“El amor es lo único que somos capaces de percibir que trasciende las dimensiones del tiempo y el espacio”, dice Anne Hathaway en Interstellar, durante su conmovedora reflexión sobre las funciones esotéricas del corazón, las que superan la razón cardiovascular. La frase -que leída así, fuera de la película, provoca una grima cósmica-, necesita sin embargo cambiar el sustantivo principal para convertirse en un genuino epigrama de marcapáginas: “Una boda española es lo único que trasciende el tiempo y el espacio”.
Nada tan excesivo en horas, metros cuadrados, en viandas y licores, en energía y sudor, en tocados y en corbatas horteras, genera un agujero de gusano semejante por cuyo pliegue, cual mantel abisal de materia, miles de euros se desplazan de las cuentas corrientes de los novios, padrinos e invitados, a las de empresas y trabajadores especializados. Sucede en un instante. Se planifica durante años luz. Cuando acaba, no sabes a ciencia cierta qué ha pasado.
“El amor no es algo que hayamos inventado, es observable, poderoso…., tiene que significar algo”, añade la bella Anne con la nuca erizada de sentimiento. ¿Qué significan estas celebraciones desmesuradas que los españoles inventamos hace eones? ¿Quién abre la garganta negra del dinero: el cliente, con sus descabelladas peticiones, o el empresario con sus mareantes columnas de precios? Viajemos firmes, como la inmutable gravedad, cruzando las dimensiones de pinchadiscos impertinentes y barras de libertinaje en busca de respuestas sólidas. Apliquemos el minucioso escandallo al mito de “hasta que la muerte nos separe”.
El negocio
“El amor tiene un significado, una utilidad, una función social”, replica Matthew McConaughey en Interstellar. Para los españoles, la boda es la única ocasión de sus efímeras vidas -y a veces, aún más efímeros matrimonios- en la que congregan a todos los círculos de su familia y amigos, incluidos los círculos del infierno, incluido ese tío segundo hipócrita y desfachatado. Reunimos a los íntimos y a los protocolarios porque la boda significa nuestra fiesta mayúscula: consagrada ante Cristo silente, ante el juez indiferente o ante el concejal al que le haya caído el marrón ese sábado, y celebrada cual saturnales, bajo la advocación de Pantagruel y Baco (más la esperanza de un encuentro sicalíptico en el baño).
La boda española es feliz y dantesca a la vez. De media, cuesta 20.500 euros, según el portal bodas.net. Su estudio calcula 130 participantes, a 100 pavos por cubierto, con lo cual el banquete se traga unos 13.000 euros; es decir, el 65% del presupuesto. Añade la cena, el brunch, la barra libre o demás opciones disponibles y aterrizas en 200. Estos números, por supuesto, son tan relativos como el peine de Einstein o la genialidad de Christopher Nolan.
Todo este universo coincide en un dato que sobrevuela la calculadora: se trata de un buen negocio. Los chefs reputados suelen lanzarse al bodorrio en cuanto adquieren fama. Sin embargo, existe un notable trecho entre un menú degustación tutiplén y un menú de boda estándar, aunque su precio sea similar. Ver Interstellar, o La loca historia de las galaxias. La reciente tendencia hostelera a centralizar cocinas, sobre todo en cocineros que poseen varios establecimientos y también ofrecen eventos, mejora lógicamente el beneficio último de todos los prorrateos. Algunos han construido ya una Estación Mir del escandallo.
“Las bodas son también un negocio en sentido inverso, y cuanto más caras, más todavía. En las bodas de alto copete, las de 500 euros el cubierto, los invitados no dan 200 de regalo: dan mil o 1.500, porque va gente de ese nivel”, señala Francisco Sanz, que acumuló 1.100 banquetes conyugales a sus espaldas en el Grupo El Cachirulo. Ese tarjetón que los novios te entregan entre gritos, como quien celebra el final de una cuenta atrás astronáutica, esconde una convocatoria falsa. Porque los invitados, mayormente, pagan.
Los precios
La boda, en general, es una mentira que nos queremos creer, como sucede a menudo con la fe en el sacramento que precede a la bacanal. Quizá el vástago más famoso en la historia de la carpintería pervirtió nuestras esperanzas nupciales hace 2.000 años, cuando transformó seis tinajas de agua en vino, prometiendo además panes y peces por millares para saciar a multitudes a precio de saldo. Por eso pensamos que existen suficientes lubinas en el mar, suficientes bueyes con un único y exquisito solomillo, y suficientes bogavantes de vivacidad espasmódica como para que un ejército de cocineros, pinches, camareros, limpiadores y friegaplatos multipliquen platos excelsos hasta dejarlos a menos de cien euros el cubierto. Nos avergüenza servir caballa o chuletas de cerdo cocinadas con ingenio. Queremos ocho o diez horas ininterrumpidas a todo trapo.
