Metáfora de otro año nuevo


Subíamos la escalera, arrastrados por el tropel de la manada, cuando te detuviste en seco, giraste el cuerpo hacia la ventana y te sentaste. Pensé que tu mirada, que hacía un año había sido colonizada por esa tela de cebolla que premia a los que han visto demasiado, buscaba algo en el jardín. Por eso me olvidé de los demás y yo también busqué aquello que querías reconocer.

Tras un par de minutos, en los que las pulsaciones de mi angustia se aceleraron como impulsadas por pistones, acepté que afuera no pasaba nada. No porque faltara algo que observar, sino porque tú dejaste de buscar, giraste la cabeza, la levantaste hacia mí y me atravesaste con un gesto distinto, diferente a cualquier otro que me hubieras enseñado. Y eso que me habías mostrado tu repertorio de expresiones durante casi catorce años.

Conmocionado, para no decir aterrado, pues contigo este sentimiento no ha sido posible, encogí el cuerpo hasta quedar en cuclillas, atrapé tus orejas con las manos y acerqué mi rostro al tuyo, cerrando ambos párpados. Tu respuesta fueron varios lengüetazos, tan tibios como secos. Sentí, de hecho, que me pasabas una lija por la cara. O no. Que me lijabas los adentros: las tripas, los pulmones y esa bomba roja que nos recuerda que no somos otra cosa que unsistema de riego bien dispuesto, jardines que caminan hasta que su esencia hidráulica se agota y la tierra vuelve a la tierra.

—Son varias las culturas que aseguran que los hombres fuimos hechos de tierra, polvo o barro. Desde los sumerios, para quienes la diosa Araru modeló a Enkidú a partir de un bloque de arcilla, hasta los egipcios, para quienes fue Jnum, el tornero con cabeza de carnero, quien dio forma al huevo del que salió la luz, quien modeló a los primeros seres humanos y quien, agotado, destrozó su torno y colocó los pedazos de éste en las mujeres que había creado antes, permitiendo así que comenzara nuestra reproducción inasistida, pasando por los mayas, para quienes los dioses moldearon con barro a los primeros hombres y mujeres, unos hombres y mujeres fallidos, o por los chinos, quienes aseveran que fue la diosa Nüwa, cansada de su soledad, quien moldeó a los hombres y mujeres con el lodo del río Amarillo—.

Cuando por fin abrí los párpados, observé cómo tu lengua volvía al interior de su guarida y vi cómo tus párpados, imitando aquello que habían hecho los míos, se cerraban lenta, lentísimamente. Tuve ganas, entonces, de invertir nuestros papeles, de lamerte las orejas, la frente y el hocico. Si me contuve fue porque temí que las bacterias de mi boca infectaran tus carcinomas. O no. Porque me aterró la idea de tragar alguna de esas costras que hacía dos o tres años habían aparecido en tu epidermis.

Lo último que haría en esta vida, Tunita, sería comerte de manera accidental. Conscientemente, el asunto sería totalmente distinto. Me alimentaría con tu cadáver aunque este estuviera putrefacto; roería y lamería cada uno de tus huesos hasta dejarlos impolutos, resplandecientes, dignos del altar en el que el tiempo habrá de erosionarnos, después de habernos reducido a lo mismo. Y es que aunque la moral del siglo en el que estamos podría condenarme, la genealogía de esa misma moral podría pagar mi fianza, si es que no la paga antes la historia.

—Son incontables los héroes, pero también los hombres y mujeres comunes, que en épocas remotas, pero también en tiempos recientes, consideraron un homenaje alimentarse con los despojos de la bestia que les hubiera prestado servicio, les hubiera regalado su compañía o les hubiera protegido, como son incontables aquellos que han decidido alimentar con su carne a dichas bestias o han elegido ser enterrados a su lado. En el México antiguo, por ejemplo, el Xoloitzcuintle no se comía tanto para alimentar el cuerpo como para alimentar el alma, pues solo en compañía de su espíritu era posible atravesar el Mictlán y presentarse ante Mictlantecutli y Mictecacihuatl—.

Cuando por fin volviste a abrir los ojos, tras escupir un quejido corto y hueco, Tuna, jalaste todo el aire que pudiste y empujaste el peso de tu cuerpo hacia delante. Así fue como lograste levantarte y como empezaste nuevamente a encarar aquel ascenso, un ascenso que, hasta ese instante del que aquí hablo, no había sido más que un trámite, un acto indigno de escribirse y de contarse, un suceso sin derecho alguno a ocupar un sitio en mi memoria o en la tuya.

Subir una escalera. Casi nada. O casi todo: los peldaños que siguieron, de piedra blanca, helada y desgastada por el uso,por el incansable andar de la manada que tanto tiempo lideraste, te costaron un trabajo insospechado e inevitable. Como si la gravedad, de golpe, se hubiera incrementado, como si el eje del planeta se hubiera inclinado medio grado más, congelando tus polos y haciendo arder el Ecuador de cada uno de tus reinos.

