Lionel Andrés Messi Cuccittini. Resumen completo de la literatura del futbol del siglo XXI.
En 2008, el rosarino -algo de mitológico, algo de Gardel y mucho de Cortázar- escribía el más célebre párrafo de la gran novela iberoamericana de la pelota, en la que habitarían todos los adjetivos superlativos, todos los adverbios y todos los personajes, como si de un caleidoscopio contemporáneo se tratara. Todo, hasta ahora, tendría que ver con aquella prosa (proeza) poética del astro del FC Barcelona.
Mitad ficción (lo imposible en el césped de lo creíble), mitad no ficción (lo posible en el campo de lo fantástico), Messi llegó a la Capital del Norte de China vestido con el aro de los héroes; género reservado para los Chanel 5 de la especie.
Tetis, su madre, dijo a Aquiles: “si vas a Troya, se hablará de ti durante miles de años”. Todavía esta mañana hubo alguien que pronunció el nombre del “de pies ligeros”. Así, en la lontananza del pospretérito habrá quien recuerde a La Pulga, el de “nobles gestos”. En aquel año -el mejor de “nuestras vidas”, para una generación de concurrentes- el diez comenzó a dictar en primera persona su hacendosa narrativa semidivina, que parece no tendrá final; no pronto, cuando menos.
El futbol se agendó en el programa olímpico -con cierta discreción- en París 1900, cuando la pelota se equipaba, poco a poco y de puerto en puerto, en las maletas de embarcaciones británicas que viajaban a ultramar. Era poco domesticado en las tierras no anglosajonas que solamente participaron tres selecciones en aquellos certámenes: las del Reino Unido, Francia y Bélgica. Ese fue el orden de las medallas, que, por cierto, no se entregaron.
Los ingleses, como en el caso de casi todas las disciplinas atléticas, pensaron, reglamentaron y promovieron el futbol; los franceses lo organizaron. Pierre de Fredy, Barón de Coubertin, en el olimpismo; Robert Guérin, en el balompié. El periodista Guérin había planeado la creación del Tour de Francia en el ciclismo y en 1904 se convirtió en el primer presidente de la Federación Internacional de Asociaciones de Futbol, organización que sería (a partir de 1924, otra vez París) de la organización del torneo futbolístico de los Juegos Olímpicos, en el que con trompicones se aceptaría la inclusión de jugadores profesionales.
No fue Argentina la primera selección del comercio ultramarino británico en llamar la atención y el aplauso del ambiente europeo. Fue Uruguay. Hace un siglo, la escuadra celeste -a la que la prensa francesa llamó la de los “indios trotadores”- llegó a la capital francesa como artesanía llegada desde las playas “de otro tiempo”. Los espectadores no dieron crédito a lo que vieron: hombres criollos con ropajes rudimentarios que tocaban de una manera “excéntrica” el balón, al que llamaban “pelota” y al fuera de lugar “orsaí”. Aquel once “primitivo” ganó el torneo con veinte goles a favor y dos en contra. Cinco de esos tantos fueron anotados a la selección francesa en los cuartos de final. En el duelo por el oro, los uruguayos vencieron 3-0 a Suiza.
En Amsterdam 1928, el cuadro uruguayo repitió en la alineación a la primera prefiguración de Messi: José Leandro Andrade Quiroz, “El Negro”. Salido del Bella Vista de Montevideo -en donde llegó el futbol británico a comienzos de la década de los ochenta del siglo XX-, Andrade era el más grande futbolista que habían visto las canchas de Europa y Sudamérica.
Hizo campeón al Uruguay en la primera final del “tango”, al vencer en dos partidos (1-1 y 2-1) a Argentina, en el Estadio Olímpico. Luego, considerado el torneo de las Magnas Justas como campeonato mundial, “El Negro” conduciría a la celeste a ganar la primera Copa del Mundo de Futbol (otra vez ante Argentina) en 1930. Le llamarían -con cierta razón-tricampeón mundial. Messi no llegaría a tanto, pero sus insignias le darían fama por otros llanos.
Después de la Segunda Guerra Mundial el futbol olímpico se convertiría en una recurrencia de Europa del Este. Más aún: en la Europa de la órbita soviética. Entre 1952 y 1980 ganarían el oro Hungría (tres veces), la Unión Soviética, Yugoslavia, Polonia, Alemania Oriental y Checoslovaquia.
Durante ese periodo, además del soviético Lev Yashin, las grandes figuras que habían logrado coronarse en la cancha “amateur” fueron las que integraron a La Maravilla Húngara de Melbourne 52: Kocsis, Czibor, Grosics y Puskas, quien haría famoso al Real Madrid, entre 1958 y 1966, cuando anunció su retirada de las canchas profesionales.
“El Negro” Andrade y Puskas eran las únicas grandes estrellas del profesionalismo que habían logrado ganar una medalla de oro en los Juegos Olímpicos hasta Barcelona 1992. Los grandes astros habían apostado su fama a la Copa del Mundo de la FIFA: Garrincha, Pelé, Beckenbauer y Maradona se habían coronado en las canchas de paga.
Cruyff, Best y Platini ni siquiera allí. Sin ser una exquisitez en el césped, Josep Guardiola formó parte de la selección española que logró el oro en Cataluña. Guardiola y Messi, sin embargo, cambiarían -en el banquillo y en medio creativo- la forma de ejercer el sistema en la cancha del FC Barcelona en 2008.
Nacido en 1987, en Rosario, Argentina, Lionel Andrés tenía cinco años cuando Guardiola se coronó en el Estadio, de la capital catalana, en el que jugaría varias veces cuando llegaría a formar parte de las fuerzas básicas del club culé, en La Masía. Allí se entrenaba cuando en 2004 Argentina ganó, por fin, su primera medalla dorada en las Magnas Justas.
En aquel equipo de Atenas alineaba Javier Mascherano, futuro compañero de Messi en el Barsa y hoy entrenador de la selección albiceleste que competirá en los Juegos Olímpicos de París. Todos los superlativos, todos los personajes y todos los adverbios están ligados a la gran novela iberoamericana de la pelota que llama Lionel Andrés Messi Cuccittini.
Con Mascherano y Messi en el medio campo y con números dorsales consecutivos, 14 y 15, la selección argentina volvió a coronarse en Beijing 2008, al vencer 1-0 a Nigeria, escuadra que había vencido a la albiceleste en los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996.
Messi, a diferencia de Maradona, había logrado coronarse en la fiesta olímpica a los 21 años. Luego vinieron la poesía, la prosa y la epifanía del arte.
Josep Guardiola llegó al Barsa en 2008 como técnico de emergencia para salvarlo de la depresión y desgano. Como sucede con las grandes expresiones de la vanguardia, el mundo no estaba listo para una narrativa tan impresionista; tan descomunal. Al par de genios se sumaron otros fuera de serie: Xavi Hernández y Andrés Iniesta.
El futbol adquirió en ese año una forma de cubismo, dejó de ser una expresión deportiva para volverse un recinto de alta cultura, cercano al Renacimiento o al Romanticismo. Los planos visuales del juego se convirtieron en un glamour para los ojos, que vieron líneas nunca imaginadas en la geometría de la cancha.
El futbol fue armonía en movimiento; arquitectura, escultura y teorema. Poliedro y encanto. Un sentido del arte y la matemática. Romancero de pases. Messi, el olímpico, asemejaba un verso borgiano. Preciso, puntual, exacto; evocativo, metafórico y cercano lo celestial, al instante en el que el universo cobra sentido de sí mismo. Espiritual mecanismo que hacia agua la mirada.
El Barsa del 2008, además, lo ganó todo. Todo.
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