La boda es una mentira en la que queremos creer, como el pronóstico de que este año habrá un boom en el sector, que ya fue predicho en 2021 y que, en último término, depende de algo tan azaroso como un virus terriblemente redivivo que nos mantiene sumergidos en una realidad de ciencia ficción. Podrá besar a la novia cuando no lleve mascarilla. “Estamos todavía recuperando las pérdidas de la Covid”, subraya Marcos Morán, de Casa Gerardo, restaurador con estrellas, soles y amplia experiencia en banquetes. Fernando Huidobro, secretario de la Asociación de Profesionales de Bodas de España (APBE), cuenta que esta organización se creó tras la pandemia precisamente para “adquirir una identidad” y capear el temporal.
“La mayor parte de la responsabilidad de los precios altos es del cliente. Exige tanto, que no falte de nada todo el tiempo y que se pueda repetir, que acaba siendo un absurdo”, indica el mencionado Francisco Sanz y respalda Huidobro. “Quienes suben mucho los costes son los padres de los novios, los taladran”, añade Marcos. “Se tira un montón de comida”, repiten a coro todos los interrogados para este texto.
Francisco, que ahora trabaja en Nola Gras, matiza en primer lugar la diferencia entre un restaurante y un catering, formato que dirigió durante un cuarto de siglo y que se ha implantado: “El restaurante tiene un personal fijo, cuyos gastos distribuye en función del número máximo de bodas que puede dar. Pero es la misma cocina y el mismo personal para todas. En el catering, por contra, se suma el alquiler de la finca o el inmueble. Hay mucho personal extra, que el cliente paga exclusivamente para él. Sale más caro. Si un camarero de bodas cobra, por ejemplo, 70 euros, por desplazarse cobra cien, más la gasolina”. Como él, el resto de empleados Gagarin que pones en órbita.
Las trampas
De acuerdo, somos unos caprichosos en un país que adorna las apariencias y que esconde al vecino la realidad de sus sueldos. Pero el sector arrastra leyendas negras que contrastan con los inmaculados dossieres que, cual álbumes de felicidad, despliegan los wedding planners. Ni la Nasa opera con tan detallados desgloses. Entonces, ¿por qué se come tan mal en las bodas?, se preguntaba Mikel López Iturriaga hace ocho años; hace cuatro, Lucía Taboada seguía buscando un Almax.
Tres cocineros y camareros veteranos y respetables nos han relatado mentirijillas culinarias de sus jefes; a cambio de su anonimato, porque obviamente quieren seguir contratados. La lista bastarda empieza por cambiar los ingredientes del menú de prueba por el menú que finalmente se sirve (merluza chilena, por lubina; fuagrás congelado, por micuit). Rebajar el gramaje de las croquetas prometidas. Aplicar suplementos abusivos por un showcooking que no supone más esfuerzo que emplatar sobre una barra. Gyozas, pinchitos y otros aperitivos de quinta gama.
Palés de vino comprados dos años antes al por mayor, a tres euros la botella, que luego se cobran a catorce. Platos de jamón que, en el fragor del cóctel, salen de cocina camuflados, con un jamón más barato que el exquisito Joselito que extrae con su cuchillo el cortador “en directo”. Brigadas de camareros sin seguros sociales, carnes de vacuno marcadas a las nueve de la mañana y recalentadas a las dos de la tarde. Macarrones con escalope para el nene de seis años por 40 eurazos. El invitado no sabe lo que contrataron los novios, y los novios están tan superados por los nervios y la emoción, que ni se dan cuenta de cuándo están masticando. ¿Ese que está orinando en el ficus es mi cuñado? ¿Se ha dormido el abuelo o está muerto? ¿De verdad hubo aperitivos para 150 personas, o se acabaron tan rápido porque solo habían preparado para 80?
Los riesgos
“Quizá en otro tiempo fue así, hubo quien se aprovechó, pero en este negocio, el que es caro sin merecerlo no ha subsistido”, dice Marcos. “El margen comercial de un restaurante gastronómico es muy pequeño, en torno al 8-9%. En las bodas es mayor, pero conforme mejor lo pretendemos hacer, disminuye. A eso se añade el prestigio que puedo perder si sale mal. A veces me sorprendo por los precios, pero por algunos que veo muy bajos. Los buenos menús son platos exclusivos, personalizados”.
