron antes. La jueza del registro civil primero dijo que le veía muy pequeño. Después, tras hablar con él fuera de sala, dejó entrever una esperanza: “Me vas a hacer estudiar mucho”, le dijo. Él solo espera que oficialmente se le reconozca como varón y que la sociedad sea capaz de entender lo que su entorno ya ha aprendido.


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