—Inclinado 23°5 sobre la normal del plano de la elíptica, bastaría con que el eje de la Tierra, que es la línea imaginaria sobre la que gira nuestro planeta en su movimiento de rotación y que define no solo los polos terrestres sino también los polos de la esfera imaginaria del universo, se recargara otro grado, trastocando la precesión y la nutación, para que la vida, tal y como la conocemos, fuera arrasada por una tormenta de fuego inimaginable y para que las estrellas, tal y como hoy las observamos, cambiaran por completo su disposición sobre esa tela que llamamos espacio—.

“Ándale, Tuna… Ándale, Tunita”, te empujé, te supliqué, te grité escalón tras escalón, a pesar de que ellos, los veterinarios, aseveraran, un año y medio antes, que habías perdido la audición. Pero ellos qué van a saber. Ellos no te ponen, cada mañana, volviendo de correr, los audífonos por los que esperas en la puerta. Si no escucharas no cerrarías los ojos, no descansarías el hocico entre mis piernas, no babearías ni harías esos ruidos que solo haces cuando la música te llena. Y no tendrías las preferencias que presumes: lo tuyo son los Ramones, Camarón de la Isla, Dire Straits y Héctor Lavoe.

Al final, media hora después, alcanzaste el piso que deseabas, mientras mis neuronas buscaban la explicación menos preocupante: caminamos más de lo habitual; esta mañana, dejaste casi todo tu alimento; hace un frío desmedido, debes estar entumida; te tienen harta Corneta, Hule y Capulín, que no dejan de correr y de arrollarte; quieres estar sola un momento; me estás jugando una broma; quieres saber hasta qué punto puede acelerarse mi pequeña bomba hidráulica.

—La bomba hidráulica, que fue inventada por Arquímidesen el siglo III A.C., época en la que se consideraba al corazón el origen de la vida, de la sangre y de los órganos, además de ser la casa de la inteligencia y el pistón con el que el alma distribuía sus dictados y gobernaba al cuerpo, transforma la energía que la alimenta en energía del líquido que mueve. Al incrementar la energía del líquido, sin embargo, la bomba también engendra su fin, pues si la energía sobrepasa su límite, amenaza que no deja nunca de estar presente, la bomba destroza el principio de Bernoulli y se quema, se funde, se descompone—.

Ojalá nos hubiéramos quedado así, imaginando respuestas, en vez de haber alcanzado el segundo piso de la casa. Porque ahí descubrí lo que pasaba: tu pata izquierda había dejado de moverse. Se había convertido en un garrote. Un palo desobediente que arrastrabas como prótesis, convertida en un pirata torpe. No nos quedó más remedio que llamar al veterinario. Y este, el veterinario, sin aguardar siquiera los resultados de los estudios que él mismo ordenó, dictaminó, de bote pronto, que estabas demasiado cerca de la muerte.

Por suerte, tras estos últimos dos meses, en los que te he estado estudiando a mi manera, con una atención que nadie más podría haberte puesto, confirmé que ellos, el veterinario y sus estudios, volvieron otra vez a equivocarse. No estás ni cerca ni lejos de la muerte, ni siquiera estás enferma. El estado en que te encuentras es otro y es también distinto. Podría incluso decirse que es un estado extraordinario. Un estado que, aunque lo reconocí hace ya varias semanas, no supe nombrar hasta hoy en la mañana.

—Según Ludwig Wittgenstein, el trabajo de la filosofía y, por lo tanto, el quehacer del filósofo se reduce a deslindar, en el lenguaje, aquello de lo que se puede hablar de aquello de lo que no se puede hablar. Dicho de otro modo: la filosofía, el filósofo verdadero, debe aceptar que, al final, lo único importante es determinar la frontera que existe entre el lenguaje y el silencio, encontrar ese límite que, por afuera, es el límite del lenguaje mientras que, por adentro, es el límite del silencio—.

Siendo completamente honesto, yo no fui quien puso nombre a tu estado. Fue un viejo que nos encontramos en el parque, un anciano que se te acercó empujando su andadera, te miró a los ojos fijamente, me observó después a mí y aseveró, echando a andar de nuevo su araña de aluminio: “¡Qué bonita perra!.. Las cachorras siempre son hermosas”. Desde lo más hondo de mis entrañas emergió una exhalación que fue casi una carcajada pero que, en los caminos de mi pecho, se volvió una ráfaga de asombro.

Eso es, en eso es en lo que te has estado convirtiendo, me dije y te dije antes de que el temporal de excitación me abandonara. Luego, acercándome a tu cuerpo, me incliné igual que aquella vez en la escalera e igual que tantas otras veces me agarré de tus orejas, para pegar después mi rostro a tu nariz. Entonces, antes de que pudieras secarme las mejillas con tu lija, aseveré, en voz bajita, con ese tono que tú escuchas sin necesidad de escuchar nada: por eso has empezado a cavar hoyos nuevamente.

Por eso te comiste mis zapatos otra vez, exclamé mientras volvíamos a casa: por eso te impresiona y te deslumbra casi todo: las paredes que observas fijamente, el aire en el que buscas los olores olvidados, los aromas que estás apenas conociendo. Y por eso debo remojarte la comida: tus dientes apenas vienen en camino, rematé ante la puerta de casa, evitando que el principio de Bernoulli me quemara. Una cachorra, Tuna, te has convertido en cachorrita.

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