¿Eso se puede lograr? El chef catalán Sergi de Meià cuenta una anécdota: “Hacia 2003 yo trabajaba en el restaurante Reno del Grupo Paradis. Muy meticulosos con el producto, el menú, las brigadas. El señor Torres, propietario de Durex España, quiso que hiciéramos los mismos platos del restaurante en el Teatre Nacional de Catalunya para 450 personas. Y quedé alucinado, fue como si hubiéramos llevado el restaurante al teatro”. Aunque igual estáis pensando todavía en los preservativos y no habéis acabado el párrafo.
En las bodas se producen confusiones parecidas. “Lo realmente caro es casarse, no el menú en sí mismo”, sentencia Marcos señalando el pastizal que desembolsamos por otros ítems maritales. Carlos Zamora, propietario del Grupo Deluz, ahonda en los costes: “El cliente quiere materia prima excepcional, un servicio profesional, y eso supone hornos que cuestan 50.000 euros, camiones, neveras… una infraestructura enorme. El equipo, además, tiene que estar bien pagado para que sea estable y funcione compenetrado”.
Según dónde
Carlos ha sido friegaplatos, camarero, cocinero y organizador. En Suiza, Francia o Estados Unidos. En bodas cristianas, musulmanas, judías. En Madrid, muchos años. Ahora en Cantabria y en Euskadi. Cree en el esmero, porque cualquier invitado puede convertirse en futuro cliente. “Nuestra merluza es de la lonja de Santander. El cordero, de pequeños productores. El vino es ecológico, del que no deja acidez. En el norte hay una exigencia de calidad muy alta, y eso sucede también en los restaurantes. Lo cual deja márgenes más cortos. En Madrid las recetas son más sencillas y con otros productos”.
Bodas.net sitúa a Vitoria como la ciudad más cara (25.000 euros) y a Málaga como la más barata (13.740 euros). En Asturias sigue de moda el combo bogavante-lubina-solomillo, en Galicia continúan enajenados con el marisco, en Castilla no puede faltar el asado. En el sur salen más baratas porque “la costumbre es invitar a menos gente” y elegir ingredientes menos despampanantes, según distingue Fernando Huidobro, miembro también de la Academia Andaluza de Gastronomía. En el interior del país, en general, se empieza a prescindir del pescado en beneficio de un aperitivo largo. Sergio Labrador (26 de sus 48 años alimentando novios), nos ofrece los precios del Grupo La Bastilla, con 280 bodas planificadas este año en Aragón y Soria: 104 euros por el menú básico (10/12 aperitivos, bebidas, entrante, plato principal, postre), importe que con el alquiler del espacio y los extras que habitualmente se solicitan alcanza los 150.
Dichos precios apenas se han incrementado en una década, según inciden todos los consultados. Pero los gastos, ay: malos tiempos sobre el firmamento teniendo en cuenta la actual subida de la luz, el transporte y las materias primas. O que los precios se cierran con uno o dos años de antelación. O que un 10% de media son comensales con alergias, vegetarianos o celíacos, lo que implica otros costes.
La boda española clásica es una mentira en la que queremos creer, como en la ingesta de perdices para toda la vida, o como convencerte de que dos mil euros por un vestido que solo vas a poner un día constituye una necesidad, y por lo tanto, un importe razonable. Familiares y amigos trasladan a los novios que lo han pasado “genial, tío, una pasada, sois la caña”, aunque a la mayoría les daba una pereza infinita asistir, y luego se han aburrido, agotado y/o empachado. O no recuerdan nada después de salir a bailar a Shakira, hasta que el paroxismo etílico les hizo perder su anclaje natural al planeta y se precipitaron sobre la mesa de brochetas de fruta de la recena. Y a todos, siempre, siempre, siempre, les encantó el menú, aunque devolvieran sin tocar la mitad de los platos: nadie tiene nunca nada que decir cuando el sacerdote pregunta en alto.
La boda es una mentira en la que necesitamos creer. Como la religión, como el mismo amor o como la existencia de otra vida, más inteligente, en Marte.
Más vermú y menos empacho
La boda tradicional también es una mentira que la realidad va desmontando año tras año. Porque nos casamos menos y porque, cuando nos enlazamos, lo festejamos bajo otros formatos, menos catedralicios. Como nuestra afición a los vermús largos, “los aperitivos se extienden ya más de dos horas”, apunta Zamora. Como mucho, un plato y el postre sentados. “Muchas se están convirtiendo directamente en bodas cóctel, de pie, con alrededor veinte bocados, que requieren mucha elaboración”, cuenta Labrador. “En un mes tengo una boda para 30 personas. Quieren el menú degustación del restaurante, con maridaje de vinos, más un aperitivo corto antes en la terraza. 160 euros por comensal”, dice De Meià señalando otra modalidad. Cada cual va buscando su fiesta, sin atender a dogmas del pasado